Danza de espejos (14 page)

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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

—¡Ajá! ¡Ya la tengo, sargento!

Cogió un par de piernas en movimiento defensivo y tiró de ellas. La presa salió a la luz, una mujer-niña bajita con el mismo uniforme que todas. Emitía pequeños grititos, una petición de socorro sin esperanza de auxilio. Tenía una cascada de bucles color platino pero su rasgo más destacado era el busto, dos enormes globos que la seda rosada de la túnica no podía contener. Rodó sobre sus rodillas, se puso de pie, las manos tocándose la piel como si no estuviera acostumbrada a encontrarla allí.

Diez años, mierda
. Parecía que tuviera veinte. Y esa hipertrofia no podía ser natural. La cliente-progenitora había pedido escultura corporal, obviamente, antes de tomar posesión. Eso tenía sentido: que el clon sufriera el problema metabólico y quirúrgico. Una cintura de avispa, una cadera elegante… por esa madurez femenina exagerada, madura físicamente, se preguntó si no sería una de las que destinaban a transferencia y cambio de sexo. Casi con seguridad. Y la cirugía la esperaba muy pronto, sin duda…

—No, no, váyanse —sollozaba—. Váyanse. Va a venir mi madre, pronto, pronto. Mañana,
mañana
vendrá a buscarme. Déjenme. Voy a conocer a mi madre…

La cara de la mujer Dendarii estaba roja, transfigurada, avergonzada como él por la monstruosidad de la chica.

—Pobre muñeca —susurró y la sacó de la angustia con un leve toque de bloqueador en la nuca. Ella se derrumbó sobre el suelo.

El casco lo estaba llamando de nuevo. Él no supo cuál de los hombres era.

—Señor, acabamos de espantar a un grupo de los luchadores de la Casa Bharaputra con nuestros bloqueadores. No tenían trajes anti-bloqueador. Pero los que vienen ahora sí los tienen. Están mandando grupos más grandes, más armados. Armas pesadas. Los que están bloqueados van a despertarse pronto.

Él buscó en los vídeos del casco, tratando de situar a ese hombre en el holomapa.

Antes de que pudiera terminar la operación, la voz sin aliento del guardia de aire le llegó como una catarata.

—Un equipo de armas pesadas de Bharaputra está rodeando el edificio hacia el sur, señor. Tenemos que salir de aquí. Esto se está poniendo muy feo.

Él hizo un gesto para que la Dendarii y su muñeca bloqueada salieran de la habitación antes que él.

—Sargento Taura —llamó—. ¿Recibió esos informes del exterior?

—Sí, señor. Vámonos.

La sargento Taura se echó a la muchacha euroasiática sobre un hombro ancho y a la rubia sobre el otro, aparentemente sin notar el peso y condujeron al grupo de chicas asustadas por las escaleras. Taura las hizo caminar de dos en dos, cogidas por las manos, mejor organizadas de lo que él hubiera esperado. Pero las voces susurrantes volvieron a surgir, horrorizadas, cuando las llevaron hacia la sección de los muchachos.

—Ahí no nos permiten entrar —intentó protestar una, llorando—. Nos vamos a meter en problemas.

Thorne tenía a seis chicos bloqueados boca abajo sobre el corredor y a otros veintitantos alineados contra la pared, las piernas abiertas, los brazos extendidos, en postura de control de prisioneros, con un par de hombres nerviosos gritándoles y manteniéndolos en su lugar. Algunos clones parecían enojados, otros lloraban y todos estaban aterrorizados.

Él miró con horror el montón de víctimas de bloqueadores.

—¿Cómo vamos a llevarlos a todos?

—Que los lleven sus compañeros —dijo Taura—. Así nosotros tenemos las manos libres y ellos las tienen ocupadas. —Dejó los dos pesos que llevaba al final de la fila, con cuidado.

