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La ultramaratón de cien kilómetros del lago Saroma se celebra cada año, en el mes de junio, en Hokkaidô, donde no hay
tsuyu.
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El inicio del verano es una época muy agradable en Hokkaidô, pero a la zona norte, en la que se encuentra el lago Saroma, el verdadero verano todavía tarda bastante en llegar. A primera hora de la mañana, cuando se da la salida de la carrera, hace mucho frío, y hay que abrigarse bien. Cuando el sol asciende y el cuerpo empieza a entrar en calor, los corredores, como insectos en plena metamorfosis, se van despojando una por una de las prendas que llevan puestas y las van abandonando tras de sí. Los guantes no te los puedes quitar hasta el final, y en camiseta de tirantes sientes algo de frío. Si hubiera llovido, sin duda habríamos pasado bastante frío. Pero por fortuna, aunque el cielo estaba completamente encapotado, no cayó ni una sola gota en todo el día.
Los corredores rodean el lago Saroma, que va a dar al mar de Ojotsk. Cuando uno prueba a correr alrededor de este lago, enseguida se da cuenta de que es inmenso. La salida se toma al oeste del lago, en la localidad de Yûbetsu, y la meta está al este, en Tokoro (actual ciudad de Kitami). En el tramo final (del kilómetro ochenta y cinco al noventa y ocho), se atraviesa el parque natural de Wakka Gensei Kaen, una vasta extensión de campos de flores silvestres, estrecha y alargada, situada frente al mar. Es un recorrido (en el hipotético caso de que uno pueda entregarse a la contemplación del paisaje) muy hermoso. Durante la carrera no restringen el tráfico ni se toman otras medidas, pero el trayecto no suele estar muy concurrido y apenas hay coches. En las inmediaciones del camino, las vacas rumian, apacibles, sin mostrar interés por los corredores. Ocupadas en pacer por el campo, no parecen querer perder ni un minuto de su tiempo en prestar atención a las actividades, del todo carentes de sentido, que llevan a cabo esos curiosos humanos. Por nuestra parte, los corredores tampoco tenemos tiempo de prestar atención a las evoluciones de las vacas. A partir del kilómetro cuarenta y dos, hay puestos de control cada diez kilómetros y, si no pasas por ellos dentro de los tiempos establecidos, quedas automáticamente descalificado. Cada año descalifican a un montón de corredores. En esta competición son muy estrictos. Yo me he desplazado hasta el extremo más septentrional de todo Japón sólo para correr, y no me haría ninguna gracia que me descalificaran a mitad de carrera. Pase lo que pase, al menos tengo que ir superando los tiempos límite.
Esta carrera, una de las ultramaratones pioneras en Japón, la organiza la gente del lugar, con sus propios medios, de un modo extremadamente eficiente y funcional. Participar en este evento es, en verdad, muy gratificante y agradable.
Sobre el trayecto que va desde la salida hasta el puesto de descanso
(rest
station
) del kilómetro cincuenta y cinco, no hay gran cosa que contar. Simplemente, me limité a correr en silencio. Se pareció, a grandes rasgos, al
footing
de larga distancia de un domingo por la mañana. Manteniendo un ritmo medio de trote de seis minutos el kilómetro, cien kilómetros se pueden recorrer en unas diez horas. Añadiendo los tiempos de descanso y los de las comidas, pensaba que, entre una cosa y otra, podría despacharlo en menos de once horas (después descubriría que eso era prometérmelas muy felices).
Al llegar al kilómetro cuarenta y dos hay una señal que dice: «LA DISTANCIA HASTA AQUÍ ES LA DE UN MARATÓN». Y una línea blanca trazada en el asfalto lo indica. Debo decir, exagerando un poco, que cuando crucé esa línea sentí un leve escalofrío. Era la primera vez en mi vida que corría una distancia superior a los cuarenta y dos kilómetros. O sea, que aquello era mi «estrecho de Gibraltar». A partir de ahí, salía a navegar a un mar abierto y desconocido. De lo que se extendía más allá, de los ignotos seres que lo habitaban, no tenía ni la más remota idea. Salvando las distancias, me atenazaba el mismo temor que en su día debieron de sentir los marineros de antaño.
