Emprendieron las labores de búsqueda sin prisa alguna, comiendo y bebiendo bien, hospedándose en acogedores albergues y disfrutando de la vida. El coronel recordaba los nombres de las ciudades: Thannenkirch, Rorschwihr, Bergheim, Mittelwihr, Ribeauvillé, Guémar, Zellenberg.
La zona estaba cerca de la frontera alemana y por eso muchas de las ciudades tenían nombres germánicos. La última donde habían estado era Saint Hippolyte, en cuyas proximidades se hallaba el castillo desde el cual el coronel contemplaba el valle. Su mano acarició furtivamente el trasero de la jefa de estudios Puusaari, que le traía a la mente los hemisferios de Magdeburgo.
En Colmar, la ciudad más grande de la región, Kemppainen se puso en contacto con las autoridades policiales y denunció la desaparición de las tres finlandesas, precisando que probablemente anduviesen por la zona. Las autoridades no se interesaron demasiado en un principio por las desaparecidas, ya que estas eran mayores de edad, pero cuando el coronel explicó que se trataba de tres mujeres con tendencia a la depresión y con varios intentos de suicidio a sus espaldas en su país de origen, la policía de Colmar se comprometió enseguida a hacer algunas indagaciones sobre su paradero. El coronel llamaba cada día para interesarse por el desarrollo de las investigaciones, pero las desaparecidas no habían sido localizadas hasta el momento. Al parecer, tres mujeres de la edad descrita habían sido vistas circulando libremente por distintos puntos de la zona, pero se trataba de ciudadanas suecas y su conducta no indicaba que estuviesen deprimidas ni, menos aún, que tuviesen intenciones de suicidarse. Las suecas habían ido de un pueblo a otro llenas de entusiasmo y seguidas por una verdadera manada de lugareños, en su mayoría viticultores, aunque también de otras profesiones. Allá por donde pasasen, el trabajo de la población masculina había quedado sin hacer. Las autoridades de Colmar no tuvieron más remedio que detener a las tres suecas por conducta sospechosa y meterlas en una celda de la comisaría. La policía prometió centrarse en la búsqueda de las tres finlandesas, ahora que la ofensiva sueca parecía controlada.
El coronel salió de repente de su ensimismamiento y se puso a escuchar las explicaciones de la guía sobre la historia del castillo. La mujer contó que eran numerosas las personas que a lo largo de los siglos, y justamente desde aquel torreón de decenas de metros, se habían lanzado espectacularmente a las acechantes rocas que abajo esperaban. Los Suicidas Anónimos se asomaron interesados al borde de una de las troneras. El furriel en reserva Korvanen estaba sin embargo en guardia: rugiendo con voz marcial recordó a la tropa que nadie estaba autorizado a tirarse de la torre y menos aún a la vista de toda una manada de turistas de otros países. El grupo volvió a reunirse dócilmente alrededor de la guía para escuchar su explicación, que se centraba en el momento en que la fortaleza estuvo en poder de Austria.
La guía contó que del siglo XV en adelante se disponía de bastantes datos concretos sobre las diferentes etapas de la fortaleza y la vida en ella, ya que los intendentes locales enviaban regularmente informes sobre la administración del castillo al gobierno tutelar de Austria. Los inventarios de los bienes muebles, redactados a partir de 1527, hablaban de la riqueza de la fortaleza, dotada de gran cantidad de armas, herramientas, muebles y demás propiedades.
Visto su tamaño, el castillo había sido objeto de continuos trabajos de restauración y aun así se había deteriorado con los años. Los tejados estaban tan llenos de goteras que hubo que cambiar la ubicación de los lechos en las cámaras para alejarlos del constante goteo. El agua había llegado incluso hasta el depósito de municiones, tanto que los intendentes de la fortaleza habían rezado a menudo por que aquella ruina se derrumbase por entero y no quedase en pie nada «de una altura superior a un par de varas».
La guía francesa empezó a hablar con cierta vehemencia de las peores etapas de la historia de la fortaleza, que habían tenido lugar en tiempos de la guerra de los Treinta Años, durante la cual los suecos habían saqueado y violado por toda Alsacia lo mejor que habían sabido. En junio de 1633, aquellos bárbaros habían sitiado el castillo de Köningsburg valiéndose de su artillería pesada, y la tropa de la guarnición, a pesar del refuerzo de las tropas de reserva, se vio obligada a emprender la retirada. El 7 de septiembre de 1633 la fortaleza se rindió.
El coronel hizo notar a la guía que, al parecer, las citadas tropas de asedio estaban formadas por finlandeses, ciertamente bajo el mando de los suecos, ya que en aquella época Finlandia pertenecía a dicho imperio. Kemppainen presentó sus disculpas por la conducta de sus compatriotas en el siglo XVII. Como militar profesional comprendía sin embargo la situación. Los finlandeses no eran en sí mala gente, pero por motivos de estrategia, no les había quedado más remedio que apoderarse de aquella fortaleza tan poderosa, si es que querían continuar luchando en tierra extranjera.
