Cuando comer es un infierno (10 page)

Algunas de estas chicas bordeaban la más inquietante indefinición: ¿eran mujeres? ¿Eran chicos muy jóvenes? Parecía que el viejo miedo a la fertilidad que nos inculcaron nuestras madres no había desaparecido a pesar de todo. Esa nueva generación de modelos, con sus cuerpos esqueléticos, duros, sin curvas, impedían pensar en la fecundidad, en un embarazo, en la transmisión de la vida.

Las reacciones entre los chicos que me rodeaban fueron muy diversas: algunos, sobre todo los mayores, las rechazaban y se atenían al viejo tópico de que valía más tener algo de dónde coger. Los más jóvenes se rindieron sin apenas lucha. Ellos mismos se enfrentaban a las nuevas exigencias de su masculinidad, ese ser masculino sin parecer zafio, ni un bruto, ni un machista, y aquellas mujeres-niñas, adolescentes eternas que se ofrecían sin en apariencia demandar nada, les resultaban sexualmente muy atractivas. Al fin y al cabo, también este cambio de la mujer se juzgó desde la perspectiva de las apetencias del hombre, como había ocurrido con cada variación anterior. Y ellos quedaban más o menos a salvo. Para comenzar, nadie había cuestionado su apariencia. Desde hacía un par de siglos las exigencias físicas que se les había hecho a los hombres no habían variado.

Se le echó la culpa al sector de la moda, y más específicamente a los modistos gays, por intentar inculcar una estética andrógina y debilitada de la mujer; sin embargo, las publicaciones heterosexuales por excelencia, las revistas pornográficas, no mostraban tampoco a mujeres normales: sus pechos y labios estaban exagerados, y en gran parte de las imágenes se entregaban al hombre en actitud de sumisión o de panteras dominantes. Esa inferioridad de la mujer, tan rechazada y denostada en la teoría, se reproducía una y otra vez en anuncios, revistas, mensajes y comportamientos. Parecía imposible encontrar una imagen verosímil de una mujer, una relación entre sexos equilibrada. ¿Tanto miedo sentían a enfrentarse a una mujer real? ¿Tan profunda era la crisis de la masculinidad?

Odié a aquellas modelos. Si antes ya era difícil alcanzar al menos el peso de las anteriores, ya que no otras características, ahora esa misión parecía descabellada. Calculé cuánto debería adelgazar para tener la misma proporción de peso-altura de, Kate Moss, y descubrí que tendría que bajar a cuarenta y cuatro kilos. Ni en mis más desaforadas pesadillas hubiera soñado con aquello.

En aquel momento no se me ocurrió pensar que las modelos eran mujeres bajo los mismos conceptos de apariencia y bajo las mismas presiones que yo. No pensé que pudieran ser anoréxicas (mucho menos bulímicas), que tendrían que estar eternamente a dieta, que ese ideal era difícil de mantener incluso para chicas extremadamente altas y delgadas. No creí que pudieran manipularlas. Sólo veía que se me pedía sumisión: por un lado, a los dictados de la moda y el aspecto físico, y por otro, a la vida, a mi papel como mujer. Por mucho que la sociedad fingiera adorar a la mujer, por muy femenina que la deseara y por muy fascinada que estuviera por sus distintas facetas, eso no reflejaba el menor respeto por la mujer auténtica, la verdadera, en todas sus acepciones: la pasión por lo femenino sólo incluía a quienes eran jóvenes y hermosas.

Como cabía esperar, mis amigas y yo terminamos por pasar por el aro y adoptamos, con mayor o menor resistencia, la moda que se nos proponía. Adiós a los trajes sastres, adiós a lo favorecedor. Recorrimos mercadillos de segunda mano, compramos trapos y abalorios, mucho más feos de los que nos presentaban las revistas. Parecía tan sencillo cuando ellos lo proponían: el estilo del rastro, decían, un concepto nacido en la calle, cómodo y adecuado a los tiempos de crisis, decían. Entre risas, pero sin ocultar el malhumor, nos preguntábamos dónde demonios estarían los mercadillos en los que compraban los diseñadores de alta costura.

Respecto a la comodidad, no eran ellos los más indicados para opinar. La moda masculina jamás ha sido pensada para realzar determinadas partes del hombre, sin importar que el cuerpo esté inmovilizado o incómodo. Ni tacones, ni medias reductoras, ni
wonderbra,
ni nada que no fueran camisas cómodas, vaqueros, zapatillas deportivas. El traje de hombre de negocios, si bien no permite grandes alegrías, es incomparablemente más práctico que su equivalente femenino, que incluye falda corta, medias transparentes y zapatos de tacón.

Hablaban también de cómo cada mujer creaba su propia moda, de cómo ya no había imposiciones, y yo movía la cabeza. Por entonces se comenzaba también a hablar ya de las tallas demasiado pequeñas en las tiendas, una manera subliminal de decirnos que nos sobraban kilos, y de la posible frustración que eso provocaba en las chicas, que podía abocarlas a la anorexia. Ante nuestros ojos, la ropa estaba dictaminando cómo era una persona: demasiado gorda, por lo general, o demasiado baja. O denotaba que si, como era mi caso, debía usar una talla distinta para chaquetas que para faldas, era claramente deforme.

