De qué hablo cuando hablo de correr (17 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Biografía, relato

Ni siquiera yo sé muy bien cuántos elepés de vinilo tengo ahora en casa. Nunca los he contado, y tampoco he sentido la necesidad de hacer algo tan horroroso. Siempre, desde que tenía quince años, he comprado numerosos discos y también he ido dando o vendiendo muchos de ellos. Pero el trasiego de entradas y salidas ha sido demasiado intenso, hasta el punto de que resulta imposible saber cuál es su número actual. Vienen y se van. De lo que no cabe duda es de que su número total siempre aumenta. El número concreto no es una cuestión trascendental. Si alguien me preguntara cuántos discos tengo, sólo le contestaría: «Creo que un buen montón. Pero todavía no son suficientes».

El millonario Tom Buchanan, el jugador de polo que aparece en
El gran Gatsby
de Scott Fitzgerald, dice lo siguiente: «Supongo que habrá mucha gente que reforme su caballeriza para hacerse un garaje. Yo debo de ser el único que ha reformado su garaje para hacerse una caballeriza». No es por alardear, pero yo hago algo parecido. Es decir, que si tengo una obra en cedé, pero la encuentro también en vinilo de buena calidad, vendo sin dudar el cedé y me quedo sólo con el elepé de vinilo. O, incluso tratándose de un mismo elepé en vinilo, si después doy con versiones de mejor calidad sonora o más fieles al original que la que tengo, voy vendiendo las anteriores y las voy sustituyendo por éstas sin vacilar. Es laborioso y conlleva unos gastos nada despreciables. Mucha gente, quizá, calificaría de maniacos a los que hacemos estas cosas.

En noviembre del año pasado, es decir, de 2005, corrí, como tenía previsto, el Maratón de Nueva York. Despuntó un agradable y despejado día de otoño. Un día tan espléndido que se diría que el ya difunto Mel Tormé iba a surgir de la nada para, apoyado en un piano de cola, arrancarse con unas estrofas de «Autumn in New York». Yo, junto con decenas de miles de corredores llegados de todas las partes del mundo, tomé la salida por la mañana desde el puente de Verranzano, en Staten Island, atravesé Brooklyn (donde la escritora Mary Morris me espera siempre para animarme cuando paso), pasé por Queens, crucé varios puentes, atravesé Harlem y, unas horas después, llegué a la meta situada en Central Park, cerca del restaurante Tavern On The Green, a cuarenta y dos kilómetros de distancia de la salida.

¿Que cómo fue el resultado? Francamente, no muy bueno. Al menos no tan bueno como el que yo, secretamente, esperaba obtener. Si pudiera, me habría gustado terminar la obra con unas enérgicas palabras de cierre del estilo «Gracias a que entrené muy duro, conseguí obtener un magnífico tiempo en el Maratón de Nueva York. Al llegar a la meta casi me emocioné», al tiempo que me alejaba caminando en plan guay hacia un espléndido atardecer, acompañado por el épico tema de la película
Rocky
. Para ser sincero, hasta que de veras corrí la carrera, tenía la esperanza de que fuera así, deseé que se desarrollara así. Ése era mi plan A. Un plan estupendo.

En la vida real, no obstante, las cosas no suelen salir tan bien. Cuando en un momento de nuestras vidas, acuciados por la necesidad, deseamos que ocurra algo agradable, la mayoría de las veces el que llama a las puertas de nuestras casas es el cartero trayéndonos malas noticias. No puede decirse que eso ocurra siempre, pero sí sé, por experiencia, que nos trae más a menudo noticias tristes que alegres. Se lleva la mano a la gorra y pone cara de sentirlo mucho, pero eso no influye ni un ápice en el contenido del mensaje que nos entrega. Pese a todo, no es culpa suya. Nada se le puede reprochar. No podemos agarrarlo de la solapa y zarandearlo. El pobre cartero sólo cumple honestamente con el trabajo que le han encomendado su jefa. Y su jefa no es otra que..., eso es, una vieja conocida: la realidad.

