Cuando comer es un infierno (9 page)

Por esa época había muerto bastante gente a mi alrededor: no únicamente los abuelos, los mayores, los que aguardaban la muerte o de los que se esperaba que no duraran, sino también gente de mi edad, jóvenes sorprendidos en accidentes o enfermedades, un niño debido a un descuido médico, un par de vecinos, casi todos por causas inesperadas. Mi antiguo pavor, mezclado con fascinación, por la muerte, regresó. Sentía miedo a dormir, y a no poder despertar nunca. Tenía pesadillas complejas, como las muñecas rusas, en las que despertaba una y otra vez para encontrar que vivía en una realidad horrorosa. A veces, cuando caminaba por el campus, me asaltaba el pánico de no saber si estaba soñando o si había despertado. Sufría dificultades para concentrarme, y no me ocupaba de las clases ni de los libros. Confiaba en que me resultaría tan sencillo sacar buenas notas como en el colegio.

Aunque perdí el anterior grupo de amigas (ninguna de ellas estaba en la universidad, y todas habían encontrado novio, con lo que se atenuaba la necesidad de dependencia de afectos y opiniones entre nosotras), para mi sorpresa me encontré pronto formando parte de una pandilla de amigos. No se parecía en nada a lo que yo estaba acostumbrada: para comenzar, era un grupo mixto, y para continuar, el objetivo de reunimos no era flirtear, o quejarnos. Aparentemente, nos interesaba lo que los otros tenían para ofrecer, y charlábamos durante horas, cambiábamos libros, apuntes de otros años, íbamos al cine.

Fue una revelación: de pronto descubría que no era alguien intratable y extraño, sino que mis peculiaridades podían resultar atractivas a otras personas. Para cubrir mi timidez adopté la costumbre de mostrarme extravertida, alborotadora y un poco radical, y eso me hizo ganar fama de una arrolladora seguridad en mí misma. Me gustaba aquella reputación: me gustaba creerla, y actuar con acuerdo a ella. Al fin y al cabo, no hacía sino aplicar las bases que me habían enseñado en la academia de teatro.

A la que ya no asistía. Mis padres no lo sabían, y creían que continuaba manteniendo las clases, y que progresaba. En cambio, me marchaba con mis amigos a una cafetería a charlar. Ellos pedían un café, yo un pastel. O dos. O tres. Alguna vez me hicieron bromas sobre mi apetito desmesurado, pero ninguna de ellas me pareció ofensiva. O quizás fuera que yo había ganado, seguridad y no me ofendí, o que estaba tan desesperada que las asumía como naturales.

Mis amigos sabían que faltaba a la academia, y creían que debía contárselo a mis padres. La idea de enfrentarme a ellos y plantear que renunciaba a algo por lo que había insistido tanto se me hacía insoportable. No después de las disputas que habían tenido durante el curso anterior por culpa de mis hábitos alimenticios. De modo que callaba, mentía, me alegraba de que los profesores no llamaran para preguntar por mí, y me sentía aliviada, lejos de las aspiraciones de mis fatuos compañeros y la crueldad de la exhibición en el escenario.

Pese a que apenas pisaba mis clases en la universidad, encantada con la falta de control, el primer año en el campus amplió tremendamente mis perspectivas. Aceptaba sin planteármelo los velados ánimos de los profesores para que no acudiéramos a clase y las insinuaciones de que éramos demasiados, de que en especial las chicas no superaríamos la competencia de la carrera y el mundo laboral. Por primera vez me planteaba mi papel como mujer en el mundo, y veía sus desventajas y exigencias.

