Cuentos paralelos (18 page)

Read Cuentos paralelos Online

Authors: Isaac Asimov

—Ya lo tengo —intervino quedamente Schwartz.

—¿A quién? —preguntaron los dos científicos al mismo tiempo.

—Al secretario. Es su contacto mental, lo sé.

—No lo pierda.

Arvardan casi dio una vuelta completa al tratar de urgir a Schwartz..., y cayó de la silla, de tal forma que quedó tendido en el suelo con una pierna medio paralizada moviéndose inútilmente a fin de actuar como palanca para levantar su cuerpo.

—Vacíele la cabeza. Obtenga toda la información posible.

Schwartz se esforzó hasta que empezó a dolerle la cabeza. Hasta ese momento los contactos mentales Llegaban a él, no él a ellos. No había podido eludirlos. Pero ahora tuvo que cerrar los puños, arañar con los zarcillos de su mente, a ciegas, con torpeza, igual que un niño de meses que extiende sus dedos, unos dedos que aún no sabe utilizar, hacia un objeto que no puede tocar. Con grandes esfuerzos, Schwartz captó jirones.

—¡Triunfo! Él está seguro de los resultados... Algo sobre proyectiles espaciales... Los ha activado... No, no los ha activado. Es otra cosa. . . Le complacen los proyectiles espaciales. . .

—¿Qué son esos proyectiles espaciales? —inquirió Arvardan.

—No lo sé —gimió Schwartz—. Hay proyectiles espaciales en sus pensamientos... No capto la imagen... Esperen, esperen... Naves pequeñas…, naves pequeñas sin tripulación... No veo nada más.

Shekt lanzó un gruñido.

—¿No lo comprendes, Arvardan? Son misiles guiados automáticamente para transportar el virus. . . Apuntados a diversos planetas. . .

—Pero ¿dónde los guardan? —insistió Arvardan—. Busque, hombre, busque...

—Hay un edificio. No..., no lo veo bien... Cinco puntas..., una estrella… y Sloo...

—Ya está —intervino de nuevo Shekt—. ¡Por todas las estrellas de la galaxia, ya está! El templo de Senloo. Está rodeado por bolsas radiactivas. Nadie irá nunca allí excepto los Antiguos. ¿Está en un rio, Schwartz?

—Sí..., Sí. Sí.

—¿Cuándo, Schwartz, cuándo?

—No veo el día, pero pronto. . ., pronto. . . La mente del secretario bulle con esa idea. . . Será muy pronto.

También la cabeza de Schwartz parecía bullir a causa del esfuerzo.

Arvardan se sentía agotado y febrilento cuando por fin logró apoyarse en manos y rodillas, pese a que tanto unas como otras temblaban y cedían bajo el peso del cuerpo.

—Schwartz, atiéndame —le instó—. Quiero que haga una cosa.

Pero Schwartz estaba tartamudeando.

—Se acerca... Viene hacia aquí... Y va a ordenar que nos maten. . . Tiene esa idea fija en lo más profundo de su mente...

Su voz se apagó e interrumpió en el momento en el que se abría la puerta.

Y entonces Arvardan se sintió muy, muy desesperado.

15. ¡Duelo!... con y sin armas

El secretario habló en tono frío y burlón.

—¡Doctor Arvardan! ¿No sería preferible que volviera a su asiento?

Arvardan alzó los ojos para mirarlo, consciente de la cruel indignidad de su postura, pero no había nada que responder y no respondió. Poco a poco sus doloridas extremidades fueron levantándolo del suelo. Aguardó donde estaba, respirando con dificultad y esperando ansiosamente un retraso. Si sus piernas pudieran girar un poco más, si pudiera lanzarse, si pudiera asustar al frío maniaco y obligarlo a usar el arma...

No era el látigo neurónico el arma que pendía suavemente del cinto liso y reluciente que sujetaba la túnica del secretario. Era un desintegrador de considerable tamaño capaz de despedazar en átomos a una persona en un instante dado, una muerte rápida totalmente insensible para la víctima.

