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Authors: Isaac Asimov

Cuentos paralelos (15 page)

Arvardan se sentía consumido. Notó que las gotas de sudor resbalaban perezosamente por sus sienes y sus mejillas.

—En ese caso está diciéndome —comentó en tono ronco— que la Tierra pretende dejar suelto este virus en la galaxia, que van a iniciar una gigantesca guerra bacteriológica...

—Una guerra que nosotros no podemos perder y que ustedes no pueden ganar. Exacto. Una vez iniciada la epidemia, millones de personas morirán a diario y nada podrá contenerla. Los que impulsados por el pánico huyan en naves espaciales serán portadores del virus, y si alguien intenta hacer estallar planetas enteros, siempre será posible iniciar de nuevo la epidemia en nuevos centros. No existirá motivo alguno para relacionar el problema con la Tierra. Cuando nuestra supervivencia empiece a ser sospechosa, el estrago habrá progresado tanto, la desesperación de los galácticos será tan honda que nada les importará.

—¿Y todos morirán?

El horror impresionante no calaba: no podía hacerlo.

—Tal vez no. Nuestra nueva ciencia bacteriológica sirve en ambos sentidos. También tenemos la antitoxina y los medios para producirla. Podría usarse en caso de rendición temprana.

En la horrible negrura que siguió, la voz de Shekt sonó débil y fatigada. Durante esa negrura Arvardan no pensó ni por un momento en dudar respecto a la veracidad de cuanto había escuchado, la horrible verdad que de un solo golpe anulaba las posibilidades en contra de veinticinco mil millones contra uno.

—No es la Tierra la que está haciendo esto. Un punado de líderes, depravados por la presión gigantesca que bs excluyó de la galaxia, que odian a quienes los dejaron fuera, que desean como locos devolver el golpe cueste lo que cueste. . .

»En cuanto empiecen, la Tierra tendrá que seguirlos. ¿Qué otra cosa podrá hacer? Por su tremenda sensación de culpabilidad, tendrá que concluir la tarea empezada. ¿Podrá tolerar que sobreviva gran parte de la galaxia y arriesgarse al castigo? Y de todas formas, ¿puede evitarlo? Seguramente algunos rincones apartados se salvarán, otros podrían estar inmunizados... Suficientes personas para recordar el odio eterno que se producirá, y para vengarse.

»Y yo, antes que extraterrestre, soy hombre. ¿Deben morir billones en provecho de millones? ¿Debe derrumbarse una civilización extendida por la galaxia en provecho del resentimiento de un planeta, por muy justificado que esté? ¿Y quedaremos en mejor situación gracias a eso? La fuerza de la galaxia seguirá residiendo en los mundos dotados de los recursos necesarios..., y nosotros no tenemos recursos. Incluso es posible que los terrestres gobiernen en Trantor durante una generación, pero sus hijos serán trantorianos y a su vez despreciarán a los que permanezcan en la Tierra.

»Y además, ¿qué ventaja hay para la humanidad si cambia la tiranía de la galaxia por la tiranía de la Tierra? No, no, debe haber una salida para todos los hombres, un camino hacia la justicia y la libertad.

Sus manos se alzaron hasta su cara y la cabeza de Shekt se meció suavemente tras los nudosos dedos.

Arvardan lo había escuchado todo sumido en una niebla de estupor.

—No hay traición en lo que usted ha hecho, doctor Shekt —murmuró —. Al contrario, veo en usted la unidad de la raza humana. ¿Cómo podemos impedir esto? ¿Cómo?

Se oyó ruido de pasos acelerados, una cara asustada entró de pronto en la habitación y la puerta quedó abierta.

—Padre. . . Vienen hombres por el camino de acceso.

El doctor Shekt palideció.

—Deprisa, doctor Arvardan, por el garaje. —Estaba dándole violentos empujones—. Vaya a ver a Ennius. Cuéntele todo esto. Llévese a Pola, y no se preocupe por mí. Yo los frenaré.

Pero un hombre ataviado con una túnica verde les aguardaba cuando se volvieron. Esbozaba una sonrisa apenas visible y empuñaba, como si tal cosa, un látigo neurónico, el arma que aturdía con el máximo dolor posible. Se oyó un estruendo de puñetazos en la puerta principal, algo que se derrumbaba y ruido de pies moviéndose pesadamente.

—Es el secretario del primer ministro —murmuró el desesperado doctor Shekt.

—Cierto. —El hombre de la túnica verde avanzó—. Y casi se ha salido con la suya. Pero sólo casi... Hum, una mujer también. Poco discreto. . . Y nuestro amigo imperial, el inocente arqueólogo.

