Cuentos paralelos (41 page)

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Authors: Isaac Asimov

—Entonces, ¿cuál es tu problema? Segunda aproximación.

—Ya entiendo lo que pretendes —dijo Roger—. Mi problema es conseguir un equipo investigador. ¡Pero lo he intentado! Lo he intentado hasta que me he cansado de intentarlo.

—¿Cómo lo has intentado?

—He enviado cartas. He pedido... Oh, ya basta, Jim. No me apetece pasar por esa rutina del "tiéndete en el diván". Sabes muy bien lo que he estado haciendo.

—Sé lo que le has dicho a la gente: «Tengo un problema, ayúdenme». ¿Has intentado alguna otra cosa?

—Mira, Jim, estoy tratando con científicos adultos.

—Lo sé. Así que razonas que una petición directa es suficiente. De nuevo nos hallamos con las teorías ante los hechos. Te he explicado ya las dificultades inherentes a tu petición. Cuando agitas el pulgar en una carretera estás haciendo una petición directa, pero de todos modos la mayor parte de los coches pasan de largo. El asunto es que la petición directa ha fracasado. Así que, ¿cuál es tu problema? ¡Tercera aproximación!

—¿Encontrar otro enfoque al asunto que no falle? ¿Es eso lo que quieres decirme?

—Eres tú quien lo ha dicho, ¿no?

—Es algo que ya sé sin necesidad de que tú me lo digas.

—¿De veras? Estás dispuesto a abandonar la universidad, dejar tu trabajo, renunciar a la ciencia. ¿Cuál es tu consistencia, Roger? ¿Abandonar un problema cuando tus primeros esfuerzos fallan? ¿Rendirte cuando una teoría se muestra inadecuada en un primer momento? La misma filosofía de la ciencia experimental que se aplica a los objetos inanimados puede aplicarse también a la gente.

—De acuerdo. ¿Qué sugieres que intente? ¿Soborno? ¿Amenazas? ¿Lágrimas?

James Sarle se puso en pie.

—¿De veras deseas una sugerencia?

—Sí, adelante.

—Haz lo que te dijo el doctor Morton. Tómate unas vacaciones, y al diablo con la levitación. Es un problema para el futuro. Duerme en la cama, y flota o no flotes; ¿cuál es la diferencia? Ignora la levitación, ríete de ella, o incluso disfruta con ella. Haz lo que quieras menos preocuparte por ella, porque no es problema tuyo. Ahí está el quid de la cuestión. No es tu problema inmediato. Dedica tu tiempo a considerar cómo hacer que los científicos estudien algo que no desean estudiar. Ése es el problema inmediato, y precisamente a ese problema es al que no le has dedicado nada de tu tiempo hasta ahora.

Sarle se dirigió al armario del vestíbulo y tomó su abrigo. Roger lo acompañó. Transcurrieron unos minutos de silencio.

Luego, Roger dijo sin alzar la vista:

—Quizá tengas razón, Jim.

—Quizá la tenga. Inténtalo, y luego llámame. Adiós, Roger.

Roger Toomey abrió los ojos y parpadeó al brillante sol matutino que entraba en el dormitorio. Llamó:

—¡Jane! ¿Dónde estás?

—En la cocina —respondió la voz de Jane—. ¿Dónde creías?

—Ven, ¿quieres?

Jane acudió.

—El tocino no se fríe solo, ya lo sabes —protestó.

—Escucha, ¿he flotado esta noche?

—No lo sé. Dormía.

—Eres una gran ayuda. —Se levantó de la cama y metió los pies en las zapatillas—. Sea como fuere, creo que no lo he hecho.

—¿Crees haber olvidado cómo hacerlo?

Había una repentina esperanza en su voz.

—No lo he olvidado. ¡Mira! —Se deslizó hacia el comedor sobre un cojín de aire—. Sólo que tengo la sensación de que no he flotado. Creo que llevo ya tres noches así.

—Bien, eso es estupendo —dijo Jane. Había vuelto a la cocina—. Eso es lo que ha conseguido un mes de descanso. Si hubiera llamado a Jim desde un principio...

—¡Oh! por favor, no volvamos con eso. Un mes de descanso, tonterías. Se trata simplemente de que el domingo pasado decidí lo que tenía que hacer. Desde entonces estoy relajado. Eso es todo.

—¿Qué es lo que vas a hacer?

—Cada primavera, el Northwestern Tech da una serie de seminarios sobre temas de física. Asistiré a ellos.

—Quieres decir que vas a ir a Seattle.

—Por supuesto.

—¿De qué temas van a tratar?

—¿Y eso qué importa? Simplemente deseo ver a Linus Deering.

—Pero ése es uno de los que te llamaron loco ¿no?

—Lo hizo. —Roger atacó sus huevos revuelitos—. Pero también es el mejor en su campo.

Alargó un brazo hacia la sal, y se alzó unos centímetros de la silla al hacerlo. No hizo ningún caso.

—Creo que quizá pueda convencerle —dijo.