Fue extraño que en ese momento los pensamientos en Pola se aferraran a él, extraño que él tuviera tantos deseos de vivir...

—Todos tienen peor aspecto pese a mi ausencia... ¿Tienen algo que decirme? —preguntó el secretario.

Era evidente que no e igualmente obvio que el secretario no quedó complacido por ello.

—No importa —prosiguió—. Su información ha dejado de ser importante. Hemos adelantado la hora del ataque. Había pensado que la reserva de virus era menor... Son asombrosos los resultados de la presión, incluso en personas que juran que es imposible más rapidez.

En este momento intervino Schwartz con voz ronca.

—Dos días... Menos... Veamos... El martes..., a las seis de la mañana, hora de Chica.

El desintegrador estaba en la mano del secretario. Éste se acercó con bruscas zancadas y se situó amenazadoramente junto a la encorvada figura de Schwartz.

—¿Cómo lo ha sabido?

Schwartz se puso tenso. En algún lugar de su cerebro unos zarcillos se agruparon y buscaron su presa. En el aspecto físico, los músculos de las mandíbulas quedaron vigorosamente apretados y las cejas encogidas hacia abajo, pero todo ello carecía de importancia. En el interior del cerebro había algo que se proyectó y aferró con fuerza el contacto mental del otro hombre.

Para Arvardan la escena fue irrelevante durante unos segundos preciosos, unos segundos mal empleados. El repentino silencio y la inmovilidad del secretario no eran significativos.

—Ya lo tengo... —murmuró el jadeante Schwartz—. Cójanle el arma… no podré resistir...

La voz se apagó tras un gorjeo.

Y Arvardan lo comprendió. Con un brusco esfuerzo se puso de nuevo a gatas. Acto seguido, mientras sus dientes rechinaban, se levantó simplemente porque no le quedaba más remedio y logró permanecer erguido aunque tambaleante.

El secretario parecía petrificado por la mirada de Medusa. En su frente lisa y sin arrugas iba formándose sudor y su semblante inexpresivo no reflejaba emoción alguna... Sólo la mano derecha, la que sostenía el desintegrador, mostraba señales de vida. Un observador atento habría visto que esa mano se movía a tirones infinitesimales, habría percibido la extraña presión que ejercía un dedo sobre el botón de disparo, una presión suave, insuficiente para causar daño pero progresiva, progresiva...

—Agárrelo con fuerza —dijo Arvardan en pleno esfuerzo, con júbilo feroz. Se apoyó en el respaldo de la silla y trató de recobrar el aliento—. Tengo que acercarme a él.

Sus pies se arrastraron. El arqueólogo se encontró sumido en una pesadilla; tuvo que vadear un río de miel, nadar en alquitrán, avanzar tirando de su cuerpo con la mano apoyada en los respaldos de una hilera de asientos hasta situarlo a la misma altura, extender otra vez las manos hacia otra hilera, despacio, muy despacio, y vuelta a empezar.

Desconocía el terrible duelo que estaba teniendo lugar ante él.

El secretario sólo tenía una meta: ejercer con el pulgar derecho una fuerza minúscula… ochenta y cinco gramos exactamente, ya que ésa era la presión que precisaba el desintegrador para funcionar. A tal fin su mente únicamente tenía que dar la orden a un tendón tembloroso ya medio contraído.

Schwartz sólo tenía una meta: frenar esa presión..., pero con la rudimentaria masa de sensaciones que le ofrecía el contacto mental del otro hombre no podía saber qué zona en particular estaba relacionada con aquel pulgar. Por eso estaba dirigiendo sus esfuerzos a la producción de un éxtasis, un éxtasis total…

El contacto mental del secretario se agitó y se revolvió contra la sujeción. Era una mente rápida y de inteligencia temible la que desafiaba el inexperto control de Schwartz. Durante unos segundos permanecería en reposo, a la espera. Luego, con un esfuerzo terrible y desgarrador tiraría de algún músculo. ..