Comprendí poco a poco que a mi generación se nos exigían requisitos contradictorios, y que cuando cumplíamos uno era poco menos que imposible satisfacer el otro: mi carrera en la universidad me obligaba a desarrollar una agresividad que no era natural en mí, y enfrentarme en la lucha, con todas mis armas, para anular a mis compañeros. No tenía ninguna garantía de que eso mejorara cuando fuera una profesional. Las charlas dadas por arquitectas me mostraban mujeres de una obstinación y unos conocimientos inmensos, que se expresaban con argumentos casi tan acerados como los que yo fingía con mis amigos. Todas ellas estaban delgadas, y se esforzaban por cuidar su aspecto.

Por supuesto, el siguiente requisito que se nos exigía era que fuéramos dulces y ligeramente pasivas, que aspiráramos a una relación estable, seguida de matrimonio y maternidad. Lo contrario era poco femenino. Nos anulaba como sexo, nos restaba belleza.

No era posible decantarse por uno de ellos, porque los ejemplos que me rodeaban me demostraban que, frente a la opinión pública, tan fracasada se consideraba a la mujer trabajadora sin pareja como a la madre que había renunciado a trabajar por su familia. Y ante todo, había que mantener la apariencia: las madres visibles, las de los anuncios, las que pertenecían a la aristocracia o la jet-set conservaban la esbeltez, la sonrisa, la elegancia.

Las profesionales, con aún más ahínco. ¿Qué elegir, qué elegir? ¿Cómo enfrentarse a ello con dieciocho años, una edad en la que se necesitan criterios claros y coherentes? En realidad todo consistía en ser Barbies, en poseer un cuerpo perfecto. Con qué se nos vestía, fuera de Barbie mamá o de Barbie ejecutiva, carecía de importancia.

Yo veía a mi madre, a la que siempre había adorado, y entendía bien su frustración. Intentaba ocupar el tiempo libre que yo le había dejado en algo, y por las tardes asistía a cursillos de manualidades y cultura general. Se lamentaba, a veces de manera sutil, otras sin ocultar nada, de cómo había desperdiciado su vida. Aunque siempre salvaba el que yo hubiera nacido y le hubiera dado tantas alegrías, afirmaba que desde su juventud no había hecho otra cosa más que cometer errores. No hacía falta mirar demasiado para comprobar cómo se había anulado, cómo no había conservado el menor espacio, ni literal ni figurado, para ella misma. Por mucho que la quisiera, yo no podía tolerar en mí una vida como ésa.

Discutíamos menos, aunque los conflictos por la comida no desaparecieron, y poco a poco me convertí en su confidente. Me hablaba de sus problemas, incluidos los de su relación con mi padre, y yo en un principio acogí con alegría ésa confianza. Me permitía convertirme, de alguna manera, en adulta, en su protectora. Como elegí creer a mi madre, tuve que transformar a mi padre en el opresor, en quien no nos permitía cumplir a ninguna de las dos, mujeres sensibles, ninguna de nuestras ambiciones. Acumulé una gran cantidad de resentimiento secreto contra él.

Cuando yo llegaba de la universidad, mi madre no estaba en casa. Eso me encantaba, me daba cierta sensación de autonomía. Comía lo que me había dejado preparado, y, por lo general, picaba algo de la nevera o del congelador. Otras veces tiraba la comida. Me encontraba en un día de ayuno, y no quería engordar. En esas ocasiones, irremediablemente, por la noche necesitaba atracarme.

Mi vida, que estaba tan vacía que necesitaba completarla con comida, llenar los huecos con atracones, calmó un poco su hambre con la lectura de informes y ensayos sobre la mujer y sobre enfermedades alimenticias. En la universidad era posible acceder a estudios sobre la anorexia, y casi todos dedicaban una pequeña sección a la bulimia. Se la trataba por encima, y la impresión, tanto por la insistencia en ella como por los síntomas, era que la anorexia resultaba mucho más grave.

