De qué hablo cuando hablo de correr (11 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Biografía, relato

El caso es que, en este instante, tengo los músculos como piedras. Por muchos estiramientos que haga, no consigo que se relajen. Seguro que, en parte, se debe a que ahora estoy en el punto álgido del programa de entrenamiento; aun así, me parece que los tengo demasiado rígidos. De vez en cuando, me tengo que soltar las zonas agarrotadas de las piernas golpeándolas con los nudillos con firmeza y determinación (lo que, por supuesto, duele bastante). Mis músculos son tan testarudos como yo. Mejor dicho, lo son aún más. Mis músculos memorizan y aguantan. Y también mejoran, en cierta medida. Pero no quieren avenirse a nada conmigo. Ni se plantean flexibilizar su postura frente a mí. Pero, me guste o no, éste es el cuerpo que tengo. Mi cuerpo, con sus límites y sus inclinaciones. Al igual que con mi cara o con mi talento, aunque haya aspectos suyos que no me gusten, no dispongo de otro cuerpo, así que no tengo más remedio que ir tirando con él. Con la edad, uno va aprendiendo a apañárselas con lo que tiene. Acabas sabiendo preparar fácilmente una comida decente (e ingeniosa) con lo que queda en el frigorífico. Aunque sólo queden manzanas, cebollas, queso y
umeboshi
,
[4]
no te quejas. Te las apañas con lo que tienes. Y das gracias por tener algo que llevarte a la boca. Llegar a pensar así es una de las pocas ventajas que tiene la edad.

Hacía mucho que no corría por Tokio. En septiembre todavía hace bastante calor. El rigor de los últimos calores estivales se acentúa en la capital. Corro en silencio y sudando a mares. Noto cómo la gorra se me va empapando. Veo el sudor que va esparciendo mi cuerpo: salpico gotas de sudor que se convierten en sombras proyectadas con nitidez sobre el suelo. Caen sobre él y se evaporan al instante.

El semblante de la gente que corre largas distancias es parecido en cualquier parte del mundo. Todos dan la impresión de pensar en algo. Tal vez no piensen en nada, pero parecen tener la mente fija en algo. Me impresiona ver cómo corren a pesar del calor que hace, no puedo evitarlo, pero, cuando me paro a pensarlo, caigo en la cuenta de que yo hago exactamente lo mismo.

Mientras corro por el parque de Jingu Gaien, me llama una señora que pasa por allí. Es una lectora mía. No es algo habitual, pero a veces me ocurre. Dejo de correr y conversamos unos instantes. Me dice que lee mis novelas desde hace más de veinte años. Empezó a leerme cuando tenía dieciocho o diecinueve y ahora tiene treinta y muchos. Todos vamos envejeciendo por igual. «Gracias», le digo yo. Nos despedimos con un apretón de manos y una sonrisa, aunque me temo que mi mano estaba empapada de sudor. Yo vuelvo a ponerme a correr. Ella se encamina de nuevo hacia su destino, que no sé cuál es. Y yo sigo corriendo hacia el mío. ¿Que cuál es el mío? Nueva York, por supuesto.

Cinco
3 de octubre de 2005 - Cambridge (Massachusetts)

Aunque en aquella época yo hubiera
llevado una larga cola de caballo...

En verano, en el área de Boston, hay días tan desagradables que sólo querrías maldecirlo todo. Pero si se aguanta eso, el resto no está nada mal. La gente adinerada se marcha en tromba de veraneo a Vermont o a Cape Cod, así que la ciudad queda desierta y resulta muy cómoda. Las hileras de árboles proyectan nítidamente su fresca sombra sobre los paseos situados a ambos lados del río y los estudiantes de las universidades de Harvard y Boston se afanan en sus entrenamientos de remo sobre la deslumbrante superficie del río. Las chicas extienden las toallas sobre la hierba y toman el sol en sus exiguos bikinis mientras escuchan música en sus
walkman
o sus
iPod
. Los vendedores ambulantes de helados montan los puestos de sus furgonetas. Alguien toca la guitarra y canta una vieja canción de Neil Young. Un perro de largo pelaje persigue un
frisbee
sin apartar ni un instante la mirada de él. Un psiquiatra del partido demócrata (tal vez) conduce junto al río cortando el viento del atardecer en su Saab descapotable de color vino.

Pero pronto llegará el peculiar otoño de Nueva Inglaterra, hermoso y corto, que, con avances y retrocesos, ocupará su lugar. Lenta, muy lentamente, el apabullante y profundo verdor que nos envolvía irá dando paso a un tenue dorado. Y, cuando llega el momento de ponerse el pantalón del chándal encima de los pantalones cortos para correr, las hojas secas caen suavemente agitadas por el viento y resuena el ruido duro y seco de las bellotas al caer sobre el asfalto. Para entonces, las diligentes ardillas corretean ya por todas partes con ojos azorados, dispuestas a hacer acopio de provisiones para el invierno.