De ahí que necesitemos un plan B.

Antes de la carrera pensaba que estaba en plena forma. También había descansado bastante. La molestia de la rodilla había desaparecido. Todavía notaba algo de cansancio en las piernas, especialmente en la zona de las pantorrillas, pero (me parecía que) tampoco era como para preocuparse. Cumplí con mi programa de entrenamiento sin contratiempo alguno. Era, quizá, la vez que mejor había podido entrenar para una carrera. Por eso abrigaba la esperanza (o la moderada convicción) de que haría mi mejor tiempo en los últimos años. Ahora sólo tenía que cambiar las fichas que había ido acumulando por dinero en efectivo.

En la línea de salida me situé detrás de la liebre
[6]
que llevaba el cartel de tres horas y cuarenta y cinco minutos. Pensaba que podía aspirar sin dificultad a ese tiempo. Tal vez cometí un error. Viéndolo en retrospectiva, tal vez debí seguir a la liebre de las tres horas y cincuenta y cinco minutos hasta aproximadamente el kilómetro treinta y, a partir de ahí, si me encontraba bien y con fuerzas para apretar, haber ido aumentando el ritmo de un modo natural. Debí planteármelo así, de un modo más prudente. Pero, en aquel momento, había otra cosa que me empujaba por detrás y me susurraba al oído: «¿Acaso no te has dejado la piel entrenándote en medio de aquel terrible calor? Si no eres capaz ni de correr en ese tiempo, esto no tiene sentido. Eres un hombre, ¿no? ¡Entonces actúa como tal, inténtalo!», como el astuto gato y el zorro que tentaron a Pinocho cuando se dirigía al colegio. Además, hasta hace muy poco, tres horas y cuarenta y cinco minutos era para mí un tiempo
business
as usual
, de lo más normal.

Hasta el kilómetro veinticinco aproximadamente pude seguir a la liebre, pero después me resultó imposible. Me fastidia reconocerlo, pero las piernas me dejaron de responder poco a poco. Mi ritmo decayó gradualmente. Me adelantó la liebre de las tres horas y cincuenta minutos, y luego también la de las tres horas y cincuenta y cinco minutos. La cosa se ponía fea. Pero de ninguna manera iba a permitir que me adelantara también la liebre de las cuatro horas. Pasado el puente de Triborough, tras enfilar la amplia avenida que conduce hasta Central Park, noté que me recuperaba un poco y brotó en mí un atisbo de esperanza; quizá todavía podía reaccionar. Sin embargo, se esfumó en un instante y, al entrar en Central Park, por la zona en la que se encuentran aquellas larguísimas cuestas, me dio de repente un calambre en la pantorrilla de la pierna derecha. No era tan fuerte como para obligarme a dejar de correr, pero, debido al dolor, sólo podía correr a la misma velocidad que si estuviera andando. El público a mi alrededor me animaba:
«Go! Go!»
y, por mi parte, yo también tenía muchas ganas de seguir corriendo, pero el caso es que las piernas no me respondían.

Así pues, tampoco esta vez conseguí bajar de las cuatro horas, aunque por muy poco. Por supuesto, aunque a trancas y barrancas, conseguí acabar la carrera, de modo que conseguí mantener mi récord de maratones completos consecutivos (éste hizo el vigésimo cuarto). Es decir, que cumplí con el mínimo. Pero eso no me dejó nada satisfecho: había elaborado un programa tan minucioso de entrenamiento, le había puesto tantas ganas... Era como si un jirón de una nube oscura se me hubiera enredado en el estómago. Por más vueltas que le daba, seguía sin convencerme. Con lo que yo me había esforzado... ¿Por qué me tenía que dar a mí ese calambre? Por supuesto, a estas alturas no pretenderé defender la idea de que todo esfuerzo ha de verse justamente recompensado y esas cosas, pero, si de veras hay un Dios en los cielos, ya podría enviarnos una
señal
, aunque sea fugaz, de ello, ¿no? ¿No puede tener siquiera esa mínima deferencia?

