De qué hablo cuando hablo de correr (14 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Biografía, relato

Parecía que hubiera puesto el piloto automático, de modo que, si me hubieran dicho que continuara corriendo así más tiempo, creo que habría podido superar los cien kilómetros. Lo encontrarán extraño, pero, al final, prácticamente se habían borrado de mi mente no sólo el sufrimiento físico, sino incluso cosas como quién era yo o qué hacía en esos instantes. Sin duda era una sensación muy extraña, pero en esos momentos yo ya no era capaz siquiera de percibir hasta qué punto era extraña. El acto de correr se hallaba ya en un ámbito que rozaba casi lo metafísico. Primero estaba el acto de correr y luego, como algo inherente a él, mi existencia. Corro, luego existo.

Cuando me acerco al final de un maratón, sólo pienso en llegar a la meta y en acabar cuanto antes la carrera. No puedo pensar en nada más. Pero esa vez no pensé en eso ni por un instante. Sentía que el fin era sólo la culminación de una etapa, algo sin excesivo sentido. Era como el vivir. La existencia no tiene sentido porque tenga un fin. Tenía la impresión de que el fin había sido establecido provisionalmente en un punto determinado, bien para enfatizar, por razones de conveniencia, el sentido de la existencia, bien como una eufemística metáfora de lo limitado de ésta. Es una idea bastante filosófica, pero yo entonces no pensé ni por un momento que lo fuera. Simplemente lo percibí de un modo, por decirlo así, global, no mediante las palabras, sino mediante la sensación que en esos momentos recorría mi cuerpo.

Tras entrar en la larguísima península de campos de flores silvestres que describía la última parte del recorrido, esta sensación se intensificó. Había alcanzado un estado similar al de la meditación. El paisaje marino era muy hermoso y hasta mí llegaba el aroma del mar de Ojotsk. Ya había comenzado a atardecer (habíamos salido a primera hora de la mañana) y el aire poseía una transparencia especial. Los herbazales del inicio del verano también dejaban sentir su olor. Algunos zorros se agrupaban en la pradera y miraban con curiosidad a los corredores. Gruesas nubes llenas de significado, como las que aparecen en los paisajes ingleses del siglo XIX, cubrían el cielo. No soplaba la menor brisa. A mi alrededor, muchos corredores se limitaban simplemente a encaminar sus pasos hacia la meta en silencio. Y, en medio de todo aquello, experimenté una sensación de serena e inmensa felicidad. Inspiraba y espiraba. No percibía alteración alguna en el sonido de mi respiración. El aire entraba serenamente en mi interior y volvía a salir. Mi silencioso corazón se contraía y se dilataba a un ritmo constante. Mis pulmones iban suministrando oxígeno nuevo a mi cuerpo con diligencia, como dos laboriosos fuelles. Yo los veía trabajando y podía captar el sonido que emitían. Todo funcionaba sin problemas. La gente apostada al borde del camino nos alentaba a grandes voces: «¡Ánimo, que ya falta poco!». Esas voces pasaban simplemente a través de mi cuerpo como transparente viento. Y yo podía sentir cómo llegaban hasta el otro lado.

Yo era yo y no lo era. Ésa era mi impresión. Una sensación muy apacible y silenciosa. La consciencia no era algo tan importante, me dije. Por supuesto, yo era novelista, así que para mí la consciencia era imprescindible. Una historia no puede surgir de algo que no posea consciencia. Pese a todo, no podía evitar pensar de ese modo: la consciencia tampoco era algo tan importante.

De todos modos, cuando crucé la meta de Tokoro me sentí inmensamente feliz. Por supuesto, alcanzar la meta tras una carrera de larga distancia siempre te hace sentir feliz, pero en esta ocasión sentí de veras que mi pecho se henchía de emoción. Alcé mi puño derecho al aire. Eran las cuatro horas y cuarenta y dos minutos de la tarde. Habían transcurrido once horas y cuarenta y dos minutos desde la salida.

