De qué hablo cuando hablo de correr (12 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Biografía, relato

También hay un señor que pasea a buen ritmo con un gran artilugio ortopédico negro en su pierna derecha. Es corpulento y de raza blanca. Puede que haya sufrido una grave lesión. Pero lo cierto es que (que yo sepa) lleva ya cuatro meses con ese corrector ortopédico. ¿Qué le habrá pasado en la pierna derecha? De todos modos, no parece tener ningún problema para andar, pues camina a buen ritmo. Pasea por la ribera en silencio y con paso resuelto, mientras escucha música con unos auriculares de gran tamaño.

Ayer corrí mientras escuchaba
Beggars Banquet
de los Rolling Stones. El coro funky que acompaña con su
hoh-hoo
la canción «Sympathy for the Devil» resulta perfecto para correr. La víspera corrí escuchando
Reptile
, de Eric Clapton. A ninguno de los dos se les puede poner ni una sola pega. Te llegan al alma. Nunca me canso de escucharlos. Especialmente
Reptile
, que me he puesto un montón de veces para correr. Si me permiten que les dé mi opinión, les diré que
Reptile
es un álbum ideal para escucharlo mientras uno corre suavemente por la mañana. No es forzado ni artificioso, en absoluto. Su ritmo es siempre definido y su melodía muy natural. Mi consciencia va siendo suavemente atraída por la música y, a su son, mis dos piernas se ven impulsadas rítmica y regularmente hacia delante y hacia atrás, y así sucesivamente. A veces, mezclado con la música que en ese momento fluye por mis auriculares, escucho detrás de mí un grito de
«On your left!»
(¡Por su izquierda!), y una bicicleta de carreras me adelanta a toda velocidad con un ¡ziu! por mi izquierda.

Sin dejar de correr, se me ocurren otras consideraciones sobre el hecho de escribir.

A veces la gente me dice: «Llevando siempre una vida tan saludable como la suya, ¿no le parece que llegará un momento en el que ya no podrá seguir escribiendo novelas?». Cuando estoy en el extranjero, esto no me ocurre casi nunca, pero parece que en Japón hay bastante gente que opina así. Es decir, que escribir novelas es una actividad poco sana y que los escritores tienen que llevar una vida lo más insana posible, bien alejados del orden público y de las buenas costumbres. De este modo, rompen con todo lo mundano y consiguen acercarse a las cosas más puras, que poseen valor artístico. Esta suerte de tópico está muy arraigada en la sociedad. Al parecer, con el paso de los años se ha ido forjando este esquema de «artista = insano (degenerado)». En las películas y en las series de televisión aparece a menudo esta imagen estereotipada (legendaria, si lo digo con propiedad) del escritor.

En líneas generales, estoy de acuerdo con la idea de que escribir novelas es una labor insana. Cuando nos planteamos escribir una novela, es decir, cuando mediante textos elaboramos una historia, liberamos, queramos o no, una especie de toxina que se halla en el origen de la existencia humana y que, de ese modo, aflora al exterior. Y todos los escritores, en mayor o menor medida, deben enfrentarse a esa toxina y, sabedores del peligro que entraña, ir asimilándola y capeándola con la mayor pericia posible. Porque sin la intervención de esa toxina no se puede llevar a cabo una auténtica labor creativa en el sentido verdadero del término (les pido perdón por la extraña metáfora que ahora emplearé, pero puede parecerse al hecho de que la parte más sabrosa del pez globo sea precisamente la más cercana al veneno). Y a eso, se mire por donde se mire, no se le puede llamar una actividad «saludable».

Dicho de otro modo, por su origen, los actos artísticos contienen en sí mismos agentes insanos y antisociales. Admito esto sin paliativos. Precisamente por ello, no son pocos los autores (y en general los artistas) que se degradan en relación a los estándares que marca la vida real o que se envuelven en el hábito de lo antisocial. También esto puedo comprenderlo. O, mejor dicho, son fenómenos innegables.

No obstante, creo que aquellos que aspiran a dedicarse a escribir novelas profesionalmente durante mucho tiempo tienen que ir desarrollando un sistema inmunitario propio que les permita hacer frente a esa peligrosa (a veces incluso letal) toxina que anida en su cuerpo. De esa manera podrá ir procesando, correcta y eficazmente, una toxina cada vez más potente. En otras palabras: podrá ir creando historias cada vez más poderosas. Pero, para poder generar y mantener a largo plazo ese sistema autoinmune, se necesita una cantidad de energía nada despreciable, energía que deberá obtener de alguna parte. ¿Y dónde se obtendrá esa energía, sino en la propia fuerza física de base?

No me gustaría que me malinterpretaran, pues tampoco pretendo decir que ésa sea la única vía correcta para un escritor. Del mismo modo que hay varios tipos de literatura, hay también varios tipos de escritores, cada uno con su propia visión del mundo. Abordan cosas distintas, como también lo son sus objetivos. De ahí que para los novelistas no exista nada calificable como la única manera correcta de hacer las cosas. Es lógico. Pero, si me permiten que les hable de mi caso concreto, les diré que, en mi opinión, el aumento de esa «fuerza física de base» es uno de los elementos indispensables para embarcarse en creaciones de cada vez mayor envergadura y estoy convencido de que se trata de algo que merece la pena (o, cuando menos, de que es mucho mejor llevarlo a cabo que no). Y, aunque sea algo muy trivial, como se dice habitualmente: «Si algo merece la pena, entonces merece poner en ello todo el empeño (e incluso a veces un poco más)».