La delgadez ya no se asociaba únicamente a la inteligencia, la profesionalidad y el control: las modelos, junto con su peso, habían rebajado su edad, fuera ésta aparente o real, en una década. Estar delgado era ser joven, y juventud y esbeltez abrían aparentemente las puertas a un mundo de elegancia y belleza, sólo posible con esas condiciones. La vida se facilitaba. Todo podría conseguirse, todo, si se estaba lo suficientemente delgado. Es decir, la delgadez se asociaba al dinero: si antes el triunfador era rico, ahora, además, debía ser joven y estar delgado. La muerte de Christina Onassis, posiblemente bulímica, había probado que las ricas también lloran. Al menos, las ricas feas.

Naomi Wolf, en su libro
El mito de la belleza,
había escrito: «Si sufrir es belleza, y belleza es amor, la mujer no puede estar segura de ser amada a menos que sufra». Para presumir, había que sufrir. Por tanto, no se admitían las quejas que conllevaba el ser hermosa. Se daba por sentado que para ser bella había que padecer un proceso doloroso, fuera dicho proceso el hambre, la cirugía o la disciplina. Ni siquiera se tomaban demasiado en serio las quejas cuando la cirugía estética resultaba fallida:
ella se lo ha buscado, quién le mandó meterse en ope
raciones innecesarias...
pero al mismo tiempo, esa misma ella, que ostentaba cicatrices, o sangrados, o deformaciones, recibía presiones o burlas por su anterior aspecto. La belleza exigía víctimas en su altar, fueran de un tipo o de otro.

La cirugía estética rejuvenecedora nos negaba la sensación de experimentar la madurez en el cuerpo: con la eliminación de las arrugas femeninas se borraba también el pasado y la experiencia, y se potenciaba la idea de que el proceso natural de envejecimiento, imparable é inevitable, era anormal. Se trataba, por tanto, de frenar lo ineludible. Y de crear dolor, ansiedad e inseguridad por no poder combatir las leyes naturales.

Para colmo, adelgazar se instituía en una manera más de competencia entre las mujeres. No bastaba con adelgazar: si resultaba posible, había que conseguir ser la más delgada del grupo. En cualquier anuncio, la muchacha delgada recibía miradas envidiosas y desleales de sus compañeras, incluso el abierto resentimiento, de modo que una vez más se reforzaba la idea de falta de compañerismo y maldad de la mujer.

La chica delgada, o la que lograba someter su instinto y adelgazaba se cubría inmediatamente con todos los privilegios de la delgadez, y eso, según los hombres y los medios de comunicación, resultaba insoportable para el resto de las mujeres, de modo que debía convertirse en una razón más para adelgazar. ¿Qué mujer no deseaba ser envidiada?

Comenzó a popularizarse en la televisión una pareja de presentadores desigual: la jovencita guapa y delgada, y su experimentado, viejo y a veces gordo compañero. Se hizo tan frecuente que pronto nadie se lo planteó. En ningún momento la mujer madura ganó protagonismo. Me recordaba demasiado al tópico del cincuentón acomodado del brazo de una muchachita vistosa y bien vestida, del que vimos también varios famosos ejemplos en los noventa. Según los criterios más tradicionales, él ostentaba de esa manera su poder y su riqueza. Pero ¿y ella? ¿Qué demostraba ella? ¿Y por qué todos los medios de comunicación alentaban y perpetuaban ese hábito?

El requisito de poseer buen (o incluso excelente) aspecto menudeaba en los anuncios de trabajo, fuera para ser azafata, secretaria o dependienta. ¿Para qué demonios necesitaba una telefonista ser guapa? Lo que esa exigencia motivaba era, por un lado, que los puestos fueran cubiertos no por las personas más capaces, sino por las más atractivas; y, por el otro, presionaba a los rio agraciados para que consiguieran un nivel de belleza mayor. Al fin demostraban que quien no era guapo era porque no quería. Ya no había excusas. Quien no lo conseguía era por falta de voluntad, pereza o glotonería.

Como yo.

No aumentaba de peso, pero tampoco disminuía. Fiel a las reglas ópticas de la moda (las rayas verticales, los adornos discretos y los colores oscuros adelgazaban) vestí de negro durante años. Los diseñadores insistían en que no había color más elegante. Coco Chanel había jurado que vestiría a todas las mujeres de negro. Llegué a odiar el negro. El negro ocultaba, el negro negaba. Yo estaba allí, a la espera, bajo la ropa oscura. Quería cubrirme de colores, rosas, malvas, amarillo chillón, turquesa, pero no me atrevía. Como mucho, llegué al granate y al verde oliva.

Los atracones eran menos frecuentes; no volví a engullir una caja de galletas entera, pero comía de continuo, y cada pocas horas vomitaba, casi como una medida preventiva. A menudo me encerraba en el cuarto de baño de mi casa y comía por la noche el bocadillo que mi madre me había preparado para el día siguiente. Me prometía que a cambio al mediodía aguantaría sin comer, pero antes o después acudía a las máquinas de la facultad o a las cafeterías cercanas y comía, siempre una cantidad un poco superior a la normal.