Por fin, después de medio día sin poder hacerlo, me senté en el suelo, me sequé el sudor con una toalla, bebí toda el agua que quise, me desaté los cordones de las zapatillas y, mientras caía lentamente la tarde, estiré a conciencia mis talones. No llegaba a ser orgullo, pero cierta sensación de éxito fue extendiéndose por mi pecho como si en ese momento, por fin, la hubiera recordado. Eran la alegría y el alivio de saber que todavía quedaban dentro de mí fuerzas suficientes para asumir voluntariamente situaciones de riesgo e ir capeándolas. Era el alivio. Y quizás el sentimiento de alivio era más intenso que el de alegría. Sentía como si poco a poco se deshiciera una especie de nudo que tenía fuertemente atado dentro de mí. Y ni siquiera me había dado cuenta de que en mi interior existía tal cosa.

*

Días después de la carrera del lago Saroma, tenía que bajar las escaleras muy poco a poco y aferrándome al pasamanos. Las piernas me flojeaban y no me sostenían bien. Pero el cansancio de las piernas se me pasó en unos días y pronto pude volver a subir y bajar escaleras como siempre. Al fin y al cabo, llevaban muchos años adaptándose y entrenando para poder correr largas distancias. El problema se presentó, como he apuntado antes, en las manos. Seguramente había balanceado demasiado los brazos al intentar combatir el cansancio muscular de las piernas. Al día siguiente, tenía la muñeca derecha roja e hinchada, y me dolía horrores. Llevaba mucho tiempo corriendo maratones y era la primera vez que el problema me había surgido en las manos, no en las piernas.

De todas las cosas que comportó para mí la experiencia de la ultramaratón, sin embargo, la más significativa no fue de carácter físico, sino espiritual. Me trajo una suerte de apatía espiritual. De pronto, algo que podría denominarse la «tristeza del corredor», el
runner's
blue
(aunque se acercaba más a un blanco turbio que al azul), me envolvía como una fina película. Terminada la carrera, se enfrió esa pasión que antes sentía por el acto de correr en sí. Por supuesto, influía también el hecho de que me estaba costando bastante recuperarme del cansancio físico que me había generado, pero no era sólo eso. Ya no conseguía localizar en mi interior tan claramente como antes el entusiasmo por «querer correr». No sé por qué. Pero no podía negarlo. Algo había ocurrido en mi interior. Tanto la frecuencia como las distancias de mi
footing
diario se habían reducido en gran medida.

Después, seguí corriendo como antes un maratón cada año. Y ni que decir tiene que no se puede acabar un maratón si no tienes excesivas ganas. Por eso me preparé con cierta seriedad y conseguí terminar esas carreras con cierta seriedad. Pero, en definitiva, nunca conseguí pasar de ese «con cierta». Algo muy extraño se había asentado en lo más profundo de mi ser. No era simplemente que hubiera perdido el entusiasmo por correr. Había perdido algo, pero, al mismo tiempo, algo nuevo había brotado en mi interior de corredor. Y tal vez ese proceso me había provocado esa inhabitual «tristeza del corredor».

¿Qué había brotado en mi interior? No encuentro una palabra que lo defina de manera precisa, pero tal vez se aproxime a «resignación». Por decirlo de un modo un tanto exagerado, se diría que, al tomar parte en esa carrera de cien kilómetros, había hollado «un terreno algo distinto». El proceso de vaciado de consciencia que viví cuando, a partir del kilómetro setenta y cinco, mi sensación de fatiga se esfumó no sé adónde, tenía cierto regusto filosófico, incluso religioso. Algo en él parecía forzarme a la introspección. Quizá debido a eso había perdido aquel sencillo y positivo interés en correr «a toda costa».

O no. Tal vez, en realidad, no fuera algo tan irracional. Tal vez, para decirlo en pocas palabras, me había hartado un poco de correr. Había corrido ya demasiadas distancias y durante mucho tiempo. O puede que, superada la segunda mitad de la cuarentena, me estuviera topando, en el terreno físico, con la insoslayable barrera de los años. Tal vez volví a sentir que había rebasado el momento de mi máxima capacidad física. O quizás estuviera pasando (sin saberlo muy bien) por una etapa de decaimiento anímico derivado de una especie de andropausia generalizada. Aunque también podía ser que todos esos factores se hubieran mezclado para dar lugar a un negativo cóctel de efectos impredecibles. Yo, que soy parte interesada en este asunto, no puedo diseccionar ni analizar objetivamente todos estos aspectos. Pero, sea como sea, yo lo llamo la «tristeza del corredor».

