Cuando comer es un infierno (13 page)

—¿Tienes novio?

Yo contesté que no, y mi madre le miró, sin comprender. Él continuó, dirigiéndose a ella.

—Ahí está. Se queda en casa un domingo, empieza a pensar que todas sus amigas tienen novio, que ella no, y claro, se deprime. No tiene nada.

Nos mandó de vuelta a casa, sofocadas e indignadas. "No pude comprender cómo un médico despachaba con un par de comentarios superficiales a una paciente de veinte años que describía signos claros de depresión. Yo me había quejado de dolor en las glándulas situadas bajo las orejas, que tenía un poco hinchadas, y él dijo que posiblemente estuviera algo resfriada. Hoy en día quiero creer que hubiera prestado más atención. La inflamación de las glándulas parótidas está considerada como una de las señales más claras de que se producen vómitos repetidos.

Durante mucho tiempo me indigné contra todo lo que me rodeaba: la sociedad, restrictiva y machista, y sus representantes. Con los mensajes procedentes de la publicidad, con la moda y las modelos, con las mujeres por mostrarse débiles y los hombres por aprovecharse de sus ventajas. Con mis padres, que no habían sabido ver mis problemas a tiempo, y sobre todo, conmigo misma, que había desperdiciado los años más bonitos de mi vida encerrada en el cuarto de baño y buscando comida.

¿A quién podría pedir cuentas? ¿A quién podría reclamar por aquel tiempo perdido? ¿Al sistema educativo, que no supo prevenirlo; al sanitario, que no supo tratarlo? Las razones eran tantas, tan variados los responsables que al final nadie podía responder de nada. Aquella furia era un buen síntoma. Al menos ahora me permitía sentir algo, y me creía lo suficientemente importante como para expresar mi opinión. Comenzaba a sentir que no era un ser repulsivo y culpable, y ya no me negaba a aceptar la responsabilidad en mi vida. Estaba en el camino adecuado para recuperarme.

Coincidiendo con mi nueva actitud, los programas de televisión descubrieron un nuevo filón con el que escandalizarse de la juventud: las anoréxicas. Docenas de familias y de enfermas desfilaron por los programas de tertulias y de testimonios, y contaron sus experiencias. Todos se apenaban mucho y culpaban a la sociedad. Luego, a la moda. Luego, a los tallajes pequeños. Casi siempre se apuntaba a que la niña se había obsesionado, cosas de cría, y que se había causado su propia perdición. Con muy rara frecuencia aparecía una bulímica: se mencionaba el trastorno, pero casi siempre cuando había seguido a una anorexia. Yo, y las mujeres que padecían mi enfermedad, continuábamos siendo invisibles.

Era fácil identificarse con el sufrimiento del que ellas hablaban y con el infierno por el que habían hecho atravesar a sus padres, pero no era yo, no era mi experiencia. No había nada de vergonzoso a los ojos de la sociedad en privarse de alimento. ¿Cuál sería la reacción del público si yo confesaba mis atracones, mis vómitos, mi desesperación por encontrar cualquier alimento?

No escuché a nadie hablar de las lesiones que dejaba la anorexia: toda la información se basaba en el documento viviente y esquelético que tenían ante sus ojos. Se sabía que adelgazaban y se sabía que podían morir, pero nadie hablaba de las lesiones crónicas. Con mayor razón yo aún no tenía idea de los riesgos a los que me estaba sometiendo: aparte de las molestias que había sufrido, podía producirse un desgarro del esófago o la pared estomacal, que podría causarme la muerte, tener hemorragias internas, alteraciones menstruales. Mis niveles de sodio y potasio podían desequilibrarse, y eso no sólo causaría las palpitaciones que me asustaban, sino también calambres e infartos. El estreñimiento crónico podría desgarrar el colon, el exceso de agua para provocar el vómito o para sentirme llena me podía causar edemas e hinchazón de piernas, trastornos en los riñones y una intoxicación parecida a la etílica que podría haberme dejado en coma. Y, efectivamente, podría haber llegado a suicidarme. Un alto porcentaje de enfermas lo lograban.

No sabía nada de esto, nadie me lo dijo, y menos aún tan claramente: de haberlo sabido, posiblemente hubiera tomado conciencia de la gravedad de mi situación, y no haberlo achacado a mi debilidad, a mi hipersensibilidad adolescente o a mi imaginación. Descubrí los riesgos a los que me había sometido cuando ya había superado la enfermedad, y cuando lo supe, me eché a llorar. No sólo por mí, perdida, ignorante y sola durante tantos años, sino por todas aquellas que se habían quedado en el camino, por las que se quedarían, por las que se preguntaban, después de haber vomitado, por qué les pasaba aquello si ellas sólo querían estar delgadas.

Me consta que las reacciones son distintas en la actualidad, en el año 2002 en el que escribo. Pero en un pasado muy cercano, hace únicamente seis o siete años, yo no encontré otra salida que luchar en solitario.

