Delicioso suicidio en grupo (27 page)

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Authors: Arto Paasilinna

Tags: #narrativa

33

En medio del alborozo general, se fueron todos a visitar el cabo del fin del mundo o cabo de San Vicente, donde se hallaba la vieja fortaleza de la época del rey Enrique el Navegante. El lugar era excepcionalmente bello. Los acantilados, de más de sesenta metros de altura, caían a pico en el océano color turquesa, cuyas olas estallaban rugientes contra las paredes de roca. El mar era allí cálido y su aliento no parecía tan cruel como el del Ártico. Pero el agua es la misma en todos los mares.

Korpela le contó al coronel Kemppainen que aquel viaje, desde Pori por toda Finlandia hasta el Cabo Norte y desde allí, atravesando Europa, hasta el fin del mundo, había sido el más loco y desenfrenado de toda su vida.

—¿Lo dices porque seguimos con vida, o porque aún no hemos conseguido morir? —le preguntó el coronel.

Mientras los demás se divertían en el acantilado, el criador de renos se retiró meditabundo al autobús de La Muerte Veloz. No paró hasta que encontró el libro de instrucciones de conducción y se sentó al volante para estudiarlo. Uula planeaba aprender a conducirlo, porque sentía que era lo que más necesitaba en aquel momento.

El folleto tenía cincuenta páginas. Uula sólo sabía conducir moto-nieves, así que tenía que esmerarse en aprender, si es que quería poner aquel complicado y lujoso vehículo en movimiento.

En el tablero de mandos había más de una treintena de indicadores. Pasó un rato hasta que se enteró de cuál era el propósito de que en el autocar hubiese, por ejemplo, un mando de elevación del eje. También tuvo que aprender para que servían los manómetros de los circuitos de frenos delanteros y traseros. La llave de contacto estaba puesta, pero el sistema de arranque no era tan simple. Primero había que estudiar el sistema de frenado y de cambio de marchas. El vehículo estaba equipado con una caja de cambios de diez velocidades robotizada.

Uula estuvo leyendo el manual durante dos horas con el entrecejo fruncido. Desde las ruinas de la fortaleza le llegaban los cánticos y las risas de los aspirantes a suicida. Era tal el júbilo que algunos de ellos se habían puesto a bailar sobre una rosa de los vientos de piedra, recuerdo de la época de Enrique el Navegante. A Uula le repugnaba semejante regocijo. Siguió estudiando.

Finalmente, el criador de renos se sintió lo suficientemente seguro para intentar poner el vehículo en marcha. Lo hizo siguiendo las instrucciones: comprobó que el freno de estacionamiento estuviese puesto, puso el selector de velocidades en la posición N y presionó el acelerador de mano.

Luego giró el mando de alimentación de corriente hasta la posición 1 y apretó el interruptor de contacto. Uula comprobó que los indicadores de presión del aceite, de la carga y del freno de estacionamiento estuviesen encendidos. Todo estaba listo para que la llave de contacto resucitase a los cuatrocientos caballos del motor. Los indicadores de la presión del aceite y de la carga se apagaron. El motor se puso en marcha.

Uula Lismanki giró el volante asistido, pisó el acelerador a fondo y soltó el embrague. El autocar salió disparado, las ruedas echando humo. El motor se puso a todo trapo y la aguja del indicador de velocidad se volvió loca. El vehículo pasó como una exhalación, dejando atrás a los suicidas danzantes, que se quedaron petrificados contemplando el autobús enloquecido, a cuyo volante iba el criador de renos con expresión alucinada. Agitó la mano en señal de despedida y puso la máquina a todo gas, dejando atrás las ruinas ancestrales de la fortaleza, rumbo al acantilado, directo a la barrera de acero, en dirección al oeste, al Atlántico. El autocar de lujo de La Muerte Veloz arrasó la barrera, atravesó el aire como un rayo con el motor aullando y voló al menos cien metros, antes de impactar contra las olas con un ruido como de explosión. Allí se balanceó por un momento de costado, las luces se apagaron y empezó a hundirse como un barco de guerra alcanzado por un torpedo.

Los Suicidas Anónimos corrieron al galope hasta el filo del acantilado y llegaron a tiempo para ver aún uno de los costados del autobús y el letrero con el nombre de La Veloz de Korpela, S. A. Fue entonces cuando una gran ola procedente de America, del otro lado del Atlántico, tomó el autocar en sus brazos y se lo llevó con ella al fondo. Este se hundió con el criador de renos Uula Lismanki en sus entrañas.

El océano burbujeó largo rato, justo donde se había hundido el hijo de los páramos de Utsjoki junto con el autobús de lujo. Los suicidas se alejaron del acantilado cabizbajos y anduvieron los kilómetros que les separaban de Sagres sin decir palabra. Una vez allí, Kemppainen y Korpela fueron a la policía para dar parte del accidente. El transportista explicó primero que su autobús, por algún motivo no determinado, se había puesto en marcha solo, precipitándose al mar. El coronel añadió que también se había ahogado probablemente uno de los miembros del grupo de turistas, un criador de renos llamado Uula Lismanki, que se hallaba en el vehículo en el momento del accidente.