Odiaba más que nunca la dependencia de la comida, y la vivía como si fuera a una droga. Continuaba imponiéndome dietas imposibles de cumplir para cualquier ser humano, y en el momento en el que fracasaba no era capaz de relativizar esa sensación: me parecía que había perdido el orgullo, que había tirado todo mi esfuerzo por la borda. Era indigna de todo respeto y me convertiría en una gorda informe porque había comido siete galletas. No conocía los puntos intermedios. Si fallaba en mis altísimas expectativas, el fracaso era absoluto y total.

Académicamente, aquel año fue un desastre. Suspendí casi todas las asignaturas, y recibí las notas con sorpresa. No podía creer que el método que hasta entonces me había permitido sacar las mejores calificaciones fallaba. Cierto que lo único que había hecho era repasar los dos días anteriores al examen y repetido un par de ejercicios prácticos, pero nunca había necesitado más. Era consciente de no haber sabido parte de las cuestiones en los exámenes, pero creía que tendría notas mediocres, nunca suspensos. Me negaba a reconocer que había considerado sobrehumanas mi inteligencia y mi capacidad de retención, y que era imposible remontar una carrera universitaria con mi sistema. No comprendía cómo personas obviamente menos brillantes que yo habían aprobado todas, o casi todas. La respuesta era que ellas estudiaban.

Las notas llegaban por correo a casa, pero yo secuestraba las cartas antes de que mis padres pudieran leerlas. Les dije que había suspendido dos, y aunque no les sentó bien, no me dijeron nada. Creyeron mis explicaciones sobre la dificultad de las asignaturas y la inflexibilidad de los profesores, y aunque no se dejaron engañar y eran conscientes de que había estudiado muy poco, me dejaron tranquila.

Mi propósito había sido organizar inmediatamente un programa de estudios durante todo el verano, con horas fijas y descansos en los días de fiesta. No presté atención al hecho de que nunca había sido capaz de adaptarme a una disciplina de estudios, y que una vez más me imponía metas con un rigor inflexible. Como era de esperar, me salté todos mis límites. Me entraba tal grado de angustia cada vez que me sentaba con los apuntes, que hacía cualquier otra cosa: dibujaba, o escribía cartas a mis amigos, a los que no vi durante el verano, o pasaba las horas con la vista fija en el papel, mientras mi madre leía en la misma habitación que yo, medio acompañándome, medio vigilando mi comportamiento.

Cuando la angustia era demasiado intensa, les decía que iba a casa de una amiga a por apuntes, o a estudiar, compraba chucherías en cualquier tienda y me iba al parque a comerlas. Me sentía muy desgraciada, y creía que cada una de mis iniciativas terminaba en fracaso. Vivía en un continuo estado de nerviosismo, porque temía que mis padres descubrieran que seguía comiendo y vomitando (yo les había dicho repetidas veces que ya no lo hacía) y ahora, además, sentía pánico a que se enteraran de que les había mentido respecto a mis notas.

No cumplí ni un solo día los objetivos de estudio, de modo que mi verano se arruinó y no aprobé ninguna de las asignaturas. Lo acepté, como era habitual en mí, con resignación, como justo castigo a no haber obrado correctamente, sin lamentarme por las horas perdidas que podría haber disfrutado aquel verano. Al fin y al cabo, ¿cómo hubiera podido disfrutar estando tan gorda? La playa, las fiestas nocturnas quedaban reservadas para las diosas esbeltas, las que aparentemente vivían una existencia plácida y sin problemas, y sabían cómo manejarse entre el ocio y los deberes.

Regresé a la universidad para repetir curso sintiéndome de antemano fracasada, y con una mentira más sobre mi conciencia: oculté a mis padres los suspensos, y les hice creer que había pasado a segundo. Tampoco les dije que ya no iba a la academia, y acepté sin un solo comentario el dinero que me dieron para la matrícula y me lo gaste en mis festines particulares. Me despertaba por la noche con pesadillas en las que me descubrían y me echaban de casa, o me presentaba a exámenes que no había preparado. Otras veces soñaba que nada de esto había pasado, y cuando me levantaba por la mañana sentía ganas de llorar al ver en qué había convertido mi vida: una serie de mentiras y de atracones. Si alguien descubriera mi podrido interior, mis nuevos amigos de la universidad huirían de mí.

A menudo intuía que, pese a vivir con el resto de la gente de mi edad, acudir a su misma clase, compartir su mismo tiempo libre, ellos estaban en conocimiento de secretos que para mí eran inimaginables. Daban por supuesto ideas o situaciones que yo ni siquiera sospechaba. Esos momentos me revelaban una Gloria ingenua, un poco infantilizada, en su propio mundo, posiblemente sobreprotegida, que daba al traste con la imagen que a mí me complacía ofrecer, madura, segura, responsable, un poco irónica y un punto agresiva. Cualquier cosa menos ser una de las dulces y parpadeantes criaturas queme rodeaban.

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