Danza de espejos (17 page)

Read Danza de espejos Online

Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Taura estudió a los clones histéricos, miró a su alrededor, levantó el arco de plasma y voló las puertas del edificio más cercano, un almacén sin ventanas o un garaje.

—¡Adentro! —aulló.

Fue una gran idea: si iban a salir corriendo, por lo menos lo harían en la misma dirección. Siempre que no se detuvieran ahí dentro. Si volvían a quedar atrapados, no habría otro hermano mayor que los salvara.

—¡Moveros! —Miles secundó la idea—. ¡Pero seguid moviéndoos! Por el otro lado, afuera.

Ella hizo un gesto de haber comprendido y los chicos salieron en estampida de la zona de fuego hacia algo que sin duda les parecía seguro. Para él, era una trampa. Pero tenían que estar juntos. Si había algo peor que quedar atrapados era estar atrapados y dispersos. Hizo un gesto para que pasara el segundo escuadrón y los siguió. Un par de soldados del Escuadrón Azul tomó la retaguardia y disparó arcos de plasma hacia arriba… hacia sus… ¿arrieros, los que los llevaban como ganado? Eso temía Miles. Lo suponía por los disparos como de advertencia pero uno de los de la tropa no tuvo suerte. Su arco de plasma golpeó a un hombre de Bharaputra que trataba de correr a lo largo de la azotea del edificio de enfrente, un movimiento muy poco lógico. El escudo del hombre absorbió el golpe pero perdió el equilibrio y cayó, aullando. Miles intentó no oír el ruido del golpe contra el cemento pero no lo consiguió del todo, pese a que tenía los oídos aturdidos por las granadas. El aullido se detuvo.

Miles se volvió y corrió por el pasillo, atravesó unas puertas dobles, hizo un gesto ansioso a Thorne, que le esperaba para cubrirlo.

—Yo tomo la retaguardia —se ofreció Thorne.

¿Estaba pensando en morir heroicamente y evitar el juicio militar que se le avecinaba? Durante un momento, Miles pensó en dejarlo. Hubiera sido muy típico de los Vor. A veces los viejos Vor podían ser unos hijos de puta muy estúpidos.

—Tú lleva los clones al transbordador —le ladró—. Termina el trabajo que decidiste hacer. Si voy a pagar por esto, al menos quiero recibir lo que compro.

Thorne mostró su contrariedad, pero asintió. Los dos salieron galopando tras el escuadrón.

Las puertas dobles se abrían sobre una habitación enorme con suelo de cemento, que obviamente abarcaba todo el edificio. Un pasadizo angosto pintado de rojo y verde corría alrededor de un techo con pinturas doradas, festoneado de cables colgantes de función misteriosa. Algunas luces pálidas enfocaban abajo, proyectando sombras múltiples. Él parpadeó en la oscuridad y casi bajó el visor de infrarrojo. Parecía un área de reunión para algún tipo de proyecto de envergadura pero daba la impresión de que en ese momento no estaba en uso. Quinn y Mark dudaron, esperándoles, a pesar del gesto urgente de Miles para que siguiera adelante.

—¿Para qué os quedáis ahí parados? —les ladró él con miedo furioso. Se detuvo junto a ellos.

—¡Cuidado! —aulló alguien. Quinn giró, levantando el arco de plasma y buscando el blanco. La boca de Mark se abrió y la «a» que dejó escapar hizo una copia tonta del capuchón gris que le rodeaba la cara.

Miles vio al de Bharaputra porque estaban mirándose cara a cara, en ese momento congelado. Un grupo de francotiradores de marrón salían de entre las sombras, probablemente de los túneles. Estaban arrastrándose entre los pasadizos, apenas más preparados que los Dendarii. El hombre tenía un arma arrojadiza de alto poder de fuego y le estaba apuntando con ella, la boca brillante de fuego.

Miles no vio el proyectil, por supuesto, ni siquiera cuando le entró en el pecho. Sólo el pecho, que estalló hacia fuera como una flor, y un sonido que no oyó, sino que sintió, un golpe de martillo arrojándolo hacia adelante. Flores negras le subieron a los ojos, cegándolo.