Para Schwartz fue igual que si hubiera estado haciendo un combate de lucha libre con la obligación de mantenerlo a toda costa, aunque su rival estuviera haciéndole rodar impulsado por el furor.

Pero nada de esto era visible. Sólo se veían los nerviosos movimientos de la mandíbula de Schwartz al cerrarse y abrirse, los labios temblorosos, ensangrentados por los dientes..., y un ligero movimiento ocasional del pulgar del secretario, tenso, muy tenso...

Arvardan hizo una pausa para descansar. El dedo que tenía extendido tocaba ligeramente el tejido de la túnica del secretario, y el arqueólogo no podía seguir moviéndose. Sus atormentados pulmones no podían bombear el oxígeno que sus piernas paralizadas precisaban. Sus ojos no podían ver a causa de las lágrimas provocadas por el esfuerzo, su mente no podía pensar entre la neblina del dolor.

—Sólo unos segundos más, Schwartz —dijo jadeante—. No deje que se mueva, no deje que se mueva.

Schwartz meneó la cabeza despacio, muy despacio.

—No puedo..., no puedo...

Y en realidad, para Schwartz el mundo entero estaba deslizándose hacia un caos nebuloso, desenfocado. Los zarcillos de su mente estaban cada vez más rígidos y faltos de elasticidad.

El pulgar del secretario presionó de nuevo el botón de contacto. Su dedo no descansaba, la presión aumentaba en pequeñísimas cantidades.

Schwartz notó la hinchazón de sus globos oculares, la serpenteante expansión de las venas de su frente. Percibió la espantosa sensación de triunfo que iba formándose en el cerebro del otro hombre.

Y en ese momento Arvardan atacó. Su cuerpo rígido y rebelde se dejó caer hacia delante, con las manos extendidas y preparadas para agarrar.

El secretario, indefenso a causa de la presa mental que sufría, cayó junto con Arvardan. El desintegrador salió despedido hacia un lado y resonó en el duro suelo.

Schwartz notó que la mente cautiva se liberaba con un último esfuerzo y cayó de espaldas, con el cerebro sumido en una enmarañada jungla de confusión.

El secretario se debatió furiosamente bajo el aferrado peso muerto del cuerpo del arqueólogo. Le hundió una rodilla en la entrepierna con una fuerza brutal mientras lanzaba el puño hacia el pómulo de Arvardan. Levantó a éste, golpeó… y Arvardan rodó por el suelo sintiendo toda suerte de dolores.

El secretario se levantó dando tumbos, jadeante y desaliñado… y quedó inmóvil otra vez.

Frente a él se hallaba Shekt medio reclinado. La mano del físico, con el tembloroso apoyo de la izquierda, sostenía el desintegrador, y a pesar de los temblores, el arma apuntaba al secretario.

—¡Pandilla de imbéciles! —chilló el secretario, sofocado por la cólera—. ¿Qué esperan conseguir? Solo tengo que alzar la voz...

—Y usted, como mínimo, morirá —respondió débilmente Shekt.

—No conseguirá nada matándome —dijo con amargura el secretario—, y usted lo sabe. No salvará el Imperio por el que nos ha traicionado..., y ni siquiera se salvarán usted y sus amigos. Entrégueme ese arma y quedará en libertad.

El secretario extendió una mano, pero Shekt se echó a reír.

—No estoy tan loco como para creerlo.

—Tal vez no, pero está prácticamente paralizado.

Y el secretario se desplazó de pronto hacia la derecha, con mucha más celeridad que la debilitada muñeca del físico para mover el desintegrador.

Pero en ese momento la mente del secretario, mientras éste se disponía a dar el salto definitivo, estaba concentrada por completo en el desintegrador cuyo disparo pretendía eludir. Schwartz proyectó su mente una vez más para dar la estocada final y el secretario resbaló y se desplomó igual que si le hubieran aporreado.