Si se repitiera mi caso, posiblemente mis padres estarían mucho más alerta a mi comportamiento. Quizás se hubieran negado a verlo durante algún tiempo, pero la reacción más normal hubiera sido enfrentarse a la realidad de que la niña sufría un trastorno alimenticio, y que no era momento de arrojarse las culpas el uno al otro, sino de buscar una solución. Espero que hubieran sido capaces de comprender que los comportamientos que más les habían dolido, las mentiras, el ocultamiento y la falta de responsabilidad, habían sido causados por la enfermedad, y no al revés. Que vieran que yo no era una mala persona, sino una chica muy joven que se enfrentaba a una dolencia que cambiaba su personalidad y sus costumbres.

Espero que se sobrepusieran a la dura convivencia conmigo y que supieran descubrir que pedía ayuda desesperadamente, que me enfrentaba a problemas que no sabía resolver, y que para ello acudía a la comida. Y, sobre todo, que en ningún momento me hubieran ayudado ni alentado para hacer una dieta.

Me gusta imaginarme la confrontación a la que, antes o después, tendrían que someterme. En ella mis padres se mostrarían firmes y unidos, con un único criterio. No me juzgarían ni serían irónicos, no me obligarían a confesar que les había mentido con anterioridad y que les estaba ocultando la realidad, sino que hablarían de lo que temían, y me expondrían ejemplos evidentes de que mi comportamiento no es normal. Y me propondrían buscar una solución, que pasaría no únicamente por un tratamiento psicológico, sino por una variedad de puntos que tendríamos que afrontar.

La aparición de un trastorno alimenticio en una familia puede alterar totalmente y para siempre las relaciones que se habían creado entre sus miembros. A veces, los padres y los hermanos sólo perciben el problema de la paciente, pero hay que tener en cuenta que por lo general la hija enferma está mostrando de una manera evidente los conflictos, no siempre obvios, que hay en la familia. Tampoco es justo ni realista culpar en exclusiva a la familia de la bulimia de esa chica. Por muy desastroso que sea el ambiente en casa, todos los expertos están de acuerdo en que para que se dé un trastorno alimenticio tienen que ocurrir una serie de circunstancias, influencias externas e internas; no aparece por una sola causa.

Si se aborda de un modo constructivo, la terapia de la hija puede ayudar también a sanar los problemas de la familia. No es infrecuente encontrar trabas en las relaciones entre ellos, e incapacidad para expresar los sentimientos. En muchos casos, los problemas no se dan únicamente en la muchacha, y es toda la familia la que tiene que cambiar.

En un caso así no basta con que los síntomas desaparezcan. La tendencia permanece. Mi familia se sintió tan aliviada cuando dejé de atracarme y de vomitar que consideró que el caso estaba cerrado. No cambiaron sus relaciones entre ellos, ni variaron su conducta. No supieron cómo, y no fueron capaces de ello. Hicieron siempre las cosas como creían que era lo correcto, y sería absolutamente injusto por mi parte el juzgarles o culparles. Pero de esa manera dificultaron mi camino y mi recuperación fue mucho más lenta y dura, porque tuve que llevarla en solitario, y porque debía enfrentarme a una situación familiar no resuelta.

Me gustaría también pensar que la conciencia de que la enfermedad está tan extendida que animara a mis amigas a prestarme la ayuda adecuada. Eso supondría que ellas mismas no estarían absorbidas por dietas y por la atención a su cuerpo, o que sabrían ver por encima de eso que mi comportamiento no era el normal: y habrían hablado con mis padres, por mi propio bien, sin temor a que yo me enfadara o a que ellos no prestaran atención. Yo me mostraba mucho más abierta y expansiva con ellas, y les habría resultado más fácil que a mi familia detectar un patrón de conducta. Con eso tal vez me hubiera ahorrado meses o años de sufrimiento.

Sin embargo, yo no tuve esa suerte. Desorientada, sintiendo el rechazo o la incomprensión de los médicos, avergonzada por mi comportamiento y con casi seis años a mis espaldas de obsesión por el aspecto físico, la comida y la liberación de esa comida, creía que no tenía muchas posibilidades de recuperación. Sabía que la enfermedad podía haberse cronificado, y que corría el riesgo de vivir así toda mi vida, pero aun así pensé que tenía que existir algún medio para atenuar el dolor y el sufrimiento y adquirir una calidad de vida razonable.

De modo que me olvidé un poco del aspecto meramente estético y comencé a preocuparme por mi salud. Me propuse no vomitar, comiera lo que comiera. No vomitaría, y no picaría entre horas. Me resultó mucho más fácil no saltarme la rutina de tres comidas principales que no devolver. La sensación de estómago lleno me resultaba insoportable, y me asaltaban las ideas más angustiosas: engordaría, echaría todo a perder, prefería morirme de un infarto que estar gorda... Los dos primeros meses fueron de una lucha constante, y aun así, vomitaba casi la mitad de las veces.