—Soy ciudadano galáctico —dijo con firmeza Arvardan— y niego su derecho a detenerme, o lo que es igual, a entrar en esta casa sin autoridad legal.

—Yo —y el secretario tocó suavemente su pecho con la mano desocupada— soy todo el derecho y la autoridad de este planeta… y antes de un mes, tal vez de la galaxia... Ya los hemos cogido a todos, incluso al agente T.

—¿El agente T? —preguntó llanamente Arvardan.

—El hombre que se hace llamar Joseph Schwartz. También él está detenido, y le está esperando.

Lo último que vio Arvardan fue una sonrisa que se hacía más amplia..., y el destello del látigo. Se desplomó y perdió el conocimiento después de una llamarada carmesí de dolor.

Intermedio

Y de este modo, como ya se explicó con anterioridad, ambos extremos se unen en el centro. Hemos seguido primero a Joseph Schwartz y después a Bel Arvardan y ambos ahora acaban unidos. En realidad la situación que comparten no es cómoda, puesto que la reunión tiene lugar en condiciones más bien desesperadas para los dos.

Sin embargo, queda la tercera parte en la que nos ocuparemos de la reunión y seguiremos los restantes hechos, que interesan por igual y simultáneamente a ambos personajes.

En consecuencia, el diagrama de este relato podría ser el siguiente:

Por tanto, como ven, he hecho la narración partiendo de ambos extremos en dirección al centro, como prometí.

El motivo de tratar el tema con tanto detalle, supongo, es que casi todos los autores tienen necesidad de explicar la estructura física de sus relatos, algo distinto de pormenores secundarios como argumentos y clímax. Finalmente, he dado satisfacción a dicha necesidad. Fascinante, ¿no les parece?

3ª Parte

JOSEPH SCHWARTZ Y BEL ARVARDAN

13. Coalescencia

De momento, Schwartz descansaba nerviosamente en el duro banco de una de las salas subterráneas del edificio correccional de Chica.

El «Edificio», como se lo denominaba normalmente, era el gran símbolo del poder local del primer ministro y su camarilla. Alzaba su tétrica sombra en una elevación angulosa y rocosa que oscurecía los barracones imperiales situados en las cercanías, del mismo modo que su sombra se aferraba al malhechor terrestre mucho más que la autoridad no ejercida del Imperio.

Entre sus paredes, más de un terrestre en siglos pasados había aguardado el juicio previsto para los que falsificaban o no cumplían los cupos de producción, los que vivían más años que los legales o silenciaban los delitos de otras personas o los acusados de tentativa de subversión del gobierno local. De vez en cuando, si los prejuicios locales de la justicia terrestre resultaban especialmente ilógicos para el gobierno imperial de la época, por lo general sofisticado e indiferente, el procurador podía anular una condena, aunque ello derivaba en insurrecciones o, como mínimo, alborotos violentos.

Normalmente, si el Consejo solicitaba la pena de muerte, el procurador accedía.

Desde luego, Joseph Schwartz no sabía nada de esto. Para él el conocimiento se reducía a una pequeña habitación con las paredes impregnadas de una luminosidad francamente débil y un mobiliario formado por dos duros bancos y una mesa, más una cavidad en la pared que hacía las veces de lavabo y retrete al mismo tiempo. No había ventanas para echar una ojeada al cielo y la corriente de aire que llegaba a la habitación por el pozo de ventilación apenas era perceptible.

Schwartz se acarició el cabello que circundaba su calva y se irguió con aire desconsolado. Su tentativa de huida a ninguna parte (¿en qué lugar de la Tierra iba a estar a salvo?) había sido breve, nada fácil y había terminado allí.

Sin duda alguna había sido una tentativa estúpida e inútil. . .

Pero sabía tan poco sobre aquel mundo horrible... Marcharse de noche o a campo través le habría enmarañado en misterios, le habría lanzado hacia el peligro de los focos radiactivos de los que él no sabía nada... Y por eso, con el arrojo de la persona que no tiene elección, había iniciado la marcha por la autopista en pleno mediodía.

En ningún momento olvidó la existencia de aquel contacto mental enemigo que durante seis meses había estado vigilándole..., y que le siguió en su huida. Jamás vio a persona alguna. En realidad no se atrevía a mirar, a volver la cabeza, a demostrar que distaba mucho de sentirse tranquilo. Porque al principio, cuando miró y trató de eliminar al hombre que le seguía, el contacto mental sufrió un cambio sutil. De la simple amenaza pasó a la precaución, de la precaución a la duda. . ., y Schwartz supo que su Némesis estaba armada, que si él, Joseph, demostraba saber que se hallaba en peligro, le abatirían en vez de permitirle huir...