La policía dio aviso urgente a la central de la guardia costera de Sagres, que envió una lancha a patrullar el lugar de la desgracia. No encontraron nada, ni tan siquiera aceite.

El suicidio colectivo fue suspendido por razones obvias. El instrumento del que habían pensado servirse para ello estaba en el fondo del océano, y el transportista Korpela no tenía la menor intención de comprar otro para reemplazarlo. Por suerte se había librado honorablemente de su costosísima inversión. Sin herramientas en condiciones no vale la pena ponerse a hacer nada en serio. Para colgarse de una viga, más vale disponer de una cuerda.

Los aspirantes a suicida llegaron a la conclusión de que, aunque la muerte era lo más importante en la vida, finalmente no era tan importante.

34

No fue un verano fácil para el inspector jefe Ermei Rankkala. Se había visto envuelto en un extraño y complicado caso que le había dejado sin tiempo ni energías. Aquel asunto le había echado a perder las vacaciones, pues no había dejado de darle vueltas a sus implicaciones e incluso tuvo que renunciar a sus últimos días libres porque tuvo que continuar con la investigación.

El motivo que obligó al inspector jefe a interrumpir sus vacaciones de final de verano fue una información proporcionada por el guarda fronterizo Topi Ollikainen del puesto situado entre Enontekiö y Kautokeino. El funcionario había informado a la secreta de que el autobús que estaban buscando se hallaba ya fuera de los límites del país.

El vehículo correspondía a la descripción, al igual que la matrícula, que, como de costumbre, había sido anotada.

Ollikainen dijo también haber reconocido a un tal Uula Lismanki, criador de renos de Utsjoki, quien, por cierto, le había gritado desde la puerta abierta del autocar algo referido a la muerte. Conociéndolo, el funcionario de aduanas pensaba que se trataba de una broma de mal gusto, algo muy típico de Lismanki.

De Inari llegó un informe del comisario rural sobre el coronel Kemppainen, donde se decía que este le había visitado y comentado sus intenciones de visitar el Cabo Norte con un grupo de turistas. Durante su estancia en Ivalo se había ocupado de tramitar el pasaporte de cierto amigo suyo, un criador de renos llamado Uula Lismanki.

El inspector jefe Rankkala voló a Noruega y se dirigió al Cabo Norte. Allí encontró el rastro del autobús desaparecido: un par de alemanes aficionados a la ornitología, que viajaban acompañados por un amigo finlandés, habían hablado a los lugareños de una extraña escena a la que habían asistido en los acantilados del cabo. Según los rumores, un autobús con matrícula de Finlandia había intentado lanzarse al Ártico desde allí, pero en el último momento, el conductor había cambiado de opinión, llevando el vehículo hasta un lugar seguro. Por desgracia los testigos ya se habían marchado de la zona. Rankkala se recorrió de parte a parte el norte de Noruega, pasando por varios lugares donde había estado el grupo. El rastro le llevó hasta el sur, a Haparanda, para desaparecer de nuevo.

Rankkala se apresuró a volver a Helsinki. En base a sus investigaciones estaba convencido de que se trataba de una organización muy peligrosa que, a juzgar por los datos, se disponía a cometer un suicidio colectivo a gran escala.

Eran treinta los finlandeses en peligro de muerte. Si la expedición secreta tenía o no otras intenciones criminales, lo ignoraba aún. De todos modos, el caso había adquirido tales dimensiones que debía advertir a sus superiores.

El superintendente Hunttinen de la policía secreta estudió el expediente con las informaciones que su subordinado había ido recopilando durante el verano. Pronto concluyó que se trataba de un caso de grandes dimensiones, con muchas características inquietantes. Según los datos recogidos por el inspector jefe, por el mundo andaba suelto un autocar turístico finlandés cuyos pasajeros estaban en peligro de muerte. Parte de los miembros de aquella organización secreta de suicidas, o tal vez todos ellos, podían estar involucrados en sospechosos proyectos políticos y militares con ramificaciones en el extranjero. Hunttinen decidió llevar a cabo una reunión extraoficial y convocar a representantes de diferentes instancias, como el Ministerio de Asuntos Exteriores, la policía judicial central, la Policlínica de Salud Mental del Hospital Central Universitario, la Oficina Nacional de Turismo y, naturalmente, los representantes de la policía secreta a cargo de la investigación.

El comité adquirió la costumbre de reunirse en el bar Ateljee, del Hotel Torni. Al comisario de la policía secreta le hubiese valido perfectamente cualquier otro lugar más modesto, pero el representante de la Oficina Nacional de Turismo declaró que sólo frecuentaba lugares de alto standing. Además, prometió cargar los gastos a cuenta del organismo que representaba.