Me esforcé en no verlo como un fracaso: pensé en qué ocurriría si uno de mis alumnos cometiera un fallo similar, y cómo lo afrontaría yo. No sacaría nada anillándole y aterrorizándole, y amenazándole con matarle de hambre para compensar. Muy poco a poco fui capaz de sentir compasión por mí misma, y de tratarme con cariño. Ya que yo era la que imponía las normas, no tenía sentido creerse una víctima, y aprendí a pactar conmigo misma: está bien, vomitaría porque había comido demasiado pan al mediodía, pero a cambio me lavaría el pelo con crema hidratante y me dedicaría a peinarlo durante un buen rato antes de irme a la cama.

Al principio no encontraba las fuerzas suficientes como para cumplir mis promesas. Sencillamente, estaba demasiado cansada, o me despreciaba demasiado. Pero aprendí a recordar que ya no era una niña, que era responsable de mí misma, y que no quería estar enferma el resto de mi vida.

Si hubiera encontrado un psiquiatra que siguiera la línea cognitivo-conductual, me hubiera resultado mucho más fácil: hubiéramos desarrollado juntos estrategias prácticas que me habrían permitido enfrentarme a esos momentos de tensión en los que necesitaba atracarme o vomitar.

O si, aún mejor, hubiera tenido a mi alcance un centro de día para trastornos alimenticios, me hubieran enseñado técnicas para liberar el miedo, hubieran reconducido mis hábitos alimenticios y tratado mis problemas psicológicos. Hubieran incluido terapias de grupo, de modo que no me hubiera sentido tan sola, de relajación, quizás con musicoterapia, y me hubieran apoyado. Yo entonces ni siquiera sospechaba la existencia de estos centros de recuperación: no existían tantos como ahora, por muy escasos que puedan parecer a quienes sufren estos problemas.

Cuando ahora echo una ojeada a los programas de recuperación de los hospitales y los centros privados me reconforta descubrir que intuitivamente seguí los pasos que ellos mismos recomiendan.

Por ejemplo, como modo de reconciliarme con mi cuerpo, me apunté a un gimnasio para hacer un poco de ejercicio, después de años de haberlo evitado. A propósito acudí a un centro en el que nadie hacía alardes de caros conjuntos deportivos o cuerpos perfectos. No necesitaba más estímulos para competir o para sentirme mal. Era torpe y lenta, y nunca podré decir que me gusta el ejercicio, pero mi cuerpo aprendió a moverse de nuevo, a sentir la sangre bombeando y yo aprendí a considerarlo no un estorbo, sino un medio.

Dejé de pesarme. No extraía el menor placer de ello, e incluso cuando había adelgazado, esa idea y la obsesión por no recuperar esos gramos no me abandonaba en todo el día. Por la ropa sabía que oscilaba ligeramente de peso, pero aunque la tentación fuera grande, decidí ser algo más que una masa de kilos.

Continuaba teniendo problemas para evitar los vómitos. A menudo lo lograba, pero sólo a fuerza de regurgitar y masticar durante horas la comida, y eso no me dejaba satisfecha. Decidí, no sé muy bien en base a qué asociaciones, dejar de hacer dieta. Al fin y al cabo, ¿qué clase de dieta era aquélla, restricciones por un lado, abusos por el otro? Un cálculo no muy elaborado me permitía saber que aunque comiera unas raciones normales no iba a exceder el número de calorías que ingería en un atracón.

Abandonar la dieta y comer de nuevo los platos que se presentaban en la mesa supuso un antes y un después. Mis padres, que hasta entonces se habían mostrado recelosos, se relajaron, y yo pude ver cómo recuperaba la cercanía y la confianza en mi madre, que era al fin y al cabo quien se encargaba de alimentarme. Me había mantenido sana y en forma durante catorce años de mi vida. ¿Por qué no había pensado en eso antes? A cambio, mi madre dejó de controlar las porciones que me servía, y como yo procuraba sentarme a la mesa siempre acompañada por alguien, recuperé el placer de comer como acto social. Ya no tragaba a escondidas, o de pie, o caminando por la calle. Ya no hacía falta, y para colmo, me sentaba mal.

Cuanto más se normalizó mi alimentación, y cuanto menos pensaba en qué iba a comer ese día (delegaba esa responsabilidad en mi madre) menos impulsos de vomitar tenía, y menos razones para atracarme. Los problemas de los dos primeros meses por mantener la comida en el estómago remitieron poco a poco, y al cuarto mes era extraño que vomitara. Continuaba con mucho miedo a engordar, pero lo cierto es que no había aumentado de peso, que mi piel y mi aliento habían mejorado, y que sentía mucha más energía.

Enseguida fui capaz de reconocer los alimentos que me sentaban mal, y admitir que no debía tomarlos. La mantequilla, por ejemplo, la nata, un exceso de frutos secos, cualquier alimento aceitoso, y el alcohol, aunque fuera emborrachando un pastel. Hice un esfuerzo por incorporar más verdura, y no tantos hidratos de carbono, y para mi sorpresa descubrí que no me gustaba tanto el chocolate como creía. Lo cierto es que me dejaba un gusto arenoso en la boca, y acidez en el estómago.

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