Atravieso a buen ritmo las calles de la vieja y hermosa ciudad de Murakami mientras me animan a gritos los (creo) lugareños y alcanzo la meta intentando exprimir hasta la última gota de mis energías. Es un instante de felicidad. Aunque hayas pasado muchos malos ratos, aunque la carrera no haya ido como tú esperabas, una vez que rebasas la línea de meta todo eso se desvanece. Tras retomar el aliento, le doy un apretón de manos con una sonrisa al dorsal 329, con el que he venido compitiendo desde la prueba de ciclismo, adelantándonos sin tregua el uno al otro: «¡Magnífica carrera! ¡Enhorabuena!». En el último tramo había aumentado el ritmo y a punto estuve de rebasarlo; sólo me faltaron unos tres metros. Al poco de empezar a correr se me desataron los cordones y tuve que detenerme un par de veces para atármelos, con lo que perdí bastante tiempo. De no haber sido por eso, seguro que lo habría adelantado (esto es una hipótesis optimista). Aunque, por supuesto, toda la responsabilidad es mía por no haber revisado bien las zapatillas antes de la carrera.
Pero, en fin, el caso es que la carrera terminó y yo conseguí cruzar felizmente la meta, instalada delante del ayuntamiento de la ciudad de Murakami. No había sufrido lesiones ni reventones, picaduras de medusas malignas ni ataques de osos brutales, persecuciones de avispas ni caídas de rayos sobre mi persona. Mi mujer, que me esperaba en la meta, tampoco había descubierto ningún aspecto desagradable relacionado con mi vida privada. Se limitó a felicitarme diciéndome: «¡Qué bien, ¿eh?!». Uf, menos mal.
Lo que más feliz me hizo fue haber podido disfrutar honestamente, en lo más profundo de mí mismo, de la carrera. Mi tiempo no fue como para presumir delante de los demás. Y cometí un montón de pequeños fallos. Pero, a mi manera, lo di todo, y los efectos de esa entrega permanecen, siquiera tenuemente, en mi interior. Además creo que, gracias a esta carrera, he conseguido mejorar en algunos aspectos. Y eso no es algo nimio. Porque el triatlón —dado que en él se combinan tres disciplinas distintas, con la dificultad que entraña tener que solventar los enlaces entre ellas— es un deporte en el que la experiencia habla por sí misma y desempeña un papel fundamental. A base de experiencia se pueden ir supliendo las carencias y diferencias en lo que respecta a la capacidad física. Dicho de otro modo, lo divertido y lo interesante del triatlón es precisamente lo que se va aprendiendo con la experiencia.
Por supuesto, físicamente resultó muy duro y, en el plano psicológico, viví también momentos de gran decaimiento. Pero esa dureza viene a ser algo así como una premisa para los deportes de esta índole. Si el sufrimiento no formara parte de ellos, ¿quién iba a tomarse la molestia de afrontar desafíos como un maratón o un triatlón, con la inversión de tiempo y esfuerzo que conllevan? Precisamente porque son duros, y precisamente porque nos atrevemos a arrostrar esa dureza, es por lo que podemos experimentar la sensación de estar vivos; y si no experimentamos esa sensación plenamente, sí al menos de manera parcial. Y, a veces (si todo va bien), podemos aprender que lo que de veras da calidad a la vida no se encuentra en cosas fijas e inmóviles, como los resultados, las cifras o las clasificaciones, sino que se halla, inestable, en nuestros propios actos.
Mientras conducía en el camino de vuelta desde Niigata a Tokio, vi a varias personas que regresaban de la carrera con las bicicletas sujetas a los techos de sus coches. Gente bronceada y de complexión fuerte. Cuerpos de triatletas. Había terminado nuestra modesta carrera dominical de principios de otoño y volvíamos a nuestras casas y a nuestras rutinas. Y, cada uno en su ciudad, nos entrenaríamos en silencio como hasta ahora (supongo) para preparar la siguiente carrera. Aunque este tipo de vida, vista desde fuera (o tal vez desde muy arriba), pueda parecer efímera, inútil y sin mucho sentido, o sumamente ineficaz, me digo que hay que resignarse a lo que hay. Y aunque realmente no se trate sino de un acto vano, como verter agua en una vieja olla agujereada, al menos siempre quedará el hecho de haber realizado el esfuerzo. Tendrá su utilidad o no, será o no atractiva a los ojos de los demás, pero, en definitiva, lo más importante para nosotros es, en la mayoría de los casos, algo que no puede verse con los ojos (aunque sí sentirse con el corazón). Y, a menudo, las cosas verdaderamente valiosas son aquellas que sólo se consiguen mediante tareas y actividades de escasa utilidad. Tal vez sean tareas y actividades vanas, pero jamás estúpidas. Eso pienso yo. Pienso así tanto por mi sentir, como por mi experiencia.