La mayor parte de los estudiosos (los libros eran antiguos, algunos de ellos meras descripciones de los síntomas y comportamientos) no ocultaban un cierto desprecio por las bulímicas. En comparación con la increíble fuerza de voluntad de las anoréxicas, las bulímicas parecían perezosas, pasivas, irreflexivas, incorregibles. Se insistía en las porquerías con las que se alimentaban, y en su falta de control, el pecado que yo consideraba más grave. Se describían sus hábitos como vergonzosos, y en consecuencia me sentía abochornada, aunque yo no cumpliera los requisitos más extremos de la enfermedad: nunca me había cortado, ni había robado comida en un supermercado, ni en casas ajenas. Nunca había comido restos de la basura, o productos para animales, o mi propio vómito.

Más adelante llegué a conocer a personas que habían hecho esas cosas, y no encontré nada despreciable en ellas. Habían perdido el límite. Habían llegado a considerar la señal normal de hambre como un fracaso, y se despreciaban mucho más de lo que cualquier investigador pudiera haber hecho.

Por primera vez sentí deseos de ser anoréxica. Al menos, ellas controlaban su vida, quizás hasta extremos peligrosos, pero ¿no era peligroso mi descontrol? Al menos, los psiquiatras les concedían que eran inteligentes y disciplinadas. Algunos apuntaban que la recuperación de la anorexia era también más sencilla, porque las enfermas, tan metódicas, sólo necesitaban cambiar de idea y luego aplicar esa constancia al tratamiento. Y además, estaban delgadas...

Leí con todo cuidado las descripciones de los comportamientos anoréxicos, e intenté imitarlos: los ayunos con agua y limón, la restricción extrema... Por suerte, me faltaban los rasgos de carácter y las circunstancias que pueden llevar a la anorexia. De otro modo, posiblemente me hubiera quedado enganchada en la terrible rueda de las dos enfermedades, con unos sufrimientos atroces, y un tratamiento mucho más largo y difícil. La vergüenza de ser bulímica no se reemplazó por el orgullo de ser anoréxica.

Cuando abordaban el tema de los atracones, encontraba por fin causas para ellos. Los científicos desvelaban lo que para mí había sido el mayor de los misterios. ¿Por qué había comenzado a atracarme, por qué a vomitar? Ellos hablaban de los atracones como reacción tras un periodo a dieta, cosa que tenía sentido para mí. Por aprendizaje, o por haberse dado en el entorno. Como anestésico, o como búsqueda inmediata de placer en una existencia triste y decepcionante. Y, sobre todo, por hambre afectiva, para sustituir otros afectos.

Esta última razón era la que más me satisfacía. Me permitía encontrar culpables (¿por qué los otros no me querían?) y pensar que cuando me sintiera querida mi problema desaparecería. En mi interior acusé a mis padres de frialdad y desapego. Ciertamente, mirando hacia atrás, toda mi vida había sido una infructuosa búsqueda de cariño, me decía, y olvidaba las demostraciones de afecto, explícitas o implícitas, de quienes habían vivido a mi alrededor.

Seguían sin explicarme por qué vomitaba, pero eso aún no me parecía importante. Sólo una práctica desagradable y necesaria. No encontraba otra manera de no engordar.

Averigüé que la anorexia no era una enfermedad nueva, aunque en los últimos años estaba aumentando: anoréxicas habían sido, o eso parecía, Elisabeth de Austria, Sissí, obsesionada con el ejercicio y la juventud, que se alimentaba con el jugo de la carne cruda y yemas de huevo; también Emily Bronté, con su ansia de fusión con el universo,

Lord Byron, el rebelde poeta, Kafka, y un buen número de santas que se dejaban morir de hambre ofreciendo su cuerpo a Dios a cambio de su alma.

Aprendí que existieron los ayunadores profesionales, personas que mantenían un peso anormalmente bajo y se exhibían como monstruos en ferias, y que durante el periodo Victoriano en Inglaterra una mujer bien educada no debía mostrar apetito: cuanto más pálida, delgada y enfermiza fuera, más sensibilidad y femineidad denotaba. Supe que desde el siglo XVI se encontraban casos de anorexia descritos, y que obedecían a otras razones fuera de las demandas de la delgadez actual. Aunque entonces los enfermos apenas comían y cuidaban y alimentaban a los demás, aunque compartían parte de las obsesiones, no rendían culto al cuerpo, sino a un valor místico o espiritual.