—Bien dicho —dijo Thorne, levantando la mirada con dificultad, después de observar con fascinación a la mujer de los grandes pechos, de la que le costó despegar los ojos—. Worley, Kesterton, que… —se detuvo en la mitad de la orden cuando un mensaje de emergencia pasó por encima de todos los canales en su casco y el del almirante.

Era la mujer de la bici, que aullaba:

—Hijos de puta, el transbordador… Cuidado chicos, a la izquierda… —Estática—. ¡Oh, mierda! —luego silencio, sólo el murmullo de un canal vacío.

Él buscó una lectura, frenético, cualquier lectura, ya, pronto. El localizador funcionaba, y encontró a la mujer entre dos edificios en la parte trasera del patio donde estaba estacionado el transbordador. Las lecturas médicas eran líneas uniformes. ¿Muerta? Seguramente no, tenía que haber por lo menos química de la sangre… La visión estática, vacía que se transmitía enfocaba la niebla de la noche en un ángulo extraño, y esto le explicó la situación. Phillipi había perdido el casco. Lo difícil era saber qué otra cosa había perdido.

Thorne llamó al piloto del transbordador una y otra y otra vez, alternando la llamada con los de retaguardia. No hubo respuesta.

—Inténtalo tú —insultó a su almirante.

Pero él también encontró canales vacíos. Nada más. Los otros dos Dendarii de la cobertura estaban en medio de un intercambio de fuego con el escuadrón de armas pesadas de los bharaputranos que venía del sur según el informe anterior de la mujer de la bici-flotante.

—Tenemos que hacer un reconocimiento —ladró Thorne entre dientes—. Sargento Taura, usted tenga a esos chicos a punto para marchar. Tú… —Eso, para él, aparentemente. ¿Por qué ya no lo llamaba
Almirante
o
Miles
?—. Ven conmigo. Sumner, cúbranos.

Thorne partió a un trote rápido. Él maldijo sus piernas cortas mientras trataba de seguirlo y se quedaba cada vez más atrás.

Abajo por el tubo elevador, afuera por las puertas de vidrio, rodeando un edificio oscuro, entre otros dos. Alcanzó al hermafrodita que estaba pegado contra el suelo de un rincón del edificio que formaba el borde del patio de juegos.

El transbordador todavía estaba allí, al parecer entero —seguramente ninguna arma de mano podía penetrar su carcasa de combate—. La rampa estaba alta, la puerta cerrada. Una forma oscura —¿Dendarii o enemigo?— se agachaba entre las alas. Thorne maldecía entre dientes y metió algunos códigos en la placa de computadora de control que llevaba en el brazo izquierdo. La compuerta se abrió, y la rampa salió hacia adelante con un siseo de servos. Ninguna respuesta humana.

—Voy adentro —dijo Thorne.

—Comandante, procedimiento estándar: ése es mi trabajo —dijo el hombre que Thorne había llevado como apoyo, desde su punto, detrás de un enorme tubo de hormigón.

—Esta vez no —dijo Thorne con amargura, y se lanzó hacia adelante en zigzag. Luego subió por la rampa, con el arco de plasma abierto. Un momento después llegó su voz por el comu—: Ahora, Sumner.

No lo habían invitado, pero él siguió a Sumner. El interior del transbordador estaba oscuro como la boca de un lobo. Todos encendieron las luces de los cascos y los dedos blancos de la luz tocaron y revisaron.

Nada parecía fuera de lugar pero la puerta del compartimento del piloto estaba herméticamente cerrada.

En silencio, Thorne hizo que Sumner tomara posición enfrente, para que la puerta quedara entre los dos, entre el fuselaje y la cubierta.

Él se colocó detrás de Thorne. Thorne golpeó otro código en el control del brazo. La puerta se abrió con un gruñido torturado pero no terminó la operación: tembló y se atrancó en la mitad.

Una ola de calor salió desde dentro como el aliento de un horno encendido.

