Danza de espejos (13 page)

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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

—Espero que no haya nada en el camino —aulló el piloto alegremente—. Esto no está bajo un control de vuelo, ya saben…

Él se imaginó una colisión en el aire con un gigantesco transbordador de pasajeros… nubes más espesas… el transbordador temblando como una tuba enloquecida… y la proa todavía hacia abajo, juraba él, aunque no entendía cómo lo sabía el piloto en esa niebla y ese alarido…

Luego, de pronto, estaban tan nivelados como un hoverauto, las nubes arriba, las luces de una ciudad como joyas salpicadas sobre una alfombra, allá abajo. Un hoverauto que caía como una roca. La columna se le empezó a comprimir, más y más y más. Más ruidos espantosos, como si el transbordador estuviera abriendo los pies. Un conjunto de edificios medio iluminados abajo. Un patio de juegos oscurecido…
¡Mierda, es ahí, es ahí!
Los edificios se alzaron amenazantes a su alrededor, por encima de ellos.
Zump-crunch-crunch
. Un aterrizaje sólido, a seis patas. El silencio lo dejó aturdido.

—¡Bueno, vamos, ya! —Thorne se levantó de un salto del asiento, la cara roja, los ojos iluminados de miedo, o deseo de sangre, o las dos cosas…

Bajó por la rampa detrás de una docena de Dendarii. Tenía los ojos adaptados a la oscuridad sólo hasta la mitad y la luz del complejo, diseminada por el aire frío y neblinoso de la medianoche, era suficiente para ver sin dificultad, aunque la visión estaba manchada con colores extraños. Las sombras eran negras siniestras. La sargento Taura dividió el escuadrón en silencio con señales de las manos. Nadie hacía ruido. Las caras silenciosas estaban bañadas en relámpagos dorados de luz breve, como en staccato, mientras los vídeos de los cascos suministraban un dato u otro, proyectados sobre el costado de la visión. Una Dendarii sacó una bici-flotante personal, subió a ella y se alejó despacio hacia la oscuridad.

El piloto se había quedado a bordo, y Taura dejó también a otros cuatro Dendarii. Dos se desvanecieron en la oscuridad circundante, y dos se quedaron con el transbordador como retaguardia. Él y Thorne habían discutido por eso. Thorne quería más vigilancia alrededor. En cambio él intuía que necesitarían la mayor cantidad posible de gente en el criadero de clones. Los guardias civiles del hospital no eran problema, y tendría que pasar bastante tiempo para que llegaran los mejor armados de apoyo cuando se dieran cuenta de que había problemas. Para entonces, los Dendarii ya se habrían marchado… si podían mover a los clones con rapidez. Se maldijo por no haber pedido dos escuadrones comando en lugar de uno, en Escobar. Podría haberlo hecho con facilidad pero temía que la capacidad de espacio del
Ariel
no le permitiera traer a los clones después, y pensó que era mejor así. Había muchos factores a tener en cuenta.

El casco le enmarcaba la visión con gran cantidad de códigos, números y gráficos de colores. Los estudió pero pasaban demasiado rápido: para cuando recibía uno y lo interpretaba, ya no estaba y había aparecido otro. Decidió seguir el consejo de Thorne y con una palabra redujo la intensidad de la luz a un murmullo alucinatorio. La recepción de audio del casco no era tan mala. Nadie estaba charlando de más.

Él, Thorne y los otros siete Dendarii siguieron a Taura al trote —ella caminaba— entre dos edificios adyacentes. Había actividad en los comus de los guardias de seguridad de Bharaputra. Él lo descubrió al poner el casco en la banda correspondiente. El primer
¿Qué diablos es eso? ¿Has oído, Joe? Controla el sector cuatro
, y luego respuestas. Habría más después, estaba seguro, pero no tenía intención de quedarse a esperarlos.

Una esquina.
Ahí
. Un edificio de tres pisos, agradable, con muchas plantas y paisajismo, grandes balcones en las ventanas. No era un hospital, ni un dormitorio común sino algo vago, ambiguo, discreto. LA CASA DE LA VIDA decía en el doble dialecto jacksoniano.
La casa de la muerte. Mi querida casa
. Le parecía terriblemente familiar y a la vez terriblemente extraña. En otro tiempo le había parecido espléndida. Ahora… era más pequeña que su recuerdo.

Taura levantó el arco de plasma, ajustó el rayo a
ancho
, y arrancó las puertas del frente, que eran de vidrio y estaban cerradas, en una fuente de colores: naranja, blanco y azul, los restos del estallido. Los Dendarii saltaron hacia delante, dividiéndose a izquierda y derecha antes de que muriera el brillo de los globos de vidrios rotos. Uno empezó a patrullar la planta baja. Sonaron alarmas de incendio y de seguridad: los Dendarii ahogaron los ruidos mientras pasaban con más fuego de plasma, pero otras unidades seguían con los sonidos de alarma en otras partes del edificio. Rociadores automáticos hicieron lagos y levantaron vapor en el camino.

