El domingo 9 de octubre, a primera hora de la mañana, participé en una carrera. Como era de prever, también llovía. Era la media maratón que organiza cada año en otoño la Boston Athletic Association (BBA), la misma entidad que organiza el Maratón de Boston de primavera. La carrera parte del estadio Roberto Clemente, próximo al campo de béisbol de Fenway, y pasa por el Jamaica Pond para dar la vuelta en el Parque Zoológico Franklin y retornar al punto de partida, donde se encuentra la meta. Este año participaron cuatro mil quinientos corredores.
Me inscribí en esta carrera con la idea de que me sirviera de preparación para el Maratón de Nueva York, por lo que corrí más o menos al ochenta por ciento de mi capacidad y sólo apreté algo en los últimos tres kilómetros. No es fácil correr «moderadamente», intentando refrenarse. Rodeado por todos los demás corredores, aunque te digas que no vas a hacerlo, al final no puedes evitar forzar algo la máquina. Salir todos juntos tras el «¿Listos? ¡Ya!» es francamente divertido y, quieras que no, el instinto guerrero aflora. Pero yo intenté contenerme y mantener la sangre fría: las fuerzas de verdad tenía que subirlas al avión y llevármelas para Nueva York.
Hice un tiempo de una hora y cincuenta y cinco minutos. Más o menos lo que calculaba. En los últimos kilómetros pisé algo el acelerador, adelanté a más de cien corredores, y al llegar a la meta aún me sobraban fuerzas. Fue un domingo algo frío, y en ningún momento dejó de caer una llovizna fina como la niebla, pero, al correr, con el dorsal en la camiseta y escuchando la respiración de los demás corredores a mi alrededor, sentí que había llegado de nuevo la estación de las carreras. La adrenalina se extendía por cada rincón de mi cuerpo. Como suelo correr a solas y en silencio, ese ambiente siempre me estimula. Además, este evento me sirvió para estudiar, a grandes rasgos, el paso que debía mantener durante la primera mitad de la carrera de Nueva York. Ni que decir tiene que lo que ocurra en la segunda mitad sólo lo sabré llegado el momento.
Dado que en mis entrenamientos suelo correr periódicamente distancias parecidas a las de una media maratón, y a veces incluso mayores, la verdad es que, al acabar, sentí cierta decepción. Me quedé como preguntándome: «¿Cómo? ¿Y esto es todo?». Claro que si hubiera acabado derrengado tras correr media maratón a un ritmo moderado, ni me plantearía correr una entera, pues sería un auténtico infierno, y aun así... Casi todas las personas que corrían a mi alrededor eran blancas. Sobre todo mujeres. No sé por qué, pero apenas se veían corredores de minorías étnicas.
La lluvia ha seguido cayendo intermitentemente durante varias semanas y, por motivos de trabajo, he tenido que hacer algunos pequeños viajes, así que durante una temporada no he podido correr como me habría gustado. Pero el Maratón de Nueva York se aproxima, así que lo de no poder correr tampoco es un problema en sí. Al contrario, me permite recuperarme y descansar como es debido. Y es que, aunque soy consciente de que lo mejor para recuperarse bien es descansar, cuando se acerca una carrera empiezo a entusiasmarme y, sin darme cuenta, ya estoy corriendo otra vez. Sin embargo, si llueve, me digo: «Qué se le va a hacer», y me resigno. Éste es el lado bueno de la lluvia.
El problema es que, a pesar de no haber corrido muy en serio últimamente, ha empezado a dolerme la rodilla. Y, como ocurre con la mayoría de los problemas de esta vida, se ha presentado sin previo aviso. El 17 de octubre, por la mañana, cuando me disponía a bajar las escaleras de mi apartamento, noté un chasquido y la rodilla derecha se me aflojó de repente. Al doblarla hasta cierto ángulo, sentía un dolor peculiar en la rótula. No era exactamente dolor, sino una especie de molestia, y después, de repente, noté que la rodilla se quedaba sin fuerzas. Es lo que se llama «rodilla floja»: si no te agarras al pasamanos, no puedes ni bajar las escaleras.