Los seminarios de primavera del Northwestern Tech se habían convertido en una institución conocida a nivel nacional desde que Linus Deering pasara a formar parte de la facultad. Era el presidente, v proporcionaba a todos los actos su tono distintivo. Él presentaba a los oradores, conducía los coloquios, hacía los resúmenes de las sesiones de la mañana y de la tarde, y era el alma de la jovialidad en la cena de clausura al final de la semana de trabajo.

Roger Toomey sabía todo eso por informes de terceros. Ahora podía observar directamente la forma de actuar del profesor Deering. Éste era un hombre de algo menos que mediana estatura, tez oscura, y una lujuriante y característica mata de ondulado cabello castaño. Cuando no se hallaba ocupada en activa conversación, su boca grande y de labios finos exhibía perpetuamente el asomo de una traviesa sonrisa. Hablaba rápidamente y con fluidez, sin apoyarse en notas, y siempre parecía efectuar sus comentarios desde un nivel de superioridad que era aceptado de modo automático por sus oyentes.

Al menos, así habían sido las cosas en la primera mañana del seminario. Fue tan sólo durante la sesión de la tarde cuando sus oyentes empezaron a observar cierta vacilación en sus comentarios. Más aún, había cierta intranquilidad en él mientras se sentaba en el estrado durante la entrega de las notas previstas a los asistentes. Ocasionalmente, miraba de forma fortuita hacia la parte de atrás del auditorio.

Roger Toomey, sentado en la última fila, observaba tensamente todo aquello. Su temporal deslizamiento hacia la normalidad, que había empezado cuando pensó por primera vez que había una forma de salirse de todo aquello, estaba cediendo.

En el Pullman hasta Seattle, no había dormido. Había tenido visiones de sí mismo flotando hacia arriba al ritmo del traqueteo de las ruedas, o deslizándose suavemente más allá de las cortinas y por el pasillo, o siendo despertado de modo embarazoso por los gritos y protestas de un revisor. De modo que había asegurado las cortinas con imperdibles, pero no había logrado nada con ello; no había conseguido ninguna sensación de seguridad; no había dormido excepto unas cuantas cabezadas.

Durante el día se había adormecido varias veces en su asiento, mientras las montañas pasaban rápidamente al otro lado de la ventanilla, y había llegado a Seattle por la tarde con tortícolis, dolor en las articulaciones, y una sensación general de desesperanza.

Había tomado su decisión de acudir al seminario demasiado tarde como para conseguir una habitación individual en los dormitorios del instituto. Compartir una habitación era, por supuesto, algo totalmente inviable. Se registró en un hotel del centro de la ciudad, cerró la puerta con llave, cerró y aseguró todas las ventanas, colocó su cama contra la pared y la cómoda contra la parte de la cama que quedaba abierta, y luego durmió.

No recordó haber soñado, y cuando despertó por la mañana seguía tendido entre las sábanas. Se sintió aliviado.

Cuando llegó, temprano, al Auditorio de Física del campus del instituto, encontró, como esperaba, un amplio salón y poca gente. Las sesiones del seminario se celebraban tradicionalmente una vez iniciadas las vacaciones de Pascua, y los estudiantes no solían asistir a ellas. Unos cincuenta físicos se sentaban en un auditorio diseñado para albergar a cuatrocientos, apiñados a los dos lados del pasillo central junto al podio.

Roger se sentó en la última fila, donde no podía ser visto por ningún transeúnte ocasional que mirara por las altas y estrechas ventanas centrales de las puertas del auditorio, y donde los demás asistentes deberían girar la cabeza en un ángulo de casi ciento ochenta grados para mirarle.

Excepto, por supuesto, el conferenciante en la plataforma..., y el profesor Deering.

Roger no prestó mucha atención al desarrollo de las sesiones. Se concentró enteramente en aprovechar los momentos en que Deering se hallaba solo en la plataforma; cuando solamente Deering podía verle.

A medida que Deering iba mostrándose obviamente más nervioso, Roger iba siendo más atrevido. Durante el resumen final de la tarde, efectuó su mejor demostración.

El profesor Deering se detuvo bruscamente en mitad de una frase pobremente construida y absolutamente carente de significado. Su audiencia, que llevaba cierto tiempo agitándose en sus asientos, se inmovilizó también, y lo miró interrogativamente.

Deering alzó la mano y dijo, casi jadeando:

—¡Usted! ¡Eh, usted!

Roger Toomey permanecía sentado con una expresión de completo relajamiento... en el centro mismo del pasillo. La única silla que tenía debajo estaba compuesta por setenta centímetros de vacío aire. Sus piernas estaban tendidas hacia delante, apoyadas en el respaldo de otro asiento, también de aire.

Cuando Deering señaló, Roger se deslizó rápidamente hacia un lado. En el momento en que cincuenta cabezas se volvieron hacia él, estaba sentado tranquilamente en una prosaica silla de madera.

Roger miró a uno y otro lado, luego clavó los ojos en Deering, que seguía señalándole con el dedo, y se levantó.

—¿Me habla usted a mí, profesor Deering? —preguntó, con apenas un ligero temblor en la voz, el cual testimoniaba la salvaje batalla que se desarrollaba en su interior a fin de mantener su tono frío y sorprendido.

