Cuentos paralelos (33 page)

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Authors: Isaac Asimov

—Más probablemente estaría pidiendo que lo detuviesen y b pusiesen bajo observación por enfermedad mental. En los tiempos primitivos, cualquier implicación hecha seriamente sobre el viaje temporal era una pura locura.

—Muy bien. De un modo indirecto, así tendrá que ser. Debe parecerles perfectamente normal a los hombres del tiempo. Perfectamente normal. Y, con todo, debe ser obvio para nosotros. Muy obvio. Obvio al primer vistazo, porque tendremos que encontrarlo entre incontables artículos individualizados. Manfield, ¿cuál supone que debe ser su tamaño? ¿Son caros esos anuncios?

—Yo diría que son más bien moderados.

—Y, hablando de un modo ideal, para evitar el tipo erróneo de atención —dijo Twissell, debería ser más bien pequeño. Imagine, Manfield. ¿Qué tamaño?

Manfield extendió las manos.

—¿Media columna?

—Muy bien. Ahora tenemos ya una primera aproximación. Buscar un anuncio de media columna que, prácticamente al primer vistazo, evidencie que el hombre que lo hizo insertar viene de otro tiempo y que, con todo, sea un anuncio tan normal que ningún hombre de ese tiempo vea nada raro en él.

—¿Y si no lo encuentro? —preguntó el instructor.

—Entonces pensaremos en otra alternativa para que la investigue. Y si eso fracasa, intentaremos otra cosa, y luego otra, mientras que sigamos con vida y siga existiendo la eternidad.

Twissell se acordaba ahora de su pánico sólo como un mal sueño indigno de ser recordado. Ahora estaba haciendo algo; estaba actuando. Su aguda mente estaba totalmente ocupada con la emoción de la cacería y ni en lo más mínimo con las consecuencias del fracaso.

Twissell contempló con curiosidad los libros de la biblioteca de Manfield. De vez en cuando, porque no podía soportar el permanecer sin hacer nada, sacaba uno de su lugar, hojeando sus páginas quebradizas y pronunciando en silencio las arcaicas palabras. Su conocimiento del dialecto del tercer milenio, aunque no era todo lo amplio que le hubiese gustado que creyesen los demás, era el suficiente como para permitirle entender alguna frase y, a veces, incluso párrafos enteros.

—Este es el inglés del que siempre andan hablando los lingüistas, ¿no? —preguntó, golpeando una página con la punta del dedo.

—Inglés —murmuró Manfield.

Twissell jamás había estado en un cuando tan alejado hacia abajo. Aquí toda la eternidad parecía como enmohecida, como si no se tratase realmente de la eternidad sino de una era primitiva algo más avanzada de lo habitual.

Quizá fuese la biblioteca lo que le producía esa sensación. Twissell estaba familiarizado con varias eras dotadas de libros. Había otras eras, como las de la grabación molecular. Su propio siglo, naturalmente y como otros muchos, se trataba de una era en la que se usaban las películas. Sin embargo, libros como ésos, al mismo tiempo que eran placenteramente exóticos, no estaban en absoluto pasados de moda.

Pero cuando estaban alineados en tales cantidades...

Incluso en las secciones de la eternidad entregadas a las eras de libros, los que se hallaban en las bibliotecas de la eternidad eran convertidos a películas o modelos moleculares, aunque sólo fuese en consideración al ahorro de espacio.

Twissell buscó con la mirada a Manfield. Los anchos hombros del instructor seguían encorvados sobre el iluminado escritorio. Todo lo que se veía de su cabeza era su cabellera castaña en el más absoluto desorden.

«Cultiva el arcaísmo— pensó Twissell—. Prefiere los libros. Se oculta en un universo de realidad fijada. Esa es su seguridad.»

Pero se encontraba demasiado inquieto como para concentrarse demasiado tiempo en una idea, fuese la que fuese. Sacó otro libro del estante, abriéndolo al azar. Y si, sencillamente, volviese una página y allí..., allí...

Se ruborizó interiormente y dejó el libro.

Manfield pasaba las páginas con regularidad, moviendo sólo una mano, el resto del cuerpo congelado en una postura de rígida atención.

Con lo que parecían eones de intervalo, Manfield se levantaba, gruñendo, en busca de un nuevo volumen. En esas ocasiones hada una pausa para tomar un café, un bocadillo o atender a otras necesidades.

—Es inútil que usted se quede —dijo Manfield cansadamente.

—¿Le molesto?

—Por supuesto que no.

—Entonces, me quedaré.

Twissell, sintiendo frío y soledad, reanudó su delicado, esporádico e inútil asalto a las estanterías de libros, con las chispas de su cigarrillo, que ardía furiosamente, quemándole las puntas de los dedos sin que él les prestase atención.

Y pasó un fisiodía.

—Hay tanto —dijo Twissell con impotencia—. Tiene que haber un modo más rápido.

—Diga cuál —respondió Manfield—. No puedo pasar por alto ni una sola página.

—¿Cuántos ha examinado?

—Nueve volúmenes. Cuatro años y medio.