Estaba de una pieza, no por lo mucho que pensó porque no hubo tiempo para pensar, sino por lo mucho que sintió en el tiempo en que el último chorro de sangre llegó al cerebro. La cámara giró a su alrededor… un dolor más allá de cualquier medida… rabia… y furia… y una sensación de pena enorme, infinitesimal en duración, infinita en profundidad:
Esperad, todavía no term

7

Mark estaba de pie tan cerca que el estallido del proyectil fue como un silencio en los oídos y borró todos los otros sonidos. Pasó demasiado rápido; no pudo comprenderlo, no pudo cerrar los ojos, no pudo defender la mente de la imagen. El hombrecito que había estado aullando y haciéndole gestos hacia adelante se torció hacia atrás como un trapo gris, los brazos abiertos, la cara contorsionada. Una lluvia de sangre roció a Mark con una fuerza que dolía, parte de un medio círculo amplio de sangre y pedazos de tejidos. Todo el lado izquierdo de Quinn se tiñó de escarlata.

Así son las cosas. No eres perfecto
, fue el primer pensamiento absurdo de Mark. Esa vulnerabilidad absoluta y brusca lo sacudió hasta lo indecible.
No creía que pudieran lastimarte. Mierda, no creía que pudieran

Quinn estaba aullando, todo el mundo retrocedía, sólo él estaba allí, paralizado en su silencio personal, sordo. Miles estaba tendido sobre el cemento, con el pecho abierto, sin moverse.
Eso es un hombre muerto
. Había visto muertos antes y sabía que no había error posible.

Quinn, la cara enloquecida, disparó el arco de plasma contra los de Bharaputra, tiro tras tiro, hasta que los fragmentos calientes del techo empezaron a caer sobre ellos y un Dendarii le quitó el arma.

—Taura, a ellos. —Quinn señaló arriba con su mano libre.

La monstruosa sargento disparó una soga que se enredó en un cable. Subió por ella a toda velocidad, como una araña loca. Entre las luces y las sombras, Mark casi no podía seguirla, mientras ella saltaba a velocidad sobrehumana entre los pasadizos hasta que el personal de seguridad de Bharaputra empezó a caer como lluvia, con los cuellos rotos y la cara blanca. Las armaduras de alta tecno no eran protección posible contra aquellas garras enormes, furiosas. Tres hombres cayeron en medio de su propia sangre, con las gargantas destrozadas; un bombardeo enloquecido. Un Dendarii, que corría atravesando la habitación, estuvo a punto de caer desmayado bajo uno de los cuerpos. Era extraño que la guerra moderna tuviera tanta sangre. Las armas lo cocinaban todo, pulcramente, como un huevo dentro de su cáscara.

Quinn no prestaba atención, como si no le importaran los resultados de su orden. Se arrodilló junto a Miles, con las manos extendidas y temblorosas, dudando. Luego sacó el casco de comando de la cabeza de su almirante. Arrojó a un lado el casco del escuadrón que tenía puesto y lo reemplazó por el de Miles. Se le movieron los labios: establecía contactos, controlaba canales. Aparentemente, el casco no había sufrido daños. Ella aulló órdenes a la gente del perímetro, preguntas al transbordador.

—Norwood, vuelve,
vuelve aquí ya
. Sí, tráela. Ahora, ahora. ¡Ya, ya, ya, Norwood! —La cabeza dejó de mirar a Miles, pero sólo el tiempo necesario para aullar —: Taura, asegura este edificio. —Desde arriba, la sargento gritaba órdenes a los que tenía con ella.

Quinn sacó un cuchillo vibrador del cinturón y empezó a cortar la ropa de Miles, desgarrando cinturones, el escudo, las bandoleras y tirando fragmentos ensangrentados a su alrededor. Mark levantó la vista, siguió la mirada de ella y vio al tecnomed que volvía con la camilla flotante, guiando el peso sobre el cemento. La camilla flotante contrarrestaba la gravedad pero no su masa: la inercia de la crío-cámara, muy pesada, luchaba contra sus intentos por correr y volvió a luchar cuando él frenó y bajó la camilla al suelo cerca del comandante muerto. Media docena de clones confundidos siguieron al médico como patitos. Se reunieron a mirar, horrorizados, los restos del breve combate.