Superada esa línea, alrededor del kilómetro cincuenta tuve la sensación de que algo le ocurría a mi cuerpo. Era como si los músculos de las piernas empezaran a agarrotárseme. Me entró hambre y también sed. Me había propuesto beber un poco de agua, aunque no tuviera sed, cada vez que llegara a un puesto de avituallamiento; aun así, la sed me perseguía como un destino fatídico, como una Reina de la Noche de oscuro corazón. Y una leve inquietud cruzó por mi mente: si no había llegado siquiera a la mitad y ya iba así, ¿aguantaría los cien kilómetros?
En el puesto de descanso del kilómetro cincuenta y cinco me cambié de ropa y me comí el pequeño refrigerio que me había preparado mi mujer. Como el sol había subido, al igual que la temperatura, me quité las mallas hasta medio muslo que llevaba, y me puse una camiseta y un pantalón más ligeros. También me cambié las zapatillas especiales para ultramaratón New Balance (créanme si les digo que en nuestro mundo existen estas cosas) de la talla ocho por unas de la talla ocho y medio. Cuando los pies comienzan a hincharse, necesitas una talla más de calzado. Como estaba completamente nublado y no lucía el sol, decidí quitarme la gorra que llevaba para protegerme de él. La gorra también sirve para evitar que la cabeza se te hiele si llueve, pero por el momento no había indicios de que fuera a llover. No hacía ni mucho frío ni mucho calor: unas condiciones perfectas para una carrera de larga distancia. Deslicé por mi garganta dos geles nutritivos, ingerí líquido y comí galletas y pan con mantequilla. Estiré bien los músculos sobre la hierba y me apliqué espray antiinflamatorio en las pantorrillas. Luego me lavé la cabeza, me quité el polvo y el sudor, pasé por el lavabo y listo.
Con todo esto descansé unos diez minutos, pero no me senté ni una sola vez. Tenía la sensación de que, si me sentaba, me costaría mucho volver a ponerme de pie y seguir corriendo. Así que, precavido, no me senté.
—¿Se encuentra bien? —me preguntó alguien.
—Claro —respondí, conciso. No podía responder nada más.
Bebí agua, hice unos estiramientos de cintura para abajo, salí de nuevo al camino y me lancé a correr. Quedaban cuarenta y cinco kilómetros. Sólo había que correr hasta la meta. Pero, nada más salir, me di cuenta de que no estaba en condiciones de correr como Dios manda. Los músculos de las piernas se me habían quedado rígidos, como cuando se endurece una goma vieja. Todavía me quedaban energías. Y mi respiración no se había alterado. Sólo las piernas no me respondían. Pese a mi firme intención de seguir corriendo, ellas parecían ir por libre y disponer de una voluntad propia, una pizca distinta de la mía.
Así las cosas, no me quedó más remedio que ignorar a esas piernas que ya no me obedecían e intentar centrar mi esfuerzo en la mitad superior de mi cuerpo. Balanceé el torso, moviendo ampliamente los brazos, para transmitir ese impulso a la mitad inferior de mi cuerpo. Aproveché ese impulso para ir empujando mis piernas hacia delante (debido a lo cual, al acabar la carrera tenía las muñecas completamente hinchadas). Y, por supuesto, sólo podía correr lenta y dificultosamente. Mi velocidad no distaba mucho de la de alguien que caminara a buen paso. Pero poco a poco, muy poco a poco, mientras hacía eso, los músculos de mis piernas comenzaron a recuperar su movilidad, como si la hubieran recordado, o, tal vez, como si se hubieran resignado a tener que correr de nuevo, y pude seguir corriendo con casi total normalidad.
Menos mal.