Acabar la ultramaratón me llenó, obviamente, de alegría y me infundió cierta confianza en mí mismo. Incluso ahora me alegro de haberla corrido. Pero me dejó también algo que podríamos llamar «secuelas». Tras ella, sufrí un prolongado bajón como corredor de fondo (aunque mi pasado tampoco fuera tan brillante como para llamarlo así). Mis tiempos en los maratones cayeron gradualmente. Tanto los entrenamientos como las carreras se habían convertido, con pequeñas diferencias, en meras repeticiones rituales de lo mismo. Ya no me entusiasmaban como antes. Y hasta la aguja de mi indicador de adrenalina parecía marcar también una raya por debajo los días en que participaba en una carrera. Tal vez influyera el hecho de que mi interés se centrara ahora en el triatlón y que hubiera vuelto a frecuentar el gimnasio para jugar apasionadamente al squash. Por todo ello, también mi estilo de vida cambió poco a poco. Empecé a pensar que la vida no era sólo correr (algo, por lo demás, evidente). En definitiva, de un modo semiinconsciente, empecé a poner algo de distancia entre «el correr» y yo. Como la que se pone frente a ese amor que ya ha perdido la irracional pasión que domina en los inicios.

Y ahora siento como si, por fin, empezara a salir de esa bruma que es la «tristeza del corredor» y que tanto tiempo ha durado. Todavía no la he atravesado del todo, pero percibo indicios de que algo nuevo se está gestando. Cuando por las mañanas me calzo las zapatillas para salir a correr, noto sus leves movimientos embrionarios. Ha empezado a moverse, sin duda, tanto a mi alrededor como dentro de mí. Me gustaría cultivar cuidadosamente esos pequeños brotes. Me concentro en mi cuerpo para que no se me escape ningún sonido, ninguna escena, y para no perder el rumbo.

Y ahora, con una frescura y una naturalidad que no sentía desde tiempo atrás, me preparo día a día para correr el siguiente maratón. He abierto un cuaderno nuevo, he destapado mi nuevo frasco de tinta y me dispongo a escribir nuevas palabras. Todavía no me siento capaz de explicar coherentemente cómo recobré esa sensación de desahogo. Puede que mi vuelta a Cambridge y a la ribera del Charles haya resucitado en mí las sensaciones de antaño. Tal vez los recuerdos de aquellos días en que disfrutaba corriendo despreocupadamente hayan regresado junto con esas imágenes nostálgicas. O tal vez no. Puede que sólo se tratara de una simple cuestión cronológica. Tal vez, sin ir más lejos, se fraguara en mi interior una especie de inevitable ajuste temporal y el tiempo que necesitaba hubiera concluido.

Ya lo he dicho antes, pero yo, como debe de ocurrirles a la mayoría de los que se dedican a escribir, pienso cosas mientras escribo. No es que ponga por escrito lo que pienso, sino que pienso mientras elaboro textos. Doy forma a mis pensamientos mediante la labor de escritura. Y, al revisar los textos, profundizo en mis reflexiones. Por supuesto, a veces, por muchos textos que redacte, no consigo llegar a una conclusión, y a veces, por mucho que los revise, no consigo alcanzar mi objetivo. Como, por ejemplo, ocurre en este instante. En estas ocasiones, sólo puedo aventurar algunas hipótesis, o ir parafraseando, una tras otra, mis propias dudas. O intento establecer una analogía entre la estructura de esas dudas y la de otras cosas.

Para ser franco, tampoco yo sé muy bien qué provocó mi «tristeza del corredor». No entiendo en qué circunstancias ni por qué razones surgió, y tampoco en qué circunstancias ni por qué motivos ahora se va debilitando y desapareciendo. Creo que todavía no soy capaz de explicarlo bien. En última instancia, tal vez sólo pueda afirmarse una cosa: que quizá la vida sea así. Y que quizá no nos quede otra opción que aceptarla sin más, tal cual, sin buscar circunstancias ni motivos. Como los impuestos, las subidas o bajadas de las mareas, la muerte de John Lennon o los errores arbitrales en el Mundial de Fútbol.