—Habrá aterrizado al borde del desierto del sudoeste de América del Norte —dijo Twissell. Eso fue algo deliberado ya que está escasamente poblado, incluso en el 20, creo.

Manfield asintió de modo ausente y pasó otra página.

—Pretendíamos que pasase algún tiempo sin ser molestado, para que pudiese ajustarse. Tenía una buena provisión de agua y alimentos. Tendría que andar con cautela. Pasarían días antes de que entrase en contacto con un área realmente poblada y corriese un riesgo considerable de cambio cuántico. Puede que tengamos semanas de tiempo. —No estaba demasiado seguro de lo que creía en realidad, pero lo dijo de nuevo. Puede que tengamos semanas de tiempo.

Metódicamente, Manfield pasó otra página, y luego otra.

—Al final —dijo—, las hojas empiezan a volverse borrosas y eso quiere decir que es hora de dormir.

El segundo fisiodía pasó.

Y a las 10.22 del tercer fisiodía, Manfield dijo, en voz baja y asombrada:

—Esto es.

Twissell no comprendió lo que había dicho.

—¿Qué? —preguntó.

Manfield alzó la vista, el rostro demudado por el asombro.

—Sabe, yo no lo creía en realidad. Por Cronos que no lo creí nunca realmente, ni siquiera cuando estábamos trabajando con todas esas tonterías sobre las revistas y los anuncios.

Ahora Twissell lo había entendido.

—Ha encontrado el anuncio.

Se precipitó sobre el volumen que Manfield tenía en las manos, aferrándolo con dedos temblorosos.

Pero Manfield no lo soltó. Depositó el volumen sobre la mesa con un golpe seco y señaló un pequeño anuncio en la esquina superior de la izquierda.

Era bastante sencillo. Decía:

ALGO QUE

TODOS RECOMIENDAN

OBJETIVAMENTE EN EL

MERCADO

OFICIAL

«Inversiones NewsLetter, Apartado de Correos 14, Denver, Colorado».

—¿Mercado? —preguntó Twissell, confundido.

—La bolsa, el mercado de valores —dijo Manfield con impaciencia—. Un sistema mediante el cual el capital privado era invertido en negocios. Eso no es lo importante. ¿No ve el dibujo al lado del anuncio?

—Por supuesto que lo veo —dijo Twissell, frunciendo el ceño.

¿A quién iba a resultarle familiar el dibujo de una nube en forma de hongo, si no se lo era a un programador? Tres cuartas partes de los cambios cuánticos en la eternidad fueron motivados por el deseo de eliminar el desarrollo de las bombas de fisión y fusión sin mutilar por completo la ciencia nuclear.

—Es una bomba A —dijo el programador—. ¿Eso es todo? No tiene nada que ver con el tema del anuncio, pero seguramente no fue esa incongruencia lo que le llamó la atención. —Sentía una amarga decepción—. No es más que un reclamo...

—¿Reclamo? Por el gran Cronos, ejecutor, mire la fecha del número de la revista.

Señaló la cabecera de la página. Decía 28 de marzo de 1932. La página era la 30.

—¡Mil novecientos treinta y dos! —dijo Manfield—. Y la primera explosión de una bomba A tuvo lugar en julio de 1945.

—¿Está seguro?

—Conozco esta era. ¡Estoy absolutamente seguro! Hasta julio de 1945 ningún ser humano vio jamás la nube en forma de hongo de una explosión nuclear. Nadie hubiese podido reproducirla de un modo tan preciso, excepto...

—No es más que un dibujo —dijo Twissell, intentando conservar la serenidad—. Podría parecerse a la nube en forma de hongo por pura casualidad.

—¿Podría? ¿Quiere usted mirar otra vez el texto? —Los dedos de Manfield fueron golpeando las líneas una detrás de otra—. Algo-que-Todos-recomiendan-Objetivamente-en-el-Mercado-Oficial. Las iniciales en mayúsculas forman la palabra ATOMO. ¿Coincidencia? Ni por casualidad. ¿No ve cómo cumple sus propias condiciones? Es algo que atrajo al instante mi atención. Habría atraído la de cualquier programador, pero en particular la mía, porque yo vería con una sola mirada que era un anuncio imposible que nadie hubiese puesto allí salvo Cooper. Y al mismo tiempo carecería de todo significado excepto el visual, no habría tenido ningún sentido para cualquier hombre de ese tiempo. Es Cooper, ejecutor Twissell. Nos está llamando, y voy a buscarle. Tenemos la fecha. Tenemos la dirección del correo. Y estoy suficientemente familiarizado con ese período como para actuar con seguridad en él.

Twissell se encontraba muy débil. Se apoyó con agradecimiento en el brazo de Manfield cuando éste lo extendió de pronto hacia él.

—Tenga cuidado, programador.

—Está bien —dijo Twissell—. Vamos.

10

Los acontecimientos del día siguiente se salieron de lo normal en varios aspectos. Nadie salvo Twissell (y un Twissell actuando con la más absoluta arbitrariedad) hubiese podido saltarse de tal modo los "canales", introduciendo enormes hileras de cálculos a toda prisa en las máquinas de computación, ignorando de tal modo las horrorizadas quejas de los operadores que veían trastornado su trabajo.