Él corría para mantener el paso. Un guardia de seguridad de Bharaputra, de uniforme marrón con bordes rosados entró en el corredor, ante él. Tres bloqueadores Dendarii lo hicieron caer al mismo tiempo. El rayo de su bloqueador murió en el techo.

Taura y dos Dendarii mujeres cogieron el ascensor hacia el tercer piso; otro hombre les pasó por el lado, tratando de llegar a la azotea. Él llevó a Thorne y a los otros hacia el segundo piso y a la izquierda. Dos adultos sin armas, una mujer en camisón y albornoz, quedaron dominados apenas aparecieron. Ahí. Detrás de esas puertas dobles. Estaban cerradas con llave y alguien las golpeaba por dentro.

—¡Vamos a abrir esa puerta! —aulló Thorne—. Apartarse a lado para que no os hagamos daño. —El golpeteo se detuvo. Thorne asintió. Un hombre ajustó el arco de plasma a
estrecho
y cortó el pestillo de metal. Thorne dio una patada a la puerta.

Un hombre joven y rubio retrocedió un paso y miró a Thorne con asombro.

—Ustedes no son los bomberos.

Una multitud de jóvenes llenó el corredor detrás del rubio. Él no tenía que recordarse que eran un grupo de chicos de diez años, pero no estaba seguro de lo que sentían los demás Dendarii. Había allí todo tipo de alturas y numerosas mezclas de razas, más variadas de lo que hubiera esperado después del paisaje griego que hacía esperar dioses rubios en medio de fuentes. La riqueza personal y no la belleza había sido el vale para la creación de esos jóvenes. Y sin embargo, todos y cada uno, eran gratamente saludables, todo lo que les permitía su composición genética. Todos utilizaban un uniforme para dormir, túnicas y pantalones cortos marrones.

—Al frente —siseó Thorne y lo empujó—. Habla.

—Quiero una explicación —dejó escapar mientras el capitán lo empujaba.

—De acuerdo.

Había practicado diez mil veces en su mente el discurso de ese momento supremo, con todas las variantes posibles. Lo único que sabía era que no iba a empezar con Soy
Miles Naismith
. La latía el corazón. Respiró muy hondo.

—Somos los Mercenarios Dendarii y estamos aquí para salvaros.

La expresión del muchacho era de asco, de miedo y de burla.

—Pareces un hongo —le dijo a la cara.

Eso estaba tan… tan lejos del guión. De las miles de líneas que él tenía como respuesta, ninguna servía para semejante afirmación. En realidad, tal vez se parecía a un hongo con el gran casco y la ropa gris de combate… No tenía nada que ver con la imagen heroica que hubiera querido dar…

Se arrancó el casco, se quitó la capucha y mostró los dientes. El muchacho retrocedió.

—¡Escuchad, clones! —aulló—. ¡El secreto que oísteis en los pasillos es cierto! Todos vosotros estáis a la espera de que os asesinen los cirujanos de la Casa Bharaputra. Os van a meter otro cerebro en las cabezas y van a tirar vuestros cerebros a la basura. Ahí es donde fueron vuestros amigos desaparecidos, uno tras otro. Nosotros estamos aquí para llevaros a Escobar y liberaros. En Escobar os darán asilo…

No todos los muchachos estaban presentes, y los últimos de la fila empezaron a retroceder hacia habitaciones individuales. Un murmullo se elevó entre ellos, luego se oyeron aullidos y gritos. Un muchacho de pelo negro trató de pasar a través de los Dendarii y uno de los hombres lo atrapó sin dificultad. El chico se puso a chillar asustado, y eso impresionó a todos los demás. El muchacho golpeaba todo lo que podía para defenderse del Dendarii, y el hombre parecía exasperado e inseguro, como si esperara alguna orden.

—¡Seguidme! —aulló él desesperadamente a los que retrocedían. El rubio giró sobre sus talones y echó a correr.

—No van a creernos —dijo Thorne con la cara tensa y pálida—. Tal vez sería más fácil dormirlos con los bloqueadores y llevárnoslos. No podemos perder tiempo aquí con tan poca cobertura.

—No…

El casco lo estaba llamando. Lo activó de nuevo. Un parloteo de comunicación entró en los oídos pero la voz profunda de la sargento Taura penetró entre las demás realzada por el canal que le correspondía.

—Señor, necesitamos ayuda aquí.

—¿Qué pasa?

La respuesta se perdió en una onda de la mujer que flotaba en la bicicleta:

—Señor, hay tres o cuatro chicas que se están tirando por los balcones del edifico donde está usted. Y hay un grupo de guardias de seguridad que se acercan desde el norte.

Él buscó los canales frenéticamente hasta encontrar el que iba hacia ella.

—No dejen escapar a ninguno.

—¿Y cómo voy a hacerlo, señor? —La voz estaba llena de tensión.

—Bloqueador —decidió él, desesperado—. ¡Espera! No les dispares a las de los balcones hasta que estén en el suelo.

—¿Y si se me escapan?

—Haz lo que puedas. —La cortó para buscar a Taura—. ¿Qué quiere, sargento?