Hubo una suave explosión anaranjada cuando el oxígeno entró en el compartimento y volvió a encender las sustancias inflamables que quedaban. Sumner se puso la máscara de oxígeno de emergencia, cogió un extinguidor químico que había en un gancho en la pared y lo apuntó al tablero de vuelo. Un momento después, los dos lo siguieron.

Todo estaba quemado. Los controles fundidos, el equipo de comunicaciones chamuscado. El compartimento desprendía un olor asfixiante, un olor a productos tóxicos de los materiales sintéticos que se oxidaban. Y otro olor a algo orgánico. Carne carbonizada. Lo que quedaba del piloto. Él volvió la cabeza y tragó saliva.

—Bharaputra no tiene… se supone que no tiene armas pesadas en este lugar.

Thorne señaló lo que veía y dijo furioso:

—Tiraron un par de nuestras propias minas térmicas aquí, cerraron la puerta y salieron corriendo. El piloto estaba bloqueado, supongo. Un hijo de puta bharaputrano inteligente… No tenía armas pesadas así que usó las nuestras. Mató o bloqueó a mis guardias, entró y nos dejó en el suelo. Ni siquiera se quedó para hacernos una emboscada… Eso pueden hacerlo ahora cuando quieran, tienen todo el tiempo del mundo. Este animal nunca va a volver a volar —La cara de Thorne era como una máscara de muerte quemada en la luz blanca de los cascos.

—¿Y qué hacemos ahora, Bel? —El pánico le atenazaba la garganta.

—Volver al edificio y establecer una defensa. Usaremos a los rehenes para conseguir algún tipo de rendición.

—¡No!

—¿Tienes una idea mejor…,
Miles
? —Thorne hizo crujir sus dientes—. Claro, ninguna. Estaba seguro de eso.

El hombre de apoyo miraba a Thorne, espantado.

—Capitán… —miró a los dos una y otra vez—, el almirante nos va a sacar de esto. En peores situaciones estuvimos.

—Esta vez no. —Thorne se enderezó, la voz baja y agónica—. Y la culpa es mía… Asumo toda la responsabilidad… Ése no es el almirante. Es su hermano, su clon, Mark. Nos engañó, metiéndonos en esto, pero yo lo sé desde hace unos días. Lo supe antes de que nos tiráramos, antes de que llegáramos al espacio local de Jackson. Pensé que yo sería capaz de salir adelante, y que no nos atraparían.

—¿Eh? —Las cejas del hombre se levantaron. No le creía. Un clon al que acabaran de ponerle la anestesia para la operación hubiera tenido la misma cara.

—No podemos… no podemos traicionar a esos chicos y devolvérselos a Bharaputra —gruñó Mark. Rogó.

Thorne hundió la mano en la burbuja carbonizada que ocupaba lo que había sido el asiento del piloto.

—¿Quién es el traicionado aquí? —Levantó la mano y le dibujó una mancha negra en la cara de mejilla a mejilla—. ¿Quién? —susurró—. Tienes. Una idea. Mejor.

Él estaba temblando, la mente convertida en un vacío total. El carbón de la cara dolía como una herida a medio curar.

—Al edificio —dijo Thorne—. Y yo estoy al mando.

6

—Subordinados, no —dijo Miles con firmeza—. Quiero hablar con el jefe, una vez y listo. Y después, salir de aquí.

—Voy a seguir intentándolo —dijo Quinn. Volvió a su comuconsola en la sala de tácticas del
Peregrine
, que en ese momento transmitía la imagen de un oficial de alto rango de la seguridad de Bharaputra, y siguió con la discusión.