Por eso siguió andando, sabiendo que seguía dentro del radio de acción de un arma mortífera. Su espalda permaneció rígida a la espera de algún peligro desconocido. ¿Qué se siente al morir? ¿Qué se siente al morir?... Ese pensamiento iba dándole empujones, siguiendo el compás de sus pasos, daba tumbos en su cerebro, reía tontamente en su subconsciencia hasta que se hizo insoportable.

Se dirigió hacia el borde cubierto de hierba de la autopista. Había descendido un declive suave y casi un kilómetro de terreno se extendía en dirección ascendente hasta terminar abruptamente con su color verde y gris recortado sobre el fondo del cielo. ¿Había una interrupción en la campiña, allí arriba? ¿Sería un rasgo nuevo y mortífero del contacto mental? ¿Estaban levantando un arma? ¿Estaban apuntándole?

Chilló al vacío que contemplaba, agitó los brazos con furia.

—¡Déjame en paz, por favor! ¿Qué te he hecho yo?... ¡Vete!... ¡Vete!

Concluyó con un quebrado aullido, con la frente acanalada por el odio y el miedo a la criatura que le acechaba y la mente rebosante de hostilidad. Sus pensamientos se lanzaron contra el contacto mental para tratar de eludir su pegajosidad, para librarse de su aliento. . .

Y el contacto mental desapareció. De pronto, desapareció por completo. Schwartz captó momentáneamente un dolor abrumador, no en él, sino en el otro..., y luego nada: ningún contacto mental. Había desaparecido como la presa de un puño que pierde fuerza y queda inerte.

Schwartz aguardó largo rato...

Nada, ningún contacto mental...

Se volvió y siguió andando. El contacto mental no reapareció.

De vez en cuando pasaba algún vehículo. Ninguno se detuvo para recogerle, y Schwartz se alegró de ello. Durmió al aire libre aquella primera noche y la mañana siguiente llegó a las afueras de Chica.

Fue un error.

Schwartz se excusó por ello de muchas formas mientras permanecía sentado en la dureza del banco de la celda. Él era hombre de ciudad. Había estado en Chica una vez, mientras que el resto de la Tierra le resultaba totalmente extraño. Podría perderse en el anonimato de las multitudes. Incluso podría conseguir un empleo. . .

Pero fue un error, a pesar de todo.

Llegó a primeras horas de la mañana y el movimiento de la muchedumbre era escaso y esporádico, pero aun así los contactos mentales por primera vez eran numerosos, detalle que le sorprendió y confundió.

¡Cuántos! Algunos suaves y difusos, otros agudos e intensos: hombres que pasaban con minúsculas explosiones en sus mentes, otros con nada dentro del cráneo excepto quizás una suave reflexión sobre el desayuno recién completado.

Al principio, Schwartz volvía la cabeza y daba un brinco en cuanto alguien pasaba cerca, al considerar a todos contactos personales. Pero antes de una hora aprendió a no hacerles caso.

Escuchó palabras que jamás había oído en la granja, frases raras, espectrales, inconexas y fustigadas por el viento, muy distantes, muy distantes... Y con ellas, emociones vivas y espeluznantes y otros detalles sutiles que es imposible describir, de tal modo que el mundo era un panorama de vida en ebullición visible tan sólo para Schwartz.

Descubrió que podía penetrar en los edificios mientras caminaba, proyectar su mente como si la tuviera cogida con una correa, algo capaz de escurrirse por rendijas invisibles a simple vista y extraer la esencia de los pensamientos más recónditos de las personas.

Se detuvo ante un edificio enorme con fachada de piedra, ya que allí se encontraba un lejano contacto mental que podía significar empleo para él. Estaban solicitando trabajadores... Justo en ese instante, Schwartz descubrió que estaba hambriento.

Entró en el edificio, donde no tardó en ser ignorado por todos los presentes. No había tenido oportunidad de leer el lenguaje de aquella nueva Tierra, sólo había aprendido a hablarlo y entenderlo, de modo que los letreros de orientación carecían de significado para él. Tocó el hombro de alguien.

—¿Dónde debo solicitar empleo, por favor?

—¡En aquella puerta!

El contacto mental que le llegó rebosaba de irritación y recelo.

Se metió por la puerta que le habían indicado y encontró al tipo delgado del mentón puntiagudo que le lanzó una andanada de preguntas y manejaba la máquina clasificadora en la que tecleaba las respuestas.

Schwartz tartamudeó mentiras y verdades con igual indecisión.

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