Y, en cuanto pasa Halloween, llega callado, conciso y puntual, como un eficaz recaudador de impuestos, el invierno. En un abrir y cerrar de ojos, el río se ha cubierto de una gruesa capa de hielo y los botes de remo desaparecen. Si quisiera, uno podría cruzar hasta la otra orilla caminando. Los árboles han perdido hasta la última de sus hojas y, azotadas por el viento, sus delgadas ramas se golpean entre sí tableteando como huesos secos. En las ramas más altas, se ven los nidos que han construido las ardillas. En su interior, duermen y tal vez sueñen, apacibles. Los hermosos gansos del Canadá vienen en bandadas desde el norte sin ningún temor (sí, al norte existen lugares aún más fríos que éste). El viento que sopla por encima del río es tan frío y punzante como una guadaña recién afilada. Los días se vuelven más cortos y las nubes más gruesas.

Los corredores nos ponemos los guantes, nos calamos el gorro de lana hasta las orejas e incluso nos ponemos pasamontañas. Y, aun así, las puntas de los dedos se nos congelan y los lóbulos de las orejas nos escuecen de frío. Y, si sólo fuera el viento frío, aún sería llevadero. Si te propones aguantarlo, lo logras. Lo mortal son las grandes nevadas. Durante la noche, la nieve acumulada se convierte en gigantescos y resbaladizos bloques de hielo que obstaculizan las calles. Y nosotros nos resignamos a no poder correr y esperamos la llegada de la primavera mientras intentamos mantener la forma física nadando en la piscina cubierta o montando en esas insulsas bicicletas estáticas de gimnasio.

Así es el río Charles. Mucha gente acude a sus orillas. Cada uno lo disfruta a su manera. Unos deambulan tranquilamente, pasean al perro, montan en bicicleta, hacen
footing
o disfrutan del patinaje en línea (para ser franco, no comprendo cómo puede alguien «disfrutar» de algo tan terrorífico...). La gente se reúne en la ribera de este río como atraída por un imán.

Es posible que ver a diario una gran cantidad de agua sea algo crucial, lleno de sentido, para el ser humano. Quizá generalice en exceso pero, al menos para mí, es fundamental. Si estoy una temporada sin ver agua, tengo la sensación de que estoy perdiendo algo poco a poco. Puede que sea una sensación algo similar a la que experimentan los apasionados de la música cuando, por la razón que sea, se ven apartados de ella durante largo tiempo. Seguramente tenga algo que ver con ello el hecho de que yo naciera y me criara a orillas del mar.

La superficie del agua se transforma casi imperceptiblemente día a día; varía el color, la forma de las olas y la velocidad de la corriente. Y las estaciones, no cabe duda, van cambiando el aspecto de los animales y las plantas que viven junto al río. Nubes de diversos tamaños y formas aparecen de no se sabe dónde para desaparecer al instante. Y el río recibe la luz del sol para, unas veces con nitidez, otras de manera difusa, reflejar el ir y venir de su blanca imagen sobre las aguas. Según la estación, la dirección del viento cambia como si alguien hubiera pulsado un interruptor. Por la sensación que el viento produce en nuestra piel, por su olor y su dirección, se perciben claramente las muescas que cada estación deja a su paso. Inmerso en la corriente que acarrea todas estas vivas sensaciones, adquiero conciencia de que este ser que soy yo no es más que una minúscula pieza dentro del inmenso mosaico de la naturaleza. Al igual que el agua del río, no soy más que una mera parte reemplazable de un fenómeno natural que pasa por debajo del puente en dirección al mar.

Al llegar marzo, la dura nieve por fin se derrite, se secan también los molestos barrizales causados por el deshielo, la gente se quita los gruesos abrigos y, para cuando vuelven a acudir a las orillas del Charles (los cerezos de los márgenes florecerán más tarde, en mayo), vuelve también el Maratón de Boston, con esa sensación de que todo está listo.

Todavía estamos a comienzos de octubre. Al correr con camiseta de tirantes se nota de veras el frío. Pero es demasiado pronto para ponerse la camiseta de manga larga. Falta poco más de un mes para la carrera de Nueva York. Ha llegado el momento de ir reduciendo kilometraje y reponerse del cansancio acumulado hasta ahora. Es lo que en inglés se denomina periodo de
tapering
, «disminución progresiva». A partir de este momento, por mucha distancia que recorras, ya no te sirve para la carrera. Es más, puede ser contraproducente.

Al revisar mis anotaciones, compruebo que he venido preparándome para la carrera a un ritmo que no está nada mal:

Junio

260 kilómetros

Julio

310 kilómetros

Agosto

350 kilómetros

Septiembre

300 kilómetros

Las distancias que he recorrido describen una hermosa pirámide. Convertidas a promedios semanales, son de sesenta kilómetros, setenta kilómetros, ochenta kilómetros y setenta kilómetros, en los respectivos meses de junio, julio, agosto y septiembre. Es probable que en octubre corra a un ritmo parecido al de junio, sesenta kilómetros por semana.