Tal vez el cansancio acumulado en la dura etapa de entrenamiento haya asomado ahora su cara con la repentina bajada de las temperaturas. El calor del verano ha persistido tenazmente durante bastante tiempo, a pesar de que ya estábamos en octubre, pero la lluvia que ha caído sin cesar durante prácticamente una semana ha traído de repente el otoño a la región de Nueva Inglaterra. Cuatro días atrás teníamos puesto el aire acondicionado y ahora no sólo un frío viento barre la ciudad sino que, hasta donde alcanza la vista, todo se ha transformado en un paisaje propio de finales de otoño. He tenido que buscar precipitadamente los jerséis en el fondo del cajón. Hasta las ardillas corretean de un lado a otro en busca de provisiones con cara de preguntarse si todo esto no será sólo cosa de su imaginación, que les está jugando una mala pasada. Cuando se produce un cambio tan drástico de estación como éste, los desajustes en el cuerpo son inevitables. En cambio, de joven nunca me afectaba. El principal problema se presenta cuando llega ese frío húmedo.
Para un corredor de fondo, que ha de convivir a diario con el duro entrenamiento, las rodillas son siempre su talón de Aquiles. Se dice que, al correr, cada vez que apoyamos los pies transmitimos a las piernas un impacto equivalente al triple de nuestro peso corporal. Eso lo repetimos unas diez mil veces al día. Y ahí, entre el duro hormigón del piso y esa irracional carga de peso (por más que las zapatillas incorporen elementos amortiguadores), están nuestras rodillas, aguantando firme y silenciosamente. Si se piensa bien (y esto es algo que casi nunca se piensa), lo raro sería que no surgieran problemas. Supongo que las rodillas también tienen derecho a quejarse de vez en cuando: «De acuerdo, corre hasta quedarte sin aliento, pero ¿no podrías ocuparte un poquito de nosotras? Recuerda que, si nos rompemos, no tienes otras de repuesto, ¿eh?».
¿Cuándo fue la última vez que pensé en serio en mis rodillas? Al hacerme esta pregunta, sentí que les debía una disculpa a ambas. Tenían razón. Quedarse sin aliento tiene fácil arreglo, pero lesionarte las rodillas no. No hay más remedio que aguantar con ellas hasta la tumba. Así que hay que cuidarlas bien.
Ya lo he dicho antes, pero, por suerte, hasta el momento nunca he sufrido una lesión grave como corredor. Ningún problema físico me ha impedido participar en una carrera. Y tampoco me he visto obligado a abandonar una carrera a medias. Es cierto que ya había sufrido alguna vez molestias en la rodilla derecha (siempre en la derecha), pero, hasta ahora, siempre remitían. Por eso quise pensar que también en esta ocasión se me pasarían. Sin embargo, esta vez, ya acostado en la cama, me asaltó la inquietud. ¿Y si a estas alturas no podía participar en la carrera? ¿Habría cometido algún error al planificar el entrenamiento? ¿Debía haber hecho más estiramientos? (Tal vez.) ¿Me habría forzado demasiado en el tramo final de esta última media maratón? Cuando me pongo a pensar estas cosas no consigo conciliar el sueño. Fuera, ruge el frío viento.
Al despertar al día siguiente, después de lavarme la cara y tomar un café, pruebo a bajar las escaleras del apartamento. Me sujeto al pasamanos, me concentro en la rodilla derecha y empiezo a bajar, temeroso. En la parte interna de la rodilla todavía siento alguna molestia. Se insinúa el dolor, pero no es tan agudo e inesperado como el de ayer. Pruebo a subir y bajar de nuevo. Esta vez, a una velocidad más o menos normal, bajo cuatro peldaños y los vuelvo a subir. Ensayo varias formas de andar y pruebo a doblar la rodilla en distintos ángulos. No oigo ni noto ningún crujido de mal agüero en la articulación. Ya me siento un poco más aliviado.