Por descontado, ignoro hasta cuándo podré mantener ese ciclo de tareas y actividades de escasa utilidad. Pero, por lo pronto, ya que hasta ahora he venido realizándolas con perseverancia y sin hastiarme, pienso intentar seguir realizándolas mientras pueda. Y es que las carreras de larga distancia han ido educando y formando (en mayor o menor medida, para bien o para mal) a esta persona que soy yo ahora. Así que presumo que, en adelante y mientras me sea posible, tendré que seguir viviendo y sumando años junto a todo lo que tenga que ver con ellas. Supongo que ésa es también una (y no pretendo calificarla de coherente) forma de vivir. O, mejor dicho, es la única que a estas alturas puedo elegir, ¿no?
En esos pensamientos se perdía mi mente mientras iba con las manos al volante.
Supongo que el próximo invierno tendré que volver a correr otro maratón en alguna parte del mundo. Y supongo que, en el verano del año que viene, tendré que enfrentarme de nuevo a una carrera de triatlón en algún otro lugar. De este modo irán sucediéndose las estaciones y transcurriendo los años. Yo cumpliré un año más y tal vez escriba una novela más. De cualquier modo, tomaré en mis manos las tareas que en ese momento tenga frente a mí y las iré despachando una a una con todo mi empeño. Me concentraré en cada una de las zancadas que deba dar. Pero, al mismo tiempo, intentaré reflexionar sobre las cosas con la mayor amplitud de miras posible y ver los paisajes lo más alejados que pueda. Porque está claro que soy un corredor de largas distancias.
Los tiempos individuales, el puesto en la clasificación, tu apariencia, o cómo te valore la gente, no son más que cosas secundarias. Para un corredor como yo, lo importante es ir superando, con sus propias piernas y con firmeza, cada una de las metas. Quedarse convencido, a su manera, de que ha dado todo lo que tenía que dar y de que ha aguantado como debía. Ir extrayendo alguna enseñanza concreta (no importa lo nimia que sea, pero que sea lo más concreta posible) de las alegrías y los fracasos. Y, a base de tiempo y de años, ir acumulando una por una carreras de ese tipo para, finalmente, sentirse satisfecho. O, tal vez, aproximarse, siquiera un poco, a
algo parecido
a eso (sí, tal vez esta expresión sea más adecuada).
Si algún día quisieran grabarme un epitafio y pudiera elegir yo las palabras, me gustaría que dijera lo siguiente:
HARUKI MURAKAMI
Escritor (y corredor)
(1949-20**)
Al menos aguantó sin caminar hasta el final.
En estos momentos, eso es lo que desearía.
Tal como se indica al inicio de cada capítulo, los textos que componen este libro se escribieron entre el verano de 2005 y el otoño de 2006. Como no eran textos que uno pueda escribir de un tirón, los fui elaborando poco a poco, intercalándolos entre los demás trabajos que tenía entonces entre manos. En esas ocasiones, me preguntaba a mí mismo: «¿En qué pienso en estos instantes?». Por eso, aunque no sea un libro muy extenso, transcurrió bastante tiempo desde que empecé a escribirlo hasta que lo terminé, y, cuando lo di por finalizado, tuve que revisarlo minuciosa y concienzudamente.
Hasta ahora he publicado unos cuantos diarios de viaje y recopilaciones de ensayos, pero, precisamente porque apenas había tenido la oportunidad de escribir como lo he hecho ahora, esto es, tomando un único tema como eje central y contando directamente cosas sobre mí, tuve que revisar los textos con sumo cuidado. No me gusta hablar demasiado de mí mismo, pero, por otro lado, si no contaba honestamente lo que debía contar, habría carecido de sentido decidirme a escribir un libro como éste. Y esa suerte de delicado equilibrio no se vislumbra ni se alcanza si uno no relee una y otra vez los textos, dejándolos reposar un tiempo entre una lectura y otra.
Creo que este libro es algo así como unas «memorias». Sería exagerado llamarlo autobiografía, pero se me hace muy difícil calificarlo sólo de ensayo. Parecerá que repito lo que ya he dicho en el prólogo, pero, por lo que a mí respecta, me apetecía tratar de ordenar, a mi manera y utilizando como mediador el hecho de correr, mis ideas sobre cómo he vivido durante los últimos veinticinco años, en tanto que novelista y en tanto que persona normal y corriente. Sin duda los criterios que establecen hasta qué punto el novelista debe aferrarse a su novela y hasta qué punto debe hacer pública su verdadera voz serán distintos para cada persona, de modo que no se puede generalizar. En lo que a mí respecta, mediante la escritura de este libro esperaba, en la medida de lo posible, descubrir cuáles eran esos criterios en mi caso concreto. Si lo he conseguido o no es algo de lo que tampoco estoy aún muy seguro. Pero, en el instante en que terminé de escribirlo, tuve la ligera sensación de que con ello había conseguido liberarme de una carga que llevaba desde hacía mucho tiempo sobre mis espaldas. Así pues, tal vez lo escribí en el momento más indicado.