Nadie salvo Twissell podría haberlo hecho, y nadie salvo Twissell habría podido tener lista su cabina, con nuevas coordenadas, en un plazo de veinticuatro horas.

Para colmo de todo, Twissell ignoró por completo la costumbre establecida en la eternidad de mantenerse siempre a nivel con el fisiotiempo.

Se lo dijo, jadeante, a un Manfield ya ataviado con el traje adecuado a la era que iba a visitar.

—No he tenido en consideración el lapso de fisiotiempo. He desconectado el radiocrón.

—Muy bien —dijo con calma Manfield.

Se ajustó los incómodos pantalones de su atuendo del siglo 225, que había decidido se aproximaban lo suficiente a la versión del siglo 20;1O bastante, al menos, como para hacer innecesario confeccionar un nuevo traje, lo cual hubiese precisado demasiado tiempo.

—No me importa si necesita un día, un mes o diez años para encontrarle —prosiguió Twissell. No me importa el tiempo que él haya estado ahí. Volverá al mismo instante en que se marchó, una vez que active el campo temporal en ese extremo. No puedo esperar a que pase el fisiotiempo. ¿Lo entiende?

Manfield asintió. Significaba que si la cacería le ocupaba el improbable espacio de tiempo de diez años, volvería a la eternidad con diez años de envejecimiento respecto a los demás eternos. Psicológicamente, sería desagradable. Pero asintió.

Se abrochó un último botón y dijo:

—Estoy listo.

Y así, ocurrió que cuando Twissell, su corazón latiendo enloquecido y sus sudorosas manos casi incapaces de hacer lo que era necesario, consiguió finalmente mover la palanca, la cabina nunca llegó a moverse.

O, al menos, se fue y regresó al mismo instante, con lo que no hubo ninguna pausa aparente en su existencia.

De hecho, el único cambio que tuvo lugar fue que en la cabina, al lado de un repentinamente agotado Manfield, estaba un enflaquecido pero no mucho más viejo Brinsley Sheridan Cooper.

Y entonces Twissell hizo algo totalmente fuera de lo normal. Algo que estaba por completo fuera de su carácter. Ante los ojos asombrados de los otros dos, de pronto e inesperadamente, se echó a llorar de puro alivio.

Cooper permaneció algo más de un fisiodía en la eternidad. Durante todas esas horas siguió estando un poco excitado, sin ser él mismo, parecía que sin acostumbrarse todavía al hecho de que, finalmente, había vuelto a la eternidad.

—Si supiesen cómo me sentí cuando conseguí un periódico por primera vez —no dejaba de repetir—. Quería saber el día exacto, ya entienden. ¡Sólo que resultó ser el año 1931! Pensé que me estaba volviendo loco.

—Pero, ¿qué le hizo pensar en el anuncio, muchacho? —preguntó Twissell—. Fue genial.

—Tardó meses en ocurrírseme. Si supiesen lo que intenté al principio... Intenté esculpir piedras, sólo que no sabía cómo hacerlo sin un tubo perforador McIlvain. Luego intenté imaginar un modo de introducirme en los archivos. Durante dos meses traté de conseguir un trabajo en una de las imprentas del gobierno, pero había algo llamado Servicio Civil y yo carecía de certificado de nacimiento. Además, estaba en medio de una depresión económica. Mis provisiones de oro en metálico se estaban agotando.

—Si hubiese aterrizado dos años más tarde —dijo secamente Manfield—, su oro no le habría servido de nada. Hubo un período en que la posesión de oro fue ilegal —prosiguió, explicándoselo a Twissell.

—De cualquier modo —dijo Cooper—, finalmente pensé en la revista con la que pasamos tanto tiempo, instructor Manfield. Al principio pensé poner en ella algo en dialecto del milenio sesenta para el ejecutor Twissell, ya sabe. Pero no habrían aceptado un anuncio que no pudiesen entender, así que volví a intentarlo simplemente en inglés primitivo. Sabía que el instructor Manfield lo entendería. Y entonces, el mismo día en que apareció, el telegrama del instructor Manfield estaba en la oficina de correos. ¡Uf!

—Mañana tendrá que volver a abandonar la eternidad —dijo Twissell—. Lo entiende, ¿verdad, jovencito? Sigue habiendo un trabajo que hacer.

—Está bien —dijo Cooper, exultante—. Después de todo lo que he pasado, eso no es nada. Cuando descubrí que no había ningún campo temporal que reactivar para el regreso, supe que había ocurrido un accidente. Me sentí tan perdido. En el 24, al menos, sé que volveré. Por el gran Cronos, me siento tan seguro de mí mismo ahora que si no encuentro de inmediato a Harvey Mallon, tengo medio pensado asumir sencillamente su nombre y darle yo mismo a la Tierra el campo temporal. Lo haré, a poco que pueda.

Y, por encima de su cabeza, los ojos de Twissell se encontraron con los de Manfield.

11

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