Con gran esfuerzo, Arvardan había logrado ponerse en pie. Su mejilla estaba enrojecida e hinchada, y el arqueólogo cojeó al acercarse.

—¿Puede moverse, Schwartz?

—Un poco —fue la fatigada respuesta—.

Schwartz se levantó lentamente de la silla.

Arvardan se inclinó sobre el postrado Antiguo y le echó la cabeza hacia atrás, con poca delicadeza.

—¿Vive?

Buscó en vano el pulso con las todavía entumecidas puntas de los dedos y luego colocó la palma de la mano bajo la túnica verde.

—Su corazón late —dijo—. Tiene usted poderes peligrosos Schwartz... ¿Qué hacemos ahora?

—La guarnición imperial de Fort Dibburn está a menos de un kilómetro —dijo Shekt—. Una vez allí estaremos a salvo y podremos informar a Ennius.

—¡Una vez allí! Debe de haber cien guardianes afuera, y centenares más entre este lugar y la guarnición...

—Todavía tenemos a Schwartz.

El rollizo terrestre alzó y sacudió la cabeza al oír su nombre.

—No lo hago muy bien. No puedo tener inmovilizado al secretario demasiado tiempo.

—Porque no está acostumbrado —dijo enérgicamente Shekt—. Escuche, tengo ciertas nociones sobre lo que usted hace con su mente. Es una estación receptora para las ondas electromagnéticas del cerebro. Creo que usted también puede emitir. ¿Me entiende?

Schwartz parecía penosamente inseguro.

—Debe entenderlo —insistió Shekt—. Tendrá que concentrarse en lo que usted desea que haga él, y antes devolveremos el desintegrador al secretario.

—¿Qué?

El grito de indignación fue claramente audible. Shekt alzó la voz.

—¡Él nos sacará de aquí! No podemos salir de otra forma, ¿no es cierto? ¿Y qué forma menos sospechosa que dejar ir armado al secretario?

—Pero, ¿y si no consigo dominarlo? —inquirió Schwartz.

Estaba flexionando los brazos, dándoles palmadas, intentando recobrar la sensación de normalidad.

—Es el riesgo que correremos. Pruebe ahora, Schwartz. Muévale el brazo.

Su tono era de súplica.

El secretario gimió desde el suelo, y Schwartz captó el contacto mental reavivado. En silencio, casi con miedo, dejó que la mente del otro cobrara fuerza..., y le habló. Fue una alocución sin palabras, la alocución muda que una persona envía a su brazo cuando desea moverlo, tan muda que ni siquiera el interesado la oye.

Y no fue el brazo de Schwartz el que se movió, sino el del secretario. El terrestre alzó la cabeza con una sonrisa feroz, pero Shekt y Arvardan sólo tenían ojos para el secretario: un cuerpo recostado con la cabeza elevándose, unos ojos en los que iba desapareciendo el rasgo vidrioso del desmayo y un brazo que de un modo extraño e incongruente se extendía a tirones formando un ángulo de noventa grados.

Schwartz se centró en su tarea.

El secretario se puso en pie con el cuerpo inclinado, prácticamente, aunque sólo en apariencia, como si perdiera el equilibrio. Y acto seguido empezó a danzar de un modo tan curioso como involuntario.

El baile carecía de ritmo, le faltaba belleza. Pero los tres que observaban, sobre todo Schwartz, pensaron que era un acto increíblemente admirable, ya que en ese momento el cuerpo del secretario se hallaba bajo el dominio de una mente no unida a él materialmente.

Other books

In Your Honor by Heidi Hutchinson
Taken By The Karate Instructor by Madison, Tiffany
Cerulean Sins by Laurell K. Hamilton
The Scarlet Pimpernel by Baroness Emmuska Orczy
Death By Supermarket by Nancy Deville
Dark Magic by B. V. Larson
To Tame a Tycoon by Judy Angelo
Pedigree by Patrick Modiano