El médico miraba el cuerpo de Miles y la crío-cámara cargada.

—Capitana Quinn, no sirve para dos cuerpos.

—Claro que sí, mierda. —Quinn se puso de pie, temblando, la voz áspera como si hablara sobre grava. Parecía no notar las lágrimas que le corrían por las mejillas, produciendo una huella rosada sobre la pintura de camuflaje—. Claro que sí, mierda. —Miró sin ver la brillante crío-cámara—. Vacíela.

—¡No puedo, Quinn!

—Es mi orden, mi responsabilidad.


Quinn
… —la voz del médico sonaba angustiosa—. ¿Acaso él hubiera ordenado algo así?


Él
acaba de perder su voto. De acuerdo. —Respiró hondo—. Yo lo hago. Prepárelo.

Con los dientes apretados, el med obedeció. Abrió una puerta al final de la cámara y sacó una bandeja con equipo. Estaba toda desordenada porque ya la había usado una vez y no había tenido tiempo de volver a empacarla como correspondía. Sacó algunas botellas de aislamiento. Grandes.

Quinn abrió la cámara. La tapa saltó hacia fuera, rompiendo el sello. Ella metió las manos adentro y desató cosas que Mark no veía. No quería ver. Siseó cuando la piel congelada instantáneamente se le desgarró en las manos pero volvió a meterlas. Con un gruñido, levantó el cuerpo desnudo, verdoso, manchado de púrpura de una mujer. Lo puso en el suelo. Era la mujer de la bici-flotante, Phillipi. La patrulla de Thorne, desafiando al fuego de Bharaputra, la había encontrado al fin sobre la bici caída a unos dos edificios de su casco perdido. La columna rota, la espalda rota; le había llevado dos horas morir, a pesar de los heroicos esfuerzos del tecnomed y del Escuadrón Verde. Quinn levantó la vista y vio a Mark, que la miraba. Ella tenía la cara destrozada por los sentimientos.

—Tú… inútil… envuélvela. —Quinn señaló a Phillipi, luego se alejó hacia el lugar en que el med estaba arrodillado junto a Miles.

Mark rompió la parálisis y miró a su alrededor hasta que encontró una envoltura plateada entre los suministros médicos. Asustado del cadáver pero todavía más aterrorizado por Quinn, extendió la envoltura y enrolló a la mujer muerta y fría. Estaba dura y pesada, bajo sus manos temblorosas.

Se levantó y oyó murmurar al médico, que tenía las manos sin guantes hundidas en el desastre rojo que había sido el pecho de Miles Vorkosigan

—No encuentro el final. Mierda, ¿dónde hay un extremo? Por lo menos la maldita aorta, algo…

—Ya van cuatro minutos —ladró Quinn, sacando el cuchillo de nuevo y cortando el cuello del cadáver de Miles, dos cortes cuidadosos, sin tocar la laringe. Los dedos de ella buscaron en el corte.

El médico levantó la vista y se limitó a decir:

—Asegúrese de que es la carótida y no la yugular.

—Lo estoy intentando. No están en código de colores. —Encontró algo pálido y gomoso. Sacó un tubo de uno de los frascos de aislamiento y metió el extremo de plástico en la supuesta arteria. Encendió el aparato: se oyó el zumbido de la bomba diminuta, que empujó un líquido verdoso de crío-técnica a través del tubo transparente. Ella sacó otro tubo del frasco y lo insertó del otro lado del cuello de Miles. La sangre empezó a fluir desde las venas de salida, sobre las manos de ella, sobre todo lo que los rodeaba; no a borbotones, como con el pulso de un corazón, sino mecánicamente, de una forma inhumana, firme y constante. Se extendió en el suelo en una laguna brillante, luego empezó a fluir sobre alguna pendiente invisible, un pequeño arroyo carmín. Una cantidad increíble de sangre. Los clones lloraban. A Mark le dolía la cabeza, un dolor terrible que le oscurecía la vista.