Sobre la bulimia, en cambio, el silencio. Se hablaba de los romanos y de su costumbre de vomitar tras los festejos y comilonas para poder seguir comiendo, pero no vi en ello sufrimiento, ni obsesión, sino una gula desmedida. Los primeros casos de bulimia habían sido diagnosticados en las dos últimas décadas. Un médico llamado Russell la había bautizado de esa manera en 1979.

Wallis Simpson, duquesa de Windsor, posiblemente anoréxica, hizo suya una frase que quizá otros hubieran mencionado antes: «Nunca se está lo suficientemente delgada ni se es lo suficientemente rica». Stephen King, persona exitosa como ella, pero posiblemente como ella desgraciado, añadió: «Y quien diga lo contrario nunca ha estado ni lo suficientemente gordo ni ha sido lo suficientemente pobre».

Entendía esas dos frases. Las entendía perfectamente. Hubieran podido convertirse en mi lema.

Sin previo aviso, sin que yo al menos pudiera detectar nada en el aire o en la conducta, la moda varió. Se hablaba de crisis, y de un cambio acorde con los tiempos. Fue nuevamente una revista la que evidenció ese cambio ante mis ojos: un artículo hablaba de las nuevas modelos, del final del reinado de las bellas, y enunciaba los nombres que destacarían en las nuevas temporadas. Entre ellas, Shalom, Patricia Hartman, Amber Valetta, Debbie Dietring, Cecilia Lancellor y la figura, destacando ya entre ellas, de Kate Moss.

Pocas veces he tenido la impresión tan clara de que me encontraba ante un cambio profundo social y personal. De un plumazo, todo lo que hasta entonces se había dado por válido, por digno de adoración, caía. La belleza de las
top
models
de medidas perfectas y rostros regulares se despreciaba («aburridas», decían ahora de ellas, «demasiada sofisticación», «caprichosas», «exuberantes»). El peso de las modelos, que nunca había sido similar al normal, decreció diez kilos. La propia Claudia Schiffer se tambaleó, para reaparecer en las pasarelas con siete kilos menos, dócil a las exigencias de la nueva temporada. Todos los medios de comunicación presentaban a estas chicas, algunos con ciertas dudas, y las revistas femeninas acogieron el cambio con alegría: daban por hecho que al alejarse de la perfección estándar sería más sencillo encontrar un modelo de belleza con el que identificarse.

A mí no me gustaban. Me parecieron feas, desgarbadas, y la ropa que lucían, hecha de harapos, restos hippies y superposiciones, resultaba imponible para quien mantuviera unas medidas normales. Sin embargo, estaba muy lejos de imaginar que aquellas muchachitas flacas y melancólicas, con aire desvalido y ojeroso, iniciaban entonces una influencia que no iba a disminuir en los años siguientes. Lejos de aproximar a la mujer de la calle una figura sana y lógica a la que parecerse, se nos recalcó la necesidad de perder peso.

Hasta entonces, y desde que yo tenía uso de razón, lo único que había variado de temporada en temporada era la ropa. Desde luego, en el inconsciente colectivo habitaba Twiggy, y flacas ideales como la Audrey de
Desayuno con diamantes o
Inés de la Fressange, pero eran excepciones en un mundo de mujeres bellas y curvilíneas. Ahora, con las modelos de la época grunge, era la complexión lo que tenía que variar, y junto con el aspecto físico, la actitud. La mujer segura de sí misma había ido perdiendo puntos durante los ochenta, y la conclusión en los noventa era que el esfuerzo no había servido de nada, y daba mejores resultados regresar a la pasividad, a la doliente indefensión de las vírgenes cloróticas del siglo XIX.

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