Aproximadamente medio año después, en abril de 2006, corrí el Maratón de Boston. Tengo por principio correr sólo un maratón completo al año, pero como el resultado del de Nueva York no me había dejado buen sabor de boca, intenté enmendarlo corriendo otro. Ahora bien, esta vez me entrené bastante menos, y a propósito. En el Maratón de Nueva York, para el que había entrenado muy a conciencia, los resultados me habían defraudado. Tal vez había pecado por exceso. Por eso esta vez me propuse intentarlo sin más, limitándome a correr un poco más que de costumbre, sin fijarme un horario de entrenamiento especial y sin complicarme mucho la vida. Decidí probar a ver qué pasaba si me lo tomaba con cierta displicencia. Algo en plan «venga, si esto no es más que un simple maratón».

Por ello corrí en Boston. Era la séptima vez que participaba en ese maratón, así que tenía el recorrido grabado en la mente. Me acordaba de todo: del número de cuestas, del estado de cada una de las curvas... También sabía, más o menos, el modo en que había que correrlo (aunque, por supuesto, eso no te garantiza en absoluto que puedas correrlo bien).

Bueno, se preguntarán, ¿cuál fue el resultado?

Hice prácticamente el mismo tiempo que en el de Nueva York. Esta vez, escarmentado por la experiencia de entonces, me refrené durante la primera mitad. Corrí manteniendo el ritmo a la vez que ahorraba energías. Fui observando tranquilamente el paisaje a mi alrededor, disfrutando del recorrido, a la espera de que llegara ese punto en el que me dijera: «Venga, a partir de aquí vamos a ir subiendo ya un poco el ritmo». Pero, finalmente, ese momento nunca llegó. Hasta pasar la llamada Heartbreak Hill, «Colina Rompecorazones», situada entre los kilómetros treinta y treinta y cinco, me encontraba muy bien. Ni el menor problema. Los amigos y conocidos que me aguardaban en la subida de Heartbreak Hill para animarme, me dijeron después que, a juzgar por mi rostro, les había parecido que iba bastante bien. Por mi parte, subí la cuesta saludándoles con la mano y les dirigí una sonrisa al pasar junto a ellos. Incluso pensé que, si seguía así, tal vez al final podría aumentar el ritmo y recortar bastante el tiempo. Sin embargo, cuando, tras pasar Cleveland Circle, entré en el centro de la ciudad, de repente las piernas empezaron a pesarme. La extenuación se me echó encima de improviso. No tenía calambres, pero en los últimos kilómetros, entre el final del puente de la Universidad de Boston y la meta, lo máximo que pude hacer fue intentar no quedarme atrás. Como para tratar de subir el ritmo...

Por supuesto, terminé la carrera. Bajo un cielo ligeramente encapotado, corrí esos 42,195 kilómetros sin detenerme nunca y logré pasar sin problemas bajo la pancarta de meta que, como siempre, estaba situada delante del Prudential Center. Me envolvieron en una de esas sábanas térmicas de color plateado para protegerse del frío y una voluntaria me colgó una medalla en el cuello. La sensación de alivio de costumbre, esa que me dice: «¡Uf! Venga, ya no hace falta que sigas corriendo», me invadió de repente. Conseguir terminar un maratón es siempre una experiencia estupenda y un hermoso logro. Pero, como suponía, el tiempo que hice no me dejó satisfecho. Siempre ardo en deseos de tomarme toda la Samuel Adams de barril que me apetezca cuando acabe la carrera, pero, en esta ocasión, ni de eso tenía ganas. El agotamiento me invadía hasta lo más profundo de las entrañas.