Ya en la primera reunión llegaron a la conclusión de que había que detener aquel autobús sin pérdida de tiempo. Era de temer que treinta finlandeses pudiesen perder sus vidas. La imagen de Finlandia en el extranjero sufriría en ese caso un duro golpe, como les hizo notar el representante de la Oficina Nacional de Turismo. Si alguien se enteraba de que un grupo de finlandeses, dirigidos por un miembro de las fuerzas armadas y un hombre de negocios, se había suicidado, eso no sólo perjudicaría al turismo, sino al comercio y la exportación. ¿Qué se podía esperar de una nación cuyos ciudadanos se mataban en manada y que, encima, se iban a hacerlo al extranjero?

En opinión de la policía, por el momento no había ocurrido nada ilícito y por eso no podían solicitar la colaboración de la lnterpol. De acuerdo con la ley, la policía sólo se encargaba de buscar criminales, no gente rara.

Todas las miradas se volvieron hacia el psiquiatra. ¿Podía echarles una mano en el asunto? Los integrantes de la expedición desaparecida estaban claramente como cabras y no sólo representaban un peligro para el estado, sino para ellos mismos. Si un médico dictaminaba su internamiento colectivo en el psiquiátrico más cercano, se quitarían el muerto de encima. El psiquiatra les dio la razón, pero se temía que no fuera posible declarar enajenados mentales a todo un grupo de turistas.

—Sería en nombre de la reputación nacional —insistieron el superintendente Hunttinen y el inspector jefe Rankkala.

Pero el médico no se dejó convencer por el argumento. Murmuró que en la Alemania nazi ya se habían esgrimido razones semejantes para internar a la gente en los campos de concentración.

Lo peor de todo era que nadie sabía por dónde andaba el autobús de la organización secreta de suicidas.

Las reuniones tenían lugar normalmente a la hora del almuerzo o de la cena, que en ese caso solía ser ligera. El inspector jefe Rankkala se conformaba con una sopa o verduras y nunca tomaba vino. Se quejó al médico que se sentaba frente a él de que aquel verano había tenido molestias estomacales desde que le había caído encima aquel caso. El superintendente Hunttinen comentó que tales síntomas eran muy habituales entre los funcionarios de la policía secreta, ya que el trabajo, además de estresante, era poco agradecido. En comparación con los funcionarios que trabajaban en las labores normales de la policía, los investigadores de la secreta sufrían el doble de problemas de estómago. El psiquiatra admitió que aquella profesión provocaba a menudo enfermedades psicosomáticas.

El Comité decidió aconsejar al Ministerio de Asuntos Exteriores que alertase a todas las embajadas y consulados de Finlandia en Europa para que estuviesen atentos a la presencia de cualquier grupo de turistas que se comportase de manera extraña. La descripción del autocar fue enviada a todas las representaciones diplomáticas.

El inspector jefe Ermei Rankkala se presentó en la tercera reunión del Comité con noticias alarmantes. La organización suicida se había visto envuelta en una pelea de grandes dimensiones en la pequeña ciudad de Walsrode, situada en la República Federal de Alemania. La información les había llegado de la Oficina Comercial de Finlandia en Hamburgo, donde la policía alemana había intentado recabar información sobre los finlandeses. La policía secreta había indagado sobre el motín y, cuanto más profundizaron en sus investigaciones, más se convencieron de que no era una pelea habitual. Según el agregado militar de la embajada en Bonn, cuya presencia fue requerida de urgencia, la pelea podía más bien denominarse una guerra en miniatura. El frente finlandés había estado bajo las órdenes del coronel Kemppainen y varios suboficiales. La batalla se había saldado con la victoria nacional.

El Comité se reunió a partir de ese día dos veces por semana. La úlcera del inspector jefe Rankkala empezó a sangrar.

Lo peor estaba por llegar. En Francia, las autoridades alsacianas se habían puesto en contacto con la embajada de Finlandia en París para informarles de que habían expulsado del país a tres mujeres finlandesas. Se comprobó que las expulsadas pertenecían a la organización. Por lo visto habían puesto patas arriba un valle entero, con sus viticultores y todo. El viaje en autobús había continuado desde Francia hasta Suiza. El Comité quedó horrorizado a la espera de nuevas informaciones sobre los movimientos de la organización. Y pronto las recibió.

El siguiente aviso de emergencia llegó de la embajada de Finlandia en Suiza. En el cantón del Valais se había detectado la presencia de un grupo de turistas que se había comportado de manera extraña y amenazante para su propia seguridad. Los finlandeses, a las órdenes de un oficial de alta graduación del ejercito, habían intentado llevar a cabo un suicidio colectivo en Münster, un pueblecito alpino. Gracias a la firme actuación de los representantes del cantón, se había conseguido impedir dicho intento. Sin embargo, uno de ellos había perdido la vida en circunstancias poco claras. El fallecido resultó ser un armador alcohólico de Savonlinna. Su cuerpo ya había llegado allí en un féretro de zinc y había sido enterrado. Según los datos de la autopsia proporcionados por las autoridades suizas, la causa de la muerte había sido una intoxicación etílica, unida a la rotura repentina de la columna vertebral.

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