La francesa agradeció al coronel que hubiese completado con sus conocimientos las lagunas históricas, pero no por eso se enterneció, así que siguió:
—En septiembre de 1633 los «finlandeses» redujeron a cenizas la fortaleza de Köningsburg, mataron a sus últimos defensores y violaron a las mujeres que se habían refugiado en ella.
A esto el coronel Kemppainen no tuvo nada que añadir. Del castillo de Köningsburg volvieron en el autocar a Saint Hippolyte, desde donde él y la jefa de estudios Puusaari hicieron la llamada de rigor a la comisaría de Colmar.
Los respondieron que debían presentarse allí lo antes posible. Las tres mujeres finlandesas habían sido localizadas, y estaban vivas aunque muy cansadas. En realidad las habían detenido un par de días antes. Al principio las habían tomado por suecas —así es como se habían presentado ellas—, pero tras una investigación más exhaustiva se habían dado cuenta de que eran finlandesas y, más concretamente, las tres mujeres que el grupo del coronel andaba buscando.
La jefa de estudios se puso al teléfono y preguntó si sus compatriotas estaban acusadas de algún delito. Según el oficial, hasta el momento no había evidencias de nada demasiado grave, a no ser que se considerase como delito poner patas arriba la normalidad de todo un valle vitícola.
Los Suicidas Anónimos se dirigieron a Colmar y mientras unos se quedaban visitando la ciudad y buscaban alojamiento en los hoteles, el coronel Kemppainen y Helena Puusaari fueron a la comisaría para aclarar el asunto de sus compatriotas. El comisario en persona los recibió cortésmente. Ya en su despacho, les ofreció una copa de un estupendo vino de la región y se interesó por su país. Mencionó que él era un gran amigo de Finlandia y que su padre había estado antes de la guerra pasando unas vacaciones en Gotlandia
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. Eso era Finlandia, si recordaba bien, o por lo menos debía de estar cerca.
Tras los preliminares, fueron al grano. El comisario explicó que las tres mujeres habían atentado contra las buenas costumbres durante su estancia en Francia. Habían estado vagando sin destino fijo por las cercanías y sembrado el caos a su paso. El comisario no quiso concretar demasiado, pero confiaba en que el coronel y la jefa de estudios comprendiesen que se trataba de una cuestión sumamente delicada y, aunque no se las acusaba de acto alguno en contra de las leyes francesas, se había decidido expulsarlas del país en nombre del bien común. Las mujeres debían abandonar Colmar antes de veinticuatro horas.
Helena Puusaari rogó al comisario que transmitiese sus excusas al Estado francés por el comportamiento de sus compatriotas. Kemppainen se unió a la petición y dijo que se hacía responsable de las citadas mujeres y se encargaría de que estuviesen al otro lado de la frontera francesa con suiza en el plazo estipulado. Asimismo dio a entender que su grupo tenía que ocuparse de un asunto de suma importancia en los Alpes suizos.
Las perdidas fueron llevadas al despacho del comisario. Parecían agotadas y resacosas. Tenían la ropa arrugada y las medias rotas, el maquillaje se les había corrido con tanto ajetreo y habían perdido sus equipajes. El comisario entregó a la jefa de estudios sus pasaportes y rogó a las mujeres que firmasen los documentos de expulsión del país.
Recalcó que ninguna de ellas sería admitida en tierra francesa durante los siguientes cinco años.
La embarazosa visita había terminado. El coronel Kemppainen y la jefa de estudios Puusaari acompañaron a las ovejas descarriadas a un hotel de la localidad para que se asearan y descansasen. Luego, durante el almuerzo, Lisbeth Korhonen, Hellevi Nikula y Leena Mäki-Vaula explicaron lo acontecido durante su huida.
Las chicas habían conseguido pasar la frontera francesa sin problema alguno, haciendo autoestop desde la Selva Negra. Nada más llegar al primer pueblo —¿se llamaba Ostheim?—, el recibimiento fue de lo más encantador. Enseguida se vieron rodeadas de varios caballeros galantes que las acompañaron a las bodegas locales, donde les sirvieron champán en grandes cantidades. Se habían hecho amigas de numerosos viticultores serviciales, que las habían tratado como a reinas. Habían visitado gran cantidad de pueblos y ciudades. Los caballeros les habían dicho que justo en aquella época disponían de tiempo de sobra para divertirse, ya que, casualmente, estaban en plenas fiestas de la vendimia.
Las nórdicas fueron inmediatamente coronadas como las diosas del vino, y los festejos estuvieron a la altura de las circunstancias. Los hombres revoloteaban a su alrededor y el vino fluía a raudales. Había sido una experiencia divina, aunque por otro lado agotadora. Tras varios días festejando la vendimia y sus rituales de fertilidad, las finlandesas se dieron cuenta para su sorpresa de que las mujeres del lugar habían empezado a tratarlas con cierto distanciamiento, en algunos casos incluso con odio. Aquella actitud les pareció exagerada, ya que todos los hombres con los que el trío había tenido algo que ver les habían asegurado que no estaban casados, dejándoles la impresión de que la región alsaciana estaba a rebosar de solterones.