Para tratar con cosas insanas, las personas tienen que estar lo más sanas posible. Ésa es mi teoría. Lo que es tanto como decir que los espíritus insanos necesitan también, por su parte, cuerpos sanos. Dicho así, puede sonar paradójico. Pero eso es algo que siento vivamente en mi propio cuerpo desde que me convertí en novelista. Y es que lo sano y lo insano no se hallan en polos opuestos. Tampoco se enfrentan entre sí. Se complementan mutuamente y, en algunos casos, pueden contenerse mutuamente de forma natural. A menudo, la gente que tiende a lo sano sólo piensa en lo sano, y la que tiende a lo insano sólo piensa en lo insano. Pero esas inclinaciones extremas impiden que la vida resulte de veras fructífera.

Autores que de jóvenes escribían obras excelsas y bellas, llenas de fuerza, han visto cómo, al llegar a cierta edad, acusaban una intensa extenuación. A esa peculiar forma de fatiga le va como anillo al dedo la calificación de «agotamiento literario». Quizá sus obras sean, como siempre, hermosas. Y aunque quizá su forma de agotarse posea también cierto encanto, es evidente que su energía creativa ha ido decayendo. Supongo que se debe a que la energía física de esos autores ya no es capaz de superar a la toxina con la que lidiaba a diario. La vitalidad física con la que hasta ahora se imponían naturalmente a esa toxina ha tocado techo y ha ido perdiendo su efecto inmunitario. En consecuencia, ahora les resulta muy difícil realizar una labor creativa. Se ha quebrado el equilibrio entre su imaginación y la vitalidad que la sustentaba. Tan sólo les queda utilizar sabiamente los métodos y técnicas que han cultivado hasta ese momento y aprovechar esa suerte de calor residual para, simplemente, ir haciendo ajustes de carácter formal en sus obras. Por decirlo de una manera muy prudente, me temo que sus existencias han tomado un rumbo poco agradable. Hay incluso quienes, llegados a ese punto, deciden poner fin a sus vidas. Otros deciden abandonar por completo la labor creativa y seguir otros derroteros.

A mí, de ser posible, me gustaría no llegar a «consumirme» de ese modo. La literatura en la que yo pienso es algo más espontáneo, más centrípeto, dotado de una energía positiva natural. Para mí, escribir una novela es enfrentarse a escarpadas montañas y escalar paredes de roca para, tras una larga y encarnizada lucha, alcanzar la cima. Superarse a uno mismo o perder: no hay más opciones. Siempre que escribo una novela larga tengo grabada esa imagen en mi mente.

Ni que decir tiene que, en algún momento, uno tiene que perder. Lo queramos o no, nuestro cuerpo se deteriora con el paso del tiempo. Antes o después, es derrotado y se extingue. Y, si el cuerpo se extingue, el alma (seguramente) tampoco tendrá a dónde ir. Soy plenamente consciente de ello. Pero me gustaría retrasar, siquiera un poco, la llegada de ese momento (aquel en que mi vitalidad empiece a verse derrotada y superada por la toxina). A eso aspiro como escritor. Además, hoy por hoy, no tengo tiempo de «consumirme». Precisamente por ello, aunque me digan: «Eso no es propio de artistas», yo sigo corriendo.

El 6 de octubre tengo que impartir una charla en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, así que hoy corro mientras repaso (para mis adentros, por supuesto) lo que diré. En estos casos, obviamente, no escucho música. Susurro mentalmente en inglés.

Cuando estoy en Japón, apenas tengo ocasión de hablar ante el público. Tampoco imparto conferencias o cosas por el estilo. Sin embargo, en inglés he dado ya varias y, si en adelante tengo oportunidad, tal vez dé alguna más. Les sonará raro, pero, precisamente cuando tengo que hablar delante de la gente, me siento más cómodo haciéndolo en mi (por otra parte bastante limitado) inglés que en japonés. Tal vez se deba a que, cuando intento contar algo coherente en japonés, me invade la sensación de que me ahogo en un mar de palabras. Ante mí se extiende una infinidad de opciones, de posibilidades. Como escritor, mantengo una relación demasiado estrecha con el idioma japonés. Por eso, cuando intento dirigirme en japonés a una pluralidad indeterminada de personas, ese profuso mar de palabras aumenta mi desconcierto y mi frustración.