Quinn mantuvo las bombas encendidas hasta que lo que salía por ellas tuvo un color claro y verde. Mientras tanto, el med había encontrado los extremos que buscaba y puso otros dos tubos. Más sangre, mezclada con crío-fluido, brotaba de la herida. El arroyo se transformó en río. El med sacó las botas de Miles y luego los calcetines, y pasó sensores sobre los pies cada vez más pálidos.

—Ya casi estamos… ya estamos casi secos. —Se alejó hacia el frasco, que estaba apagado ya con un indicador rojo parpadeante en un extremo.

—Ya he usado lo que tenía —dijo Quinn.

—Probablemente es suficiente. Los dos eran pequeños. Ocúpese de esos extremos… —Le tiró algo brillante que ella atrapó en el aire. Se inclinaron sobre el pequeño cuerpo—. A la cámara, entonces —dijo el med. Quinn acunó la cabeza, el med tomó el torso y la cadera. Los brazos y las piernas colgaban hacia abajo—. Es liviano… —Metieron el peso sobre la crío-cámara, dejando el uniforme bañado en sangre en el suelo, un montón húmedo y oscuro. Quinn dejó que el med hiciera las últimas conexiones y se volvió con los ojos ciegos, hablándole a su casco. No miró el paquete largo y plateado que tenía a sus pies.

Apareció Thorne, que cruzaba la habitación trotando. ¿Dónde había estado? Thorne miró a Quinn e informó con una indicación de cabeza hacia los bharaputranos muertos:

—Vinieron por los túneles. Por ahora tengo las salidas aseguradas. —Miró, vacío, la crío-cámara. De pronto pareció que tuviera más de cincuenta años. Viejo.

Quinn asintió.

—Clave a canal 9-C. Tenemos problemas fuera.

Una especie de curiosidad horrenda pasó por la impresión que dominaba a Mark. Encendió el casco. Lo había apagado durante horas y horas, sin esperanza, sin saber qué hacer, desde que Thorne le había quitado el comando. Siguió las transmisiones de los capitanes.

Los equipos de perímetro de los escuadrones Azul y Naranja estaban bajo mucha presión, atacados por las fuerzas de seguridad bharaputranas. El retraso de Quinn en el edificio estaba atrayendo a los guardias como la carne muerta a las moscas, con una tremenda excitación. Con casi dos tercios de los clones en el transbordador, el enemigo había dejado de dirigir fuego pesado hacia la nave pero los refuerzos se estaban reuniendo a gran velocidad en el aire, como buitres. Quinn y compañía estaban en peligro inminente de sitio y ataque.

—Tiene que haber otro camino —musitó Quinn. Cambió canales. —Teniente Kimura, ¿qué tal las cosas ahí? ¿La resistencia sigue débil?

—Se ha incrementado, y mucho. Tengo las manos llenas ahora, Quinnie. —La voz hermosa y alegre de Kimura desapareció interrumpida por una onda de estática que indicaba arcos de plasma y la activación del campo espejo—. Ya hemos conseguido nuestro objetivo y nos vamos. Después charlamos, ¿vale? —Más estática.

—¿Qué objetivo? Cuida tu maldito transbordador, ¿quieres? Tal vez tengas que venir a por nosotros. Infórmame en cuanto estés en el aire.

—De acuerdo. —Una leve pausa—. ¿Por qué no está el almirante en este canal, Quinnie?

Los ojos de Quinn se cerraron con el dolor.

Other books

The Book of Everything by Guus Kuijer
Wes and Toren by J.M. Colail
Hollywood Tough (2002) by Cannell, Stephen - Scully 03
Savage Lane by Jason Starr
Engaging the Earl by Diana Quincy
The Japanese Corpse by Janwillem Van De Wetering
Regency Innocents by Annie Burrows
Seeds of Discovery by Breeana Puttroff