—¿Qué es lo que está haciendo? —preguntó Deering, sintiendo que estallaba toda su tensión de la mañana.

Algunos de los oyentes se estaban poniendo en pie para ver mejor. Una conmoción inesperada es algo que aprecian tanto un conjunto de físicos investigadores como una multitud en un juego de béisbol.

—No estoy haciendo nada —contestó Roger—. No le comprendo.

—¡Váyase de aquí! ¡Abandone esta sala!

Deering estaba fuera de sí a causa de sus emociones entremezcladas, o de otro modo quizá no hubiera dicho aquello. En cualquier caso, Roger suspiró y aprovechó agradecido la oportunidad.

Con voz fuerte y clara, esforzándose para ser oído por encima del clamor que iba ascendiendo, dijo:

—Soy el profesor Roger Toomey, de la universidad de Carson. Soy miembro de la Asociación Norteamericana de Física. Envié mi solicitud para asistir a estas sesiones, la solicitud fue aceptada, y he pagado mi cuota de inscripción. Tengo derecho a estar sentado aquí, y aquí seguiré sentado.

Deering sólo consiguió decir ciegamente.

—¡Váyase!

—No pienso hacerlo —dijo Roger. Estaba temblando con una auténtica rabia artificialmente autoimpuesta—. ¿Por qué razón debo marcharme? ¿Qué es lo que he hecho?

Deering se pasó una temblorosa mano por el pelo. Fue absolutamente incapaz de responder.

Roger aprovechó su ventaja.

—Si intenta usted expulsarme de estas sesiones sin una causa justificada, puede estar seguro de que presentaré una demanda al instituto.

Precipitadamente, Deering dijo:

—Doy por clausurada la sesión del primer día del Seminario de Primavera sobre los Recientes Avances de las Ciencias Físicas. Nuestra próxima sesión tendrá lugar en esta sala mañana a las nueve de la. . .

Roger abandonó apresuradamente la sala mientras el hombre aún seguía hablando.

Aquella noche hubo una llamada en la puerta de la habitación de Roger en el hotel. Le sorprendió, inmovilizándole en su silla.

—¿Quién es? —preguntó.

La respuesta le llegó en voz baja y ansiosa.

—¿Puedo verle?

Era la voz de Deering. El hotel de Roger, así como el número de su habitación, estaban por supuesto registrados en la secretaría del seminario. Aunque sin esperarlo demasiado, Roger había confiado en que los acontecimientos de aquel día tendrían una inmediata consecuencia.

Abrió la puerta y dijo, rígidamente:

—Buenas noches, profesor Deering.

Deering entró en la habitación y miró a su alrededor. Llevaba un ligero gabán, que no hizo ningún ademán de quitarse. Mantenía el sombrero sujeto en la mano, y Roger no hizo ningún gesto para que lo dejara en alguna parte.

—Profesor Roger Toomey, de la universidad de Carson, ¿no es así? —dijo Deering con cierto énfasis, como si el nombre tuviera significado para él.

—Sí. Siéntese, profesor.

Deering siguió de pie.

—Bien, ¿de qué se trata? —empezó—. ¿Qué es lo que persigue usted?

—No le comprendo.

—Estoy seguro de que sí. No ha preparado usted toda esta ridícula bufonada para nada. ¿Está intentando ridiculizarme, o espera mi colaboración para algún ridículo fraude? Quiero que sepa que no va a conseguir nada. Y no intente utilizar la fuerza aprovechando mi estancia aquí. Tengo amigos que saben exactamente dónde estoy en este momento. Le aconsejo que diga la verdad y luego abandone inmediatamente la ciudad.

—¡Profesor Deering! Esta es mi habitación. Si ha venido aquí para intimidarme, le pido que se marche ahora mismo. Si no lo hace, llamaré para que lo echen.

—¿Pretende usted continuar esta..., esta persecución?

—Nunca le he perseguido, en ningún momento. Ni siquiera le conozco, señor.

—¿No es usted el Roger Toomey que me escribió una carta relativa a un caso de levitación que deseaba que yo investigara?

Roger se quedó mirando al hombre.

—¿De qué carta habla?

—Entonces ¿lo niega?

—Por supuesto que lo niego. ¿De qué está usted hablando? ¿Tiene acaso esa carta?

El profesor Deering apretó fuertemente los labios.

—Eso no importa. ¿Niega usted que permanecía suspendido por hilos en medio del pasillo en la sesión de esta tarde?

—¿Suspendido por hilos? No le comprendo en absoluto.

—¡Estaba usted levitando!

—¿Tendría la bondad de marcharse de aquí, profesor Deering? Creo que no se encuentra usted bien.

El físico alzó la voz.

—¿Niega que estaba levitando?

—Creo que está usted loco. ¿Intenta decir que hice arreglos mágicos en su auditorio? Nunca había estado en él antes de hoy, y cuando llegué usted ya estaba presente. ¿Encontró hilos o alguna otra cosa parecida después de que me fuera?

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