Cuando se trata del japonés, me gusta aferrarme, en la medida de lo posible, a la tarea de escribir yo solo ante mi mesa. Jugando en el campo propio del lenguaje escrito, puedo atrapar las palabras y su contexto e ir dándoles forma a mi antojo, con cierta libertad y eficacia. A fin de cuentas, ése es mi trabajo. Pero cuando pruebo a formular, en voz alta y delante de las personas, las ideas que yo creía haber capturado de ese modo, tengo la terrible sensación de que algo (algo importante) se me va escapando. Tal vez no me convenza esa especie de distanciamiento. Por otro lado, en la práctica, no suelo aparecer en público principalmente porque, por supuesto, procuro por todos los medios que mi cara no se haga muy conocida (no me gusta que me paren cuando, por ejemplo, voy andando por la calle).

Cuando elaboro un discurso en una lengua extranjera, las opciones y posibilidades lingüísticas de que dispongo se vuelven inevitablemente bastante limitadas (me gusta leer libros en inglés, pero la conversación se me da bastante mal), así que, por contra, me enfrento a la situación con mayor comodidad. A fin de cuentas, no es mi lengua materna. Éste fue un descubrimiento muy interesante. Por supuesto, prepararme me cuesta lo mío. Cuando doy una conferencia, subo al estrado tras haberme aprendido de carrerilla todo el texto, de unos treinta o cuarenta minutos, en inglés. Y es que es imposible conectar con el público si uno se limita a leer, punto por punto, lo que lleva escrito. Hay que elegir palabras fonéticamente fáciles de comprender e incorporar también alguna que otra gracia para que el público se relaje. Tengo que intentar transmitir hábilmente a mis interlocutores los rasgos de mi propio carácter. Para que me escuchen, tengo que lograr ponerlos de mi lado, siquiera sea temporalmente. Y, para ello, ensayo una y otra vez mi dicción. Es laborioso. Pero tiene el atractivo de que me enfrento a algo nuevo.

Correr —tengo esa impresión— ayuda a memorizar discursos y cosas similares. Mientras te desplazas con tus piernas puedes ordenar mentalmente las palabras de un modo casi inconsciente. Sopesas el ritmo del texto y evocas el sonido de las palabras. Si tengo la mente ocupada en todo eso, puedo correr largo rato a una velocidad natural y sin forzar la máquina. Lo malo es que, mientras corres hablando para tus adentros, a veces se te escapa sin querer un gesto o un cambio de expresión que desconciertan al corredor que en ese momento viene hacia ti.

Hoy, mientras corría, me he encontrado un ganso del Canadá, grande y regordete, muerto a orillas del Charles. También había una ardilla muerta al pie de un árbol. Ambos parecían profundamente dormidos. Su expresión tan sólo denotaba una tranquila aceptación del final de la vida. Parecía que, por fin, se hubieran liberado de algo. Más adelante, cerca del cobertizo para embarcaciones que hay en la orilla, un vagabundo, con todas sus prendas de ropa sucias puestas una sobre otra, cantaba a voz en grito «America the Beautiful» mientras empujaba un carrito de supermercado. No he logrado distinguir si lo cantaba de corazón o si lo hacía con una especie de profunda ironía.

Sea como fuere, el calendario señalaba ya octubre. Un mes pasa volando. Y la estación más dura está ya al acecho.

Seis
23 de junio de 1996 - Lago Saroma (Hokkaidô)

Ya nadie golpeaba las mesas,
nadie lanzaba los vasos

¿Han probado alguna vez a correr cien kilómetros en un día? A buen seguro, la inmensa mayoría de la gente (tal vez debería decir de la gente que conserva la cordura) no ha pasado nunca por esa experiencia. En principio, los ciudadanos normales y que están en su sano juicio no cometen esa clase de locuras. Yo lo hice una vez. Corrí de la mañana al atardecer hasta completar una carrera de cien kilómetros. El desgaste físico fue tremendo y, tras la carrera, se me quitaron las ganas de correr por una temporada. Por eso creo que no lo repetiré, aunque, claro está, nadie sabe lo que le deparará el futuro. A lo mejor no escarmenté del todo y llega de nuevo el día en que me enfrente a otra ultramaratón. Lo que nos traerá el mañana sólo lo sabremos cuando llegue ese mañana.

De todos modos, cuando ahora pienso en ello, comprendo que esa carrera fue para mí, como corredor, un acontecimiento muy significativo. Cuán significativo puede ser que uno corra cien kilómetros, eso no lo sé. Pero en tanto que «acto que, aunque se aleje mucho de lo cotidiano, no atenta en lo fundamental contra la senda que ha de seguir el hombre», es posible que aporte algún conocimiento peculiar a la conciencia humana. Quizás también añada elementos nuevos a la visión que uno tiene de sí mismo. Y, como resultado, puede que los tonos y las formas del escenario de tu vida se transfiguren. En mayor o menor medida. Para bien o para mal. Pero lo cierto es que, en mi caso, esa transfiguración se produjo.

Lo que viene a continuación es, con algún retoque, lo que bosquejé unos días después de la carrera a fin de que no se me olvidara. Al releerlo diez años después, revivo con nitidez lo que sentí y pensé mientras corría en aquella ocasión. Espero que ustedes se hagan una idea aproximada de las cosas (unas de las que alegrarse y otras ya no tanto) que aquella despiadada carrera dejó en mi interior. Pero tampoco me extrañaría que, al llegar al final, sólo me digan que no han entendido ni jota.

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