—Quiero que venga a hablar con esta loca, señor. Usted sí puede controlarla…

—Aquí las cosas tampoco están bajo control…

Thorne puso los ojos en blanco. El muchacho capturado golpeaba con los talones el mentón del hombre Dendarii. Thorne le tocó la nuca con el bloqueador a la mínima potencia. El chico sufrió una convulsión y se quedó inmóvil. Con los ojos abiertos, consciente todavía, empezó a llorar.

En un estallido de cobardía, él le dijo a Thorne:

—Que los rodeen, como sea. Voy a ayudar a la sargento Taura.

—Hazlo —gruñó Thorne en un tono decididamente insubordinado. Giró, enfrentándose a sus hombres—. Tú y tú, a ese lado… tú, al otro. Las puertas…

Retrocedió con vergüenza cuando se oyó ruido de vidrios rotos.

Arriba, las cosas estaban más tranquilas. Había menos chicas que chicos, desproporción que prevalecía desde sus tiempos. Muchas veces se había preguntado por qué. Pasó sobre el cuerpo dormido de una guardia de seguridad de cuerpo enorme y siguió el holomapa proyectado por su casco, hacia la sargento Taura.

Una docena de chicas estaban sentadas en el suelo con las piernas cruzadas, las manos detrás de la nuca, bajo la amenaza de un bloqueador Dendarii. Las túnicas y los pantalones cortos eran de seda rosada pero idénticos a los de los muchachos. Todas parecían muy asustadas, pero al menos estaban en silencio. Él entró en una habitación lateral y encontró a Taura y a un hombre frente a una alta mujer-niña de origen euroasiático, sentada en una comuconsola con los brazos cruzados en un gesto agresivo. En lugar de la pantalla había un agujero negro y humeante, reciente, de fuego de plasma.

La chica volvió la cabeza, con el cabello al aire, de Taura a él y luego a Taura de nuevo.

—¡Qué circo, mi señora! —La voz era un latigazo de desprecio.

—Se niega a moverse —dijo Taura, con un extraño tono de preocupación.

—Niña —dijo él con dureza—, eres cadáver si te quedas. Eres una clon. Tu progenitora va a robarte el cuerpo. Tu cerebro va a terminar destruido. Tal vez muy pronto.

—Eso ya lo sé —dijo ella con desprecio, como si él fuera un imbécil.

—¿Qué? —se había quedado con la boca abierta.

—Ya lo sé. Y acepto mi destino. Mi señora me necesita. Yo sirvo a mi señora a la perfección. —Levantó el mentón, y los ojos descansaron un momento en adoración distante y maravillada de algo que él no podía adivinar.

—Llamó a seguridad en la Casa —informó Taura, tensa, con un gesto hacia el holovídeo quemado—. Describió las armas que usamos y hasta el número estimado.

—Ustedes no van a apartarme de mi señora —afirmó la muchacha con un asentimiento de cabeza—. Los guardias me van a salvar. Soy muy importante.

¿Qué diablos le habían hecho los de Bharaputra para hacerle pensar de ese modo? ¿Podría él deshacerlo en treinta segundos? No lo creía posible.

—Sargento —respiró hondo al decirlo y agregó en el suspiro que siguió —: Con el bloqueador, por favor.

La chica empezó a agacharse pero los reflejos de la sargento eran demasiado rápidos para ella. El rayo la tocó entre los ojos. Taura saltó sobre la comuconsola y la atrapó antes de que su cabeza golpeara contra el suelo.

—¿Las tienen a todas? —preguntó él.

—Dos por lo menos han bajado por atrás antes de bloquearlas —informó Taura con el ceño fruncido.

—Si intentan salir del edificio las bloquearán —la tranquilizó él.

—¿Y si se esconden abajo? Va a llevar tiempo encontrarlas —Los ojos amarillos se desviaron a un lado para recibir un mensaje en el casco—. Ya deberíamos estar camino del transbordador.

—Un segundo. —Buscó laboriosamente a Thorne en los canales. A través del audio se oía chillar a alguien a lo lejos: «¡Pequeño hijo de put…!»

—¿Qué? —le ladró Thorne en voz preocupada—. ¿Ya tienes a las chicas?

—He tenido que dormir a una. Taura la va a llevar. ¿Ya los has contado?

—Sí, lo saqué de una comuconsola en la habitación de guardia: treinta y ocho chicos y dieciséis chicas. Hemos perdido a cuatro, que se fueron por el balcón, o eso creemos. Phillipi contó a tres pero dice que no vio al cuarto. ¿Y tú?

—La sargento Taura dice que dos chicas bajaron por las escaleras de atrás. Vigilen, por favor. —Miró hacia arriba, al vídeo que giraba como una aurora boreal—. Thorne dice que debería haber dieciséis aquí.

Taura sacó la cabeza al corredor, movió los labios y volvió a mirar a la chica dormida.

—Nos falta una. Kesterton, recorra el lugar, mire los armarios y las camas.

—Sí, sargento.

Él siguió a la mujer con la voz de Thorne en los oídos.

—¡Rápido ahí! Esto tiene que ser en segundos, ¿se acuerdan? No tenemos tiempo para buscar a las ovejas extraviadas.

—Espera, coño.

En la tercera habitación, la mujer se inclinó bajo la cama y gritó:

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