Desde que terminé esta obra he participado en unas cuantas carreras. A principios de 2007 tenía previsto acudir a un maratón en Japón, pero justo antes de la carrera me resfrié (algo poco frecuente en mí) y no pude correr. Si lo hubiera hecho, habría sido mi vigésima sexta carrera, pero, finalmente, la temporada que va desde el otoño de 2006 hasta la primavera de 2007 terminó sin que corriera ni un solo maratón. Me quedó el resquemor, pero en la próxima temporada pienso volcarme en cuerpo y alma. Como contrapartida, en mayo participé en el triatlón de Honolulú, una competición de categoría olímpica. Conseguí terminarla y disfruté sobremanera, me sentí bien y no tuve contratiempos. Mi tiempo también fue algo mejor que en ocasiones anteriores. Además, como residí durante aproximadamente un año en Honolulú, pensé que era una buena oportunidad para apuntarme a una especie de «Academia de Triatlón» que existe allí y en la que entrené junto a la gente de Honolulú durante unos tres meses, a razón de tres veces por semana. El programa de entrenamiento resultó muy eficaz y además hice algunos amigos («triatmigos») entre los miembros del grupo.
De este modo, correr un maratón en la época de frío y participar en un triatlón durante el verano se está convirtiendo en mi ciclo vital. Como la temporada nunca acaba, siempre estoy bastante ocupado, pero, por lo que a mí respecta, no tengo la menor intención de quejarme por el hecho de que las diversiones de mi vida vayan en aumento.
Para ser franco, no negaré que me atrae la idea de participar en un triatlón serio de la categoría del Ironman, pero si me embarcara en un proyecto de esa envergadura, los entrenamientos diarios me robarían mucho tiempo (sí, sin duda sería así), con el riesgo de que eso acabara interfiriendo en mi trabajo. Por ese mismo motivo decidí no seguir avanzando por la senda de las ultramaratones. En mi caso, sigo haciendo ejercicio de esta manera para, principalmente, mantener y mejorar mi forma física y, así, poder escribir novelas sin decaer; de modo que, si mi tiempo para escribir se viera reducido por culpa de los entrenamientos y las carreras, ello supondría una absurda inversión de mis prioridades o, cuando menos, un fastidio. Por eso en la actualidad me mantengo en una etapa de relativa moderación.
De todos modos, tengo muchos recuerdos derivados del hecho de haber corrido a diario durante un cuarto de siglo.
Una de las anécdotas que recuerdo bien es la ocasión en que el escritor John Irving y yo corrimos juntos por Central Park en 1984. Entonces yo estaba traduciendo su novela
Libertad para los osos
y, cuando fui a Nueva York, le pedí que me concediera una entrevista. Me contestó: «No tengo tiempo, estoy muy ocupado, pero por la mañana voy a hacer
footing
a Central Park; si te vienes a correr conmigo, podremos hablar entonces». Así que hablamos de muchas cosas mientras corrimos juntos por el parque a primera hora de la mañana. Obviamente, no pude ni grabar ni tomar notas, pero, al menos, quedó en mi memoria el grato recuerdo de haber corrido con él, hombro con hombro, a través de aquel transparente y fresco aire.
En la década de los ochenta, cuando corría por Tokio cada mañana, solía cruzarme con una joven encantadora. Como nos cruzamos a menudo durante varios años, nos conocíamos de vista, y cada vez que nos veíamos, nos saludábamos mutuamente con una sonrisa; sin embargo, nunca llegué a hablar con ella (debido a mi timidez) y, por supuesto, ni siquiera sé cómo se llamaba. Pero volver a ver su cara todas las mañanas constituía una de mis pequeñas alegrías en aquella época. Si no fuera por esas pequeñas satisfacciones, me sería muy difícil salir a correr cada mañana.
Otra de las experiencias que también se me ha quedado bien grabada es la de haber corrido por el altiplano de Boulder, en Colorado, junto a la corredora Yuko Arimori, ganadora de la medalla de plata en el maratón de Barcelona 92. Por supuesto, se trató solamente de un suave
footing
, pero ir desde Japón hasta un altiplano situado a cerca de tres mil metros sobre el nivel del mar, y ponerme a correr de repente, provocó que mis pulmones se quejaran, la cabeza me diera vueltas, la garganta se me resecara y fuera incapaz de seguir su ritmo. Por su parte, Arimori se limitó a mirarme por el rabillo del ojo y a preguntarme: «¿Le pasa algo, señor Murakami?». Qué duro es el mundo de los profesionales (aunque en realidad ella es toda amabilidad). De todos modos, hacia el tercer día mi cuerpo ya se había ido acostumbrando a la escasez de oxígeno y pude disfrutar de un refrescante
footing
por las Montañas Rocosas.
En efecto, haber podido conocer a tanta gente gracias a mi afición por correr ha sido otra de mis satisfacciones. Además, muchos me han ayudado y animado. Llegados a este punto, debería, como ocurre en la ceremonia de entrega de los Oscar, expresar mi agradecimiento a muchísimas personas, pero si tuviera que mencionar uno por uno sus nombres no acabaría nunca y, además, no significaría mucho para la mayoría de los lectores, así que me limitaré a decir lo que viene a continuación.