También se habían encontrado en alguna que otra situación embarazosa, pero en esas circunstancias las tres mujeres siempre se habían hecho pasar por suecas. Incluso se habían inventado sus nombres. Lisbeth decía llamarse Ingrid y las otras dos se presentaban como Synnöve y Beata. Todo fue como la seda, hasta que la policía se presentó por sorpresa en Ribeauvillé en medio de una retozona fiesta de la vendimia y detuvo a las pobres chicas, las cuales no tuvieron tiempo de beberse el champán, porque las metieron a rastras en una furgoneta y las llevaron a Colmar.
Habían sido interrogadas en varias ocasiones y les habían contado que las fiestas de la cosecha se celebraban, según la costumbre local, cuando la vendimia acababa, y que para eso aún faltaban dos meses, si no más. Las tres mujeres se quejaron de que durante su excursión les habían mentido en muchas otras cosas. Por lo visto habían estado en tratos con tipos casados, en su mayoría. Las habían tomado por tres pendones desorejados, que se habían dedicado a endulzarles la vida a los hombres sin preocuparse por su edad ni su aspecto y sin exigir pago alguno por sus servicios, con lo cual, encima, habían arrasado con los precios del mercado, porque el mantenimiento, si bien había sido opulento, era algo que en Francia no se consideraba precisamente como pago por los servicios sexuales, sino como algo de lo más normal.
Así las cosas, las tres mujeres decían sentir un profundo arrepentimiento y rogaron que se les permitiera volver a formar parte del grupo de compatriotas, conocidos y dignos de confianza. Explicaron que sus ganas de vivir se habían reducido hasta lo inexistente en las odiosas celdas de la comisaría de Colmar y aseguraron que participarían sin hacerse de rogar en el suicidio colectivo, el cual deseaban que tuviese lugar lo antes posible. Entendían que se habían comportado como unas cándidas casquivanas y sentían una inmensa vergüenza por todo lo sucedido.
La jefa de estudios consoló a sus extraviadas compatriotas, diciéndoles que ya no valía la pena llorar más por la leche derramada. Después de todo, no había sucedido nada irremediable y, además, se habían dado el gusto de disfrutar a manos llenas de aquella semana en tierra extraña, así que lo que tenían que hacer era alegrarse por ello.
La cena discurrió durante otras tres horas en un ambiente totalmente distendido.
A la mañana siguiente el transportista Korpela se presentó en el hotel para informarles de que el autocar tenía el depósito lleno, había sido revisado y estaba listo para la marcha. Extendió sobre la mesa un mapa de carreteras y fue señalando con el dedo la ruta a seguir desde Colmar hasta la frontera suiza y de allí a Zurich. Un trayecto de dos o tres horas.
Se dirigieron a la plaza de la catedral, donde les esperaba el autobús de La Muerte Veloz de Korpela, S. A. Desde la iglesia llegaba el eco de unas voces viriles que entonaban un mea culpa. Se estaba celebrando una misa matinal. Kemppainen sugirió a la jefa de estudios que llevase a sus descarriadas hermanas a la iglesia para que asistiesen al oficio; no estaría de más teniendo en cuenta todo lo que habían pecado en los últimos días.
La mujeres entraron en el templo de estilo gótico, pero al cabo de un par de minutos salieron precipitadamente de él, rojas como tomates, y se metieron a la carrera en el autocar de La Muerte Veloz.
Una vez en marcha, Helena Puusaari contó que la iglesia estaba llena de campesinas de gesto adusto y de sus avergonzados maridos. El propósito de la misa era que éstos pidieran perdón por los revolcones que se habían estado pegando por todo el valle de Colmar la semana anterior con unas suecas de mala vida.
La Muerte Veloz de Korpela llegó a Zurich el primero de agosto por la mañana. En la ciudad se estaba celebrando la feria de la patata. Los agricultores venidos desde todos los rincones de Suiza festejaban la cosecha. Al parecer, esta había sido excepcional aquel año, ya que el verano había sido soleado y sin viento, y como tampoco el mildiu había afectado a los patatales, la felicidad reinaba por doquier. Hay gente que piensa que los suizos son unos representantes algo simplones de la raza alpina, pero, se diga lo que se diga de ellos, de patatas sí que entienden.
Con motivo de la feria la ciudad entera rebosaba de jubilosos recolectores, los hoteles tenían el letrero de «completo» desde hacía ya semanas, las aceras estaban llenas de coches aparcados y las tabernas y calles tomadas por el gentío. Korpela aparcó su autobús junto a la orilla este del río que atraviesa Zurich, el Limmat, cerca de la colina de la universidad. Los Suicidas Anónimos se dividieron en pequeños grupos y fueron a pasear para conocer la rica y bella ciudad, donde el dinero procedente de todo el mundo reposaba en cuentas secretas y depósitos custodiados por celosos banqueros suizos. Antes de dispersarse acordaron que a las siete de la tarde se encontrarían junto al autobús.