Sea como fuere, el caso es que, en lo más hondo de mí mismo, tengo la sensación de que ha finalizado un periodo, de que se ha completado un ciclo. El acto de correr se ha reincorporado a mi vida y constituye una parte placentera e indispensable de mi cotidianidad. Y ya llevo corriendo así más de cuatro meses, a diario y con denuedo. Ya no se trata de una simple repetición mecánica. Tampoco de un ritual preestablecido. Es mi cuerpo el que me insta espontáneamente a salir a correr. Igual que un cuerpo sediento demanda fruta fresca y llena de jugo que lo hidrate. Tengo ganas de saber hasta qué punto correré convencido y a gusto el próximo 6 de noviembre en Nueva York.

Los tiempos no me preocupan. A estas alturas, estoy seguro de que, por mucho que me esfuerce, ya no conseguiré correr como antaño, cosa que aceptaré sin reparos. No me resulta agradable, pero es lo que tiene envejecer. Del mismo modo que yo desempeño mi papel, el tiempo desempeña el suyo. Y éste lo hace con mucha mayor fidelidad y precisión que yo. A fin de cuentas, el tiempo ha venido avanzando sin descanso desde el momento mismo de su aparición (que, por cierto, me pregunto cuándo se produjo). Y, a quienes tienen la suerte de librarse de morir jóvenes, se les privilegia con el preciado derecho de ir envejeciendo. Les aguarda el honor de su progresiva decadencia física. Hay que aceptar este hecho y acostumbrarse a él.

Lo importante no es competir contra el tiempo. Es posible que, en adelante, para mí tenga mucho más sentido saber con cuánta satisfacción correré esos cuarenta y dos kilómetros y hasta qué punto disfrutaré. Probablemente tenga que empezar a valorar y a disfrutar de las cosas que no se expresan en cifras. Y, muy probablemente, tenga que buscar a tientas una forma de orgullo ligeramente distinta de la que he sentido hasta ahora.

No soy ni un joven que sólo piensa en desafiar récords ni una máquina inorgánica. Sólo soy un escritor que, consciente de sus limitaciones, intenta prolongar un poco más, aunque sólo sea un poco, sus habilidades y su vitalidad.

Y sólo falta un mes para el Maratón de Nueva York.

Siete
30 de octubre de 2005 - Cambridge (Massachusetts)

Otoño en Nueva York

Como en señal de duelo por la inesperada eliminación en las series locales de los Boston Red Sox (que no ganaron ni un solo partido contra los Chicago White Sox en el «derbi entre los Sox»), una fría lluvia cayó en la región de Nueva Inglaterra durante los diez días inmediatamente posteriores a la eliminatoria. Era la prolongada lluvia característica de principios de otoño. Arreciaba, amainaba y, a veces, incluso, como si se acordara de que debía parar en algún momento, cesaba, pero nunca, ni por un instante, llegó a despejar del todo. El cielo estuvo permanentemente cubierto por las gruesas y plomizas nubes tan habituales en esta región. Llovió sin descanso, perezosa y parsimoniosamente, como esas personas dubitativas que no acaban nunca de tomar una determinación, hasta que al final la lluvia se decidió y se transformó en una tromba de agua. De New Hampshire a Massachusetts, muchas localidades resultaron afectadas por las inundaciones, y las principales vías de comunicación quedaron cortadas en varios tramos (si bien tampoco pretendo que la responsabilidad moral de los Red Sox llegue tan lejos). Casualmente, por esa época tuve que desplazarme por el norte de Nueva Inglaterra para visitar, por cuestiones de trabajo, una universidad de Maine, y lo único que recuerdo de ese día es que conduje de principio a fin a través de aquel sombrío aguacero. Salvo en pleno invierno, viajar por esa zona siempre resulta placentero, pero, en aquella ocasión, lamentablemente no lo fue. Era demasiado tarde para el verano y demasiado pronto para la colorida estación otoñal. Llovía a mares y, para colmo, el limpiaparabrisas del coche que había alquilado no funcionaba del todo bien. Regresé a Cambridge a medianoche y reventado de cansancio.

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