Por otro lado, mi vida cotidiana en Cambridge no me da ni un respiro. Están reformando el edificio de apartamentos en el que vivo y, de día, resuena por todas partes el estrépito de los taladros y las lijadoras. Desde la ventana del cuarto veo el trajín de los obreros, que trabajan desde las siete y media de la mañana (cuando aún está algo oscuro) hasta las tres y media. La terraza de la planta de arriba no estaba bien permeabilizada y mi habitación se llenó de goteras. Me cayó agua hasta en la cama en la que duermo. Todos los cacharros que tenía por casa no bastaron para recoger el agua de las goteras, así que tuve que extender papeles de periódico por toda la habitación. Para colmo, la caldera se averió de repente y nos quedamos sin calefacción y sin agua caliente. Y eso no es todo. Al parecer, había también un problema con el detector de incendios del pasillo y su estridente alarma se disparaba una y otra vez. En fin, que cada día hay jaleo.
Mi apartamento queda tan cerca de Harvard Square que, entre otras ventajas, puedo ir a pie al despacho de la universidad, así que no tengo nada que objetar en cuanto a comodidad, pero esto de la reforma integral de todo el edificio ha sido un fastidio. No obstante, tampoco puedo pasarme el día quejándome. El trabajo pendiente se me acumula y el maratón se aproxima.
Al menos, parece que la rodilla va mejorando. Esto sí que es una buena noticia. En adelante, intentaré centrarme en los aspectos positivos de todo lo que me ocurra.
Otra buena noticia: mi charla del día 6 de octubre en el Instituto Tecnológico de Massachusetts tuvo mucho éxito. Tal vez demasiado, debería decir. La universidad me había reservado un aula grande, con capacidad para cuatrocientas cincuenta personas, pero resultó que acudieron, agolpándose a las puertas del aula, unas mil setecientas, de modo que hubo que desalojar a la mayoría. Tuvo que intervenir la policía de la universidad
(campus police
) para poner orden. Se organizó tal alboroto que nos vimos obligados a retrasar la hora de inicio de la charla. Para colmo, el aire acondicionado estaba estropeado. Hacía uno de esos días que parecen de pleno verano y la gente, que atestaba la sala, sudaba a chorros.
Comencé así la charla: «Gracias por tomarse la molestia de venir a escucharme. Si llego a saber que iban a ser ustedes tantos hubiera pedido que nos dejaran el estadio Fenway Park». Entre el incidente y el calor que hacía, todo el mundo estaba alterado, así que había que reírse un poco. Me quité la americana y di la charla en camiseta. La reacción del público, casi todos estudiantes, fue excelente y, de principio a fin, tanto ellos como yo pudimos disfrutar de una conversación agradable en un ambiente lleno de afabilidad. Me alegró de veras comprobar que había tantos jóvenes interesados en mis novelas.
Y otra buena noticia: la traducción de
El gran Gatsby
, de Scott Fitzgerald, va como una seda. Ya he terminado el primer borrador y ahora trabajo minuciosamente sobre él, retocándolo, para obtener un segundo borrador. Revisando a conciencia línea por línea, puliendo aquí y allá, la traducción va quedando más fluida, y me doy cuenta de que el sentido original del texto de Fitzgerald va pasando al japonés de forma cada vez más natural. Me produce cierto reparo insistir en ello, pero
El gran Gatsby
es una novela magnífica. Por más veces que la leo, nunca me cansa. Pertenece a ese tipo de literatura que siempre te nutre. Cada vez que la leo, descubro algo nuevo y siento intensamente algo nuevo. ¿Cómo un escritor tan joven, de tan sólo veintinueve años, supo captar la verdadera cara del mundo de un modo tan agudo, imparcial y conmovedor? ¿Cómo lo hacía? Cuanto más lo pienso, cuanto más la releo, más me asombra.