Sin embargo, aunque las piernas me respondían bien, desde el puesto de descanso del kilómetro cincuenta y cinco hasta el kilómetro setenta y cinco lo pasé terriblemente mal. Me sentía como la carne de ternera pasando a través de una lenta máquina de triturar. Tenía ganas de seguir avanzando, pero mi cuerpo me ignoraba. Semejaba un coche que subiera una cuesta con el freno de mano echado. Mi cuerpo estaba absolutamente desarbolado y parecía que de un momento a otro se iba a descomponer en pedazos. Iba sin aceite, con los tornillos sueltos y los engranajes desajustados. Mi velocidad disminuyó de golpe y me adelantaron, uno tras otro, muchos corredores. Entre ellos, una anciana corredora, bajita, que tendría unos setenta años. «¡Ánimo!», me dijo al pasar a mi lado. Estábamos apañados... ¿Y qué ocurriría a continuación? Todavía me quedaban nada menos que cuarenta kilómetros...
Una tras otra, todas las partes de mi cuerpo empezaron a dolerme. Primero me dolió un rato el muslo derecho, luego el dolor bajó de allí a la rodilla derecha, de ésta pasó al abductor izquierdo... y así, sucesivamente, todas y cada una de las partes de mi cuerpo se alzaron y se quejaron en voz alta. Gritaron, se lamentaron, denunciaron su angustiosa situación y me amonestaron. Correr cien kilómetros era una experiencia desconocida también para ellas, así que cada una tenía sus motivos de queja. Lo comprendí. Pero, por el momento, no teníamos más remedio que aguantar y seguir corriendo en silencio. Tuve que ir convenciendo una por una a todas las partes de mi cuerpo, cual Danton o Robespierre disuadiendo con su elocuencia a una asamblea revolucionaria radical que, profundamente descontenta, empieza a sublevarse. Las exhorté, supliqué, espoleé, regañé y animé: que si ya faltaba poco, que si ahora tocaba aguantar y echar el resto... Pero, bien mirado (pensé), lo cierto es que, al final, a esos dos acabaron cortándoles el cuello.
Sea como sea, apreté los dientes y recorrí como pude esos veinte kilómetros llenos de penurias. Eso sí, tuve que echar mano a todo mi repertorio de recursos.
«No soy un humano. Soy una pura máquina. Y, como tal, no tengo que sentir nada. Simplemente, avanzo.» Así me convencía a mí mismo. Aguanté sin pensar apenas en nada más. Si hubiera pensado que era un ser humano vivo, de carne y hueso, posiblemente el dolor me habría hundido a medio camino. Ciertamente, allí estaba mi ser. Y también estaba la conciencia de mí mismo, que es inherente a él. Pero, en ese momento, yo me esforzaba por pensar que esas cosas no eran más que, por así decirlo, meras «formalidades de conveniencia». Era una extraña forma de pensar, una sensación rara. Y es que allí había un ser con consciencia intentando negar esa consciencia. En cualquier caso, lo que tenía que hacer era trasladarme a mí mismo a un espacio que tuviera algo, aunque sólo fuera un poco, de inorgánico. Mi instinto me decía que ésa era la única vía para poder sobrevivir.
«No soy un humano. Soy una pura máquina. Y, como tal, no tengo que sentir nada. Simplemente, avanzo.» Repetí esas frases en mi cabeza una y otra vez como si fueran un mantra. Las repetí maquinalmente, en el sentido más literal del término. Y me esforcé en aislarme y en reducir todo lo posible el mundo que percibía en esos momentos. Lo único que yo veía eran, a lo sumo, los tres metros de terreno que tenía por delante. Más allá no había nada. Mi mundo se acababa en esos tres metros. No necesitaba pensar en lo que habría tras ellos. El cielo, el viento, la hierba, las vacas paciendo, el público, las voces de ánimo, el lago, las novelas, la verdad, el pasado, la memoria..., todas esas cosas nada tenían que ver conmigo. Llevar mis pasos tres metros más hacia delante: ése era el único sentido de mi humilde existencia en tanto que ser humano, mejor dicho, en tanto que máquina.