—Pero ¿qué te ha pasado? —me dijo, preocupada, mi mujer, que me esperaba en la meta—. No parece que hayas perdido fuerza y, además, te entrenas bastante...

Yo tampoco sé qué ocurrió. Tal vez, simple y llanamente, me esté haciendo mayor. O tal vez puedan aducirse otras razones. O tal vez esté sucediendo algo importante que se me escapa por completo. En cualquier caso, por ahora tengo que dejarlo en esos «o tal vez». Como el fino cauce de agua que va siendo silenciosamente absorbido por el desierto.

Lo único que puedo afirmar con bastante seguridad es que voy a seguir corriendo maratones con todo mi empeño, sin desfallecer, hasta que consiga volver a sentir que he corrido satisfactoriamente. Supongo que, mientras mi cuerpo me lo permita, aunque esté viejo y achacoso, y aunque la gente de mi entorno me sugiera cosas como «Señor Murakami, ¿no cree que sería hora de ir dejándolo? Ya tiene usted una edad, ¿eh?», seguiré corriendo. Aunque mis tiempos empeoren más y más, estoy seguro de que pondré en ello el mismo empeño y esfuerzo que hasta ahora (e incluso, en ocasiones, más que hasta ahora). Eso es. Me digan lo que me digan, está en mi naturaleza. Como en la del escorpión picar o en la de las cigarras agarrarse a los árboles. Como en la del salmón retornar al río en el que nació o en la de las parejas de patos buscarse mutuamente.

Aunque no se oiga por ninguna parte el tema de
Rocky
, tal vez para mí, y para este libro, ésa sea una posible conclusión. Aunque tampoco veo atardecer alguno hacia el que dirigirme. Es una conclusión tan sobria como unas deportivas para la lluvia. Quizás alguien la calificaría de anticlímax. Si a un productor de Hollywood le propusieran hacer la versión cinematográfica de todo esto, estoy seguro de que sólo con ver de pasada la última página la descartaría. Pero, en definitiva, tampoco puedo negar que ésta sea la conclusión más adecuada para mí.

Y es que yo no comencé a correr porque alguien me dijera: «Por favor, ¿podría hacerse corredor?». Asimismo, tampoco empecé a escribir novelas porque alguien me pidiera: «Hágase novelista, por favor». Un día, sencillamente, empecé a escribir novelas porque me gustaba. Y otro día, sencillamente, empecé a correr porque me gustaba. Hasta ahora he vivido haciendo sencillamente lo que me gusta y como me gusta. Y nunca, aunque la gente me intentase refrenar o aunque recibiera críticas malintencionadas, nunca he variado mi forma de actuar. Alguien así, ¿qué más puede pedir?

Alzo la vista hacia el cielo. ¿Encuentro allí algo parecido a una pizca de consideración? No, no se ve nada de eso. Sólo veo despreocupadas nubes estivales flotando suavemente sobre el océano Pacífico. Y no me cuentan nada. Las nubes nunca han sido muy habladoras. Supongo que no debería mirar al cielo. Más bien debería dirigir la mirada hacia mi interior. Lo intento. Es como asomarse a un profundo pozo. ¿Veré en él algo de deferencia hacia mí mismo? Pues no, tampoco. Lo único que se ve allí es mi naturaleza de siempre: individualista, testaruda, falta de compañerismo, a menudo egoísta y, aun así, poco segura de sí misma y que siempre intenta encontrarles la gracia (o algo parecido) hasta a las situaciones más penosas. Ya he recorrido un largo camino con ella a cuestas, como si fuera una vieja bolsa de viaje. No la acarreo porque me guste. Para lo que contiene, pesa demasiado, y su aspecto tampoco es nada del otro mundo. Además, también está llena de rotos y descosidos. Simplemente, no había por ahí otra cosa, así que no he tenido más remedio que traérmela a ella. Pero, en cierto modo, también le he tomado cariño. Por supuesto.

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