El 20 de octubre, tras cuatro días sin haber entrenado debido a la lluvia y las molestias en la pierna, salgo por fin a correr. Por la tarde, cuando ya ha subido un poco la temperatura, me abrigo y pruebo a correr durante unos cuarenta minutos a ritmo suave. Afortunadamente, no noto nada raro en la rodilla. Empiezo despacio, a paso muy suave, y poco a poco voy aumentando la velocidad sin dejar de prestar atención a mi estado. No pasa nada. Las piernas, las rodillas, los talones, por ahora todo funciona sin problemas. Respiro aliviado. Participar en la carrera y acabarla es para mí lo esencial. Alcanzar la meta, no caminar y disfrutar de la carrera: éstos son, en ese orden, mis tres objetivos fundamentales.
Ha hecho buen tiempo tres días seguidos y, gracias a ello, por fin han acabado los trabajos de impermeabilización del tejado. El encargado que dirige las obras, David, un joven alto de origen suizo, me había dicho con gesto sombrío mientras miraba al cielo: «Si tuviéramos tres días de buen tiempo seguidos, terminaríamos los trabajos de impermeabilización, pero...». Pues bien, ahí estaban esos tres días. Con ello desaparecieron también las goteras. Y arreglaron la caldera y volvió a salir agua caliente sin trabas. Por fin pude darme una ducha caliente. Un problema de obstrucción en el sótano, provocado por la reparación de la caldera, también se resolvió y pudimos volver a usar la lavadora y la secadora. Y a partir de mañana podremos encender de nuevo la calefacción. Han sido días muy duros, pero parece que las cosas (incluido el estado de mi rodilla) van enderezándose.
27 de octubre. Hoy, por fin, ya no noto ninguna molestia y he podido correr más o menos al ochenta por ciento de mi capacidad. Ayer todavía notaba una pequeña molestia que me daba mala espina, pero esta mañana he corrido igual que de costumbre. He entrenado unos cincuenta minutos y, en los últimos diez, he probado a aumentar la velocidad con firmeza. Visualizo mi futura entrada en Central Park el día de la carrera y la proximidad de la meta, e intento adecuar la velocidad a esa situación. No surge el menor problema. Mis dos pies apoyan bien sobre el piso y puedo extender la rodilla del todo. El peligro, creo, ya ha pasado.
Ha arreciado el frío. Las calles están atestadas de calabazas de Halloween y, por las mañanas, el camino de la ribera está cubierto de coloridas y húmedas hojas caídas de los árboles. Los guantes son ya un artículo de primera necesidad para poder correr a primera hora de la mañana.
29 de octubre, una semana antes del maratón. Por la mañana han caído algunos copos de nieve, de manera suave y dispersa, que, a partir del mediodía, han dado paso a una copiosa nevada. Y pensar que hasta hace cuatro días parecía que estuviéramos en verano... Así es el clima en Nueva Inglaterra. Desde la ventana del despacho de la universidad contemplo cómo los copos de nieve van cubriendo el paisaje. En cuanto a la forma física, la cosa no va mal. Por lo general, cuando tengo cansancio acumulado me cuesta mucho empezar a correr, y salgo lenta y pesadamente. Pero ahora consigo arrancar con mayor ligereza. Al parecer, mis piernas se han recuperado por completo. Incluso cuando ya estoy corriendo, tengo ganas de correr más.
Pese a todo, persiste la inquietud. ¿De veras se ha esfumado definitivamente aquella sombría imagen que cruzó por un instante ante mis ojos? ¿No permanecerá todavía al acecho, latente y oculta en alguna parte de mi cuerpo? Tal vez siga agazapada en algún sitio, como un astuto ladrón que, conteniendo la respiración al abrigo de las miradas de los habitantes de la casa, espera a que éstos se duerman. Miro en lo hondo de mí mismo, escrutándome. Trato de distinguir la imagen de esa cosa que todavía puede hallarse dentro de mí. Pero nuestro cuerpo, al igual que nuestra consciencia, es un laberinto. Por doquier hay oscuridad y ángulos muertos. Por doquier hay mudas insinuaciones, y por doquier acecha la incertidumbre.