Me detenía a beber agua en los puestos de avituallamiento situados cada cinco kilómetros. Y, en cada ocasión, estiraba con cuidado los músculos. Los tenía rígidos y duros como el pan de un
catering
de la semana anterior. No parecían mis músculos. En los lugares en los que ofrecían
umeboshi
, me las comía. Me sorprendió lo deliciosas que sabían. Su sal y su acidez se expandían dentro de mi boca y se extendían poco a poco por el resto de mi cuerpo.
Tal vez hubiera sido más sensato caminar que seguir corriendo de manera tan forzada. Muchos corredores lo hacían. Caminaban para que sus piernas descansaran. Pero yo nunca caminé. Me tomé mis descansos para hacer bien los estiramientos. Pero no caminé. No me había inscrito en esa carrera para caminar; en absoluto. Lo había hecho para correr. Para eso, sólo para eso, me había desplazado en avión hasta el extremo más septentrional de Japón. Así que, antes que caminar, correr muy lentamente. Ésa era la norma. Contravenir, aunque sólo fuera una vez, la norma que yo mismo me había fijado podría significar contravenir en adelante muchas más y, en ese caso, sería sin duda muy difícil acabar esta carrera.
Continué corriendo así, como podía, aguantando lo indecible, y, al llegar al kilómetro setenta y cinco, sentí como si hubiera atravesado algo. Esa sensación tuve. No se me ocurre una expresión más adecuada para describirla: atravesé algo. Era realmente como si mi cuerpo hubiera atravesado una pared de piedra y pasado al otro lado. No recuerdo el momento exacto en que ocurrió. Pero, cuando quise darme cuenta, ya estaba al otro lado. Me dije: «Ah, ya lo he atravesado», y, sin más, me convencí de ello. No comprendía las razones, ni el proceso, ni el método, pero estaba convencido de que había «atravesado algo».
A partir de ahí, ya no necesité pensar en nada. Para ser más preciso, ya no necesité hacer el esfuerzo consciente de «intentar no pensar en nada». Bastaba con abandonarme a esa corriente que había surgido, a esa fuerza que, del modo más natural del mundo, me impulsaba hacia delante.
Llevaba corriendo muchísimo tiempo, así que era imposible no sufrir físicamente. Pero, en esos momentos, el cansancio había dejado de ser un problema grave. Tal vez, en mi interior, la extenuación ya se había integrado en la —por llamarla de algún modo— «normalidad». Por su parte, esa asamblea revolucionaria de los músculos, que antes hervía, también parecía haberse resignado a la situación. Ya nadie golpeaba las mesas, nadie lanzaba los vasos. Sencillamente, habían aceptado en silencio la extenuación como una fatalidad, como un inevitable efecto de la revolución. Y yo me había transformado en una especie de autómata que no hacía más que mover regularmente los brazos adelante y atrás e impulsar las piernas para avanzar paso a paso. Sin pensar en nada. Sin creer nada. Sin apenas darme cuenta, incluso la sombra del sufrimiento físico se había desvanecido casi por completo. O bien, como ocurre con ese mueble horrible que, por la razón que sea, no podemos tirar, lo había arrinconado para situarlo fuera de mi vista.
De este modo, después de haber «atravesado» ese algo, adelanté a muchos corredores. A partir del puesto de control del kilómetro setenta y cinco (por el que había que pasar en menos de ocho horas y cuarenta y cinco minutos, so pena de ser descalificado), muchos corredores, al contrario de lo que entonces me sucedía a mí, comenzaban a disminuir drásticamente la velocidad debido al agotamiento, o incluso renunciaban a correr y empezaban a caminar. Creo que, desde allí hasta la entrada en meta, rebasé a unos doscientos. Yo, al menos, conté hasta doscientos. A mí me rebasaron uno o dos. Y con respecto a lo de contar a los corredores a los que adelantaba, lo hice porque no tenía otra cosa mejor que hacer. Después de sumirme en una profunda extenuación, y después de aceptarla, yo seguía corriendo con firmeza..., y eso era lo que más deseaba en este mundo, lo que deseaba por encima de todo.