Me he comprado unas deportivas Mizuno. Después de probarme varias marcas en el City Sports de Cambridge, elegí unas Mizuno iguales a las que ahora llevo para entrenar. Son bastante ligeras, si bien tienen la almohadilla del talón algo dura. Y, como de costumbre, al principio son un poco incómodas y tengo que hacerlas mías. Pero las zapatillas de este fabricante, como no llevan extraños aderezos, me inspiran confianza. Por supuesto, eso es sólo mi impresión. Cada cual tiene sus gustos. En cierta ocasión, hace tiempo, tuve la oportunidad de hablar con el responsable de ventas de las zapatillas deportivas de Mizuno, al que se le escapó lo siguiente: «Como el diseño de nuestras zapatillas es bastante sobrio, no llaman la atención. No hay duda de su calidad, pero a la imagen le falta algo de tirón...». Entiendo perfectamente a qué se refería. No llevan ningún artilugio novedoso, no siguen las últimas tendencias de la moda, ni se publicitan con un eslogan rimbombante. Así que no atraen mucho la atención del consumidor corriente (si fueran coches, probablemente su imagen sería parecida a la de los Subaru). Pero su suela se aferra al terreno con seguridad, con honestidad, con solidez. Por experiencia, puedo afirmar que son el compañero indispensable en un recorrido de cuarenta y pico kilómetros. Sin embargo, las prestaciones de las zapatillas de ahora han mejorado notablemente, de modo que a partir de cierto precio, elijas la marca que elijas, todas se parecen mucho. Aun así, se aprecian ligeras diferencias en los adornos y aderezos, y los corredores siempre buscamos ese tipo de leves estallidos de consciencia.

Durante el mes que falta para la carrera, voy a ir domando estas nuevas zapatillas para adaptarlas poco a poco a mis pies.

Como todavía no me he quitado de encima el cansancio acumulado a causa de tanto entrenamiento, apenas consigo correr con velocidad. Por la mañana, mientras corro tranquilamente a mi ritmo por la ribera del Charles, me adelantan, una tras otra, unas chicas que parecen estudiantes que acaban de ingresar en Harvard. La mayoría de ellas son bajitas y estilizadas, llevan camisetas de color fucsia con el logotipo de Harvard y colas de caballo rubias, y escuchan música en sus
iPod
nuevos, mientras corren en línea recta cortando el viento. Hay en ello, sin duda, algo de desafiante y de agresivo. Parecen estar acostumbradas a ir adelantando a todo el mundo. Y seguramente no están habituadas a que las adelanten. Salta a la vista que son brillantes, sanas, atractivas, serias y muy seguras de sí mismas. En la mayoría de los casos, su forma de correr no es, se mire como se mire, la idónea para las largas distancias; es propia de corredores de media distancia. Su zancada es larga y tienen un apoyo incisivo y firme. Tal vez correr tranquilamente mientras se contempla el paisaje no encaje con su mentalidad.

En contraste, yo estoy (aunque no me enorgullece decirlo) bastante acostumbrado a perder. Hay en este mundo un montón de cosas que exceden mi capacidad y un montón de adversarios a los que jamás vencería. Pero esas chicas tal vez no conozcan aún ese tipo de dolor. Además, lógicamente, tampoco hace falta que conozcan ahora ese tipo de cosas. Y sobre esto divago mientras contemplo el balanceo de sus pretenciosas colas de caballo y sus beligerantes piernas estilizadas. Y continúo corriendo tranquilamente, a mi ritmo, por la ribera.

¿Existieron en mi vida días tan radiantes como los que viven ellas? Sí, puede que sí hubieran... Pero tengo la impresión de que, aunque en aquella época yo hubiera llevado una larga cola de caballo, su vaivén no habría sido tan pretencioso como el de las suyas. Y mis piernas de entonces tampoco debían de batir el suelo con tanta fuerza como las de ellas. Pero supongo que eso es lo lógico. A fin de cuentas, ellas son brillantes estudiantes de la excelsa Universidad de Harvard.

De todos modos, contemplarlas correr es, en cierto modo, maravilloso. Percibo sencillamente que ésta es la forma en la que el mundo pasa de unas manos a otras. Se parece, en definitiva, a un mensaje que nos envía el mundo. Por eso, que me adelanten una tras otra no me produce rabia alguna. Ellas tienen su ritmo y su tiempo propios. Y yo, mi ritmo y mi tiempo propios. Son completamente distintos y, por mil motivos, es lógico que sea así.

Por las mañanas, en el camino de la ribera y aproximadamente a la misma hora, suelo encontrarme los mismos rostros. Hay una mujer india de pequeña estatura que pasea sola. De facciones distinguidas, rondará los sesenta y siempre va bastante arreglada. Y, curiosamente (aunque tal vez ello no tenga ni una pizca de curioso), cada día lleva un atuendo distinto. Un día va envuelta en un sari impecable y al otro lleva una sudadera grande con el nombre de la Universidad. Pero (si la memoria no me falla) no la he visto repetir la misma ropa ni una sola vez. Comprobar qué ropa llevará hoy se ha convertido ya en uno de mis pequeños divertimentos ligados al
footing
matinal.

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