Miles se sentó en el asiento, las botas sobre el escritorio, las manos deliberadamente quietas sobre los apoyabrazos. Calma y control. Ésa era la estrategia. En ese punto, ésa era la única estrategia que le quedaba… Si hubiera llegado nueve horas antes… En los últimos cinco días había maldecido metódicamente en cuatro idiomas cada uno de los retrasos hasta que se quedó sin palabras. Habían gastado combustible, mucho, para empujar al
Peregrine
a la aceleración máxima, y habían estado a punto de llegar antes que el
Ariel
. Casi. Los retrasos habían dado a Mark el tiempo justo para convertir una idea mala en un desastre. Pero no había sido Mark solamente. Miles ya no creía en la teoría heroica del desastre. Un lío tan completo como ése necesitaba la cooperación de docenas. Y tenía muchísimas ganas de hablar en privado con Bel Thorne, pronto, cuanto antes. No había contado con que Bel terminara siendo una bala perdida como Mark.

Miró a su alrededor en la sala táctica, buscando la última información de los vídeos. El
Ariel
estaba a salvo, había huido bajo fuego hacia el puerto de la Estación Fell bajo el mando del segundo de Thorne, el teniente Hart. Estaba bloqueado por una docena de naves de seguridad bharaputranas que lo esperaban fuera de la zona de Fell. Otras dos naves escoltaban al
Peregrine
en órbita. Una fuerza simbólica, por ahora: el
Peregrine
tenía más fuego que las otras dos naves juntas. Ese equilibrio de poder de fuego cambiaría cuando llegaran las otras naves de Bharaputra. A menos que pudiera convencer al barón Bharaputra de que no era necesario poner sus naves en ese sitio.

Pidió ver la situación en el planeta sobre el vídeo, tal como la entendían las computadoras de batalla del
Peregrine
, por supuesto. La disposición exterior del complejo médico de Bharaputra era clara, incluso desde la órbita, pero le faltaban los detalles del interior. Los habría necesitado sin duda alguna para planear un ataque inteligente, que no estaba interesado en realizar. Nada de ataques. Negociación y sobornos… hizo un gesto de dolor al pensar en el presupuesto. Bel Thorne. Mark. El Escuadrón Verde y cincuenta rehenes de Bharaputra estaban atrapados en un solo edificio, o eso era lo que se suponía, separados de su transbordador dañado desde hacía ocho horas. El piloto muerto; tres de la tropa, heridos. Eso le iba a costar su comando a Bel, se juró Miles.

Pronto amanecería. Los bharaputranos habían evacuado a todos los civiles del resto del complejo, gracias a Dios, pero también habían traído fuerzas y equipo de seguridad pesados. Sólo la idea de hacer daño a los valiosos clones había detenido a Bharaputra de un ataque violento. No podía negociar desde una posición de fuerza, por desgracia. Lástima. Tranquilo.

Sin volverse, Quinn levantó la mano y le hizo una señal.
Prepárate
. Él bajó la vista y controló su aspecto. La ropa de trabajo gris que estaba usando era de la persona más baja del
Peregrine
, una mujer de Ingeniería que medía un metro cincuenta. No le quedaba bien. Sólo tenía la mitad de las insignias correctas. El desaliño agresivo era un método de comando, pero él necesitaba más apoyo para conseguirlo. La adrenalina y la rabia contenida tendrían que servir para darle poder a su aspecto. Si no hubiera sido por el biochip de su nervio vago, sus úlceras habrían estado carcomiéndole el estómago. Abrió la comuconsola a la comunicación de Quinn y esperó.

Con una chispa de luz apareció sobre la placa de vídeo la imagen de un hombre con el ceño fruncido. Tenía el cabello negro hacia atrás en una cola apretada sostenida por un anillo dorado que le realzaba las facciones. Usaba una túnica de seda color bronce y ningún otro adorno. Piel color oliva, y aproximadamente unos cuarenta años y aspecto saludable. Las apariencias engañan: hacía falta más de una vida para llegar a ser líder indiscutido de una Casa de Jackson, con mentiras, engaños y maniobras políticas. Vasa Luigi, el barón Bharaputra, había estado usando el cuerpo de un clon en los últimos veinte años. Ciertamente lo cuidaba bien.

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