Miles de finlandeses se lanzan cada año por un precipicio o inhalan dióxido de carbono del tubo de escape. Precisamente el día de San Juan, la fiesta de principios del verano, Onni Rellonen, un empresario en crisis, decide poner fin a su vida. Pero apenas ha encontrado un granero apartado, unos ruidos lo detienen. Onni salva a otro visitante del granero, el coronel Kemppainen, un viudo que había decidido matarse ese mismo día. Ambos renuncian al común propósito y empiezan a charlar sobre los motivos que les impulsaban. Toman una sauna, beben coñac y empiezan a tutearse, hasta que se rinden ante la evidencia: existe un gran número de candidatos al suicidio. Nace así una larga amistad y la idea de fundar una asociación de «aspirantes a suicida». Así, treinta y tres compañeros deciden partir, en un flamante autocar, en busca de un suicidio colectivo digno: cruzarán Europa hasta encontrar el mejor acantilado desde el que lanzarse deliciosamente al vacío.
Arto Paasilinna
Delicioso suicidio en grupo
ePUB v1.0
roebek01.04.12
Título original:
Hurmaava joukkoitsemurha
© Arto Paasilinna, 1990
Traducción: Dulce Fernández Anguita
ISBN: 978-84-339-7120-3
© Editorial Anagrama, 2007
Barcelona
En esta vida lo que más importa es la
muerte, y tampoco es que sea para tanto.
Proverbio popular
El enemigo más poderoso de los finlandeses es la oscuridad, la apatía sin fin. La melancolía flota sobre el desgraciado pueblo y durante miles de años lo ha mantenido bajo su yugo con tal fuerza, que el alma de éste ha terminado por volverse tenebrosa y grave. Tal es el peso de la congoja, que muchos finlandeses ven la muerte como única salida a su angustia. Una mente taciturna es un enemigo aún más encarnizado y temible que la propia Unión Soviética.
Sin embargo, el finlandés es un pueblo de guerreros. Todo, menos rendirse. Una y otra vez se alza en rebelión contra el tirano.
La Noche de San Juan, la fiesta de la luz y la alegría que marca el solsticio de verano, es para los finlandeses una descomunal batalla en la que, de común acuerdo y uniendo sus fuerzas, intentan derrotar a la melancolía que los corroe. Todo el pueblo se pone en pie de guerra: no sólo los hombres en condiciones de luchar, sino que también las mujeres, los niños y los ancianos Se movilizan a los frentes. En las orillas de los mil lagos de Finlandia se encienden colosales hogueras paganas para exorcizar a las tinieblas. Banderas de guerra azules y blancas son izadas en sus astas. Cinco millones de guerreros finlandeses se alimentan antes de la lucha con salchichas grasientas y costillas de cerdo asadas a la parrilla. Vacían sin miramientos y de un trago sus copas de aguardiente para darse valor, y al son de los acordeones, marchan para medirse en combate con la depresión, a la cual aplastarán en una batalla campal que librarán sin tregua durante toda la noche.
En el fragor de las luchas cuerpo a cuerpo se produce el encuentro entre los sexos y miles de mujeres quedan en estado de gravidez. Hay hombres que mueren ahogados en lagos y bahías al atravesar las aguas en sus barcazas. Decenas de miles caen en las alisedas, o quedan yaciendo entre las matas de ortiga. Son numerosas las hazañas heroicas, llenas de sacrificio y arrojo. La felicidad y el júbilo vencen, se ahuyenta a la tristeza y una vez al año el pueblo disfruta de la libertad al menos por una noche, cuando la tenebrosa tirana es aplastada por la fuerza.
Era el amanecer del día de San Juan a orillas del lago Humalajärvy
[1]
en la región de Häme. Todavía se notaba un ligero olor a humo, testimonio de la batalla nocturna: el día anterior había sido la víspera de San Juan y se habían quemado hogueras en todas las orillas. Una golondrina sobrevolaba con el pico abierto la superficie del lago, cazando insectos. Todo estaba en calma y el sol brillaba, la gente dormía. Los pájaros eran los únicos a quienes les quedaban fuerzas para cantar.
Un hombre solitario estaba sentado en las escaleras de su chalé con un botellín de cerveza sin abrir en la mano. Se trataba de Onni
[2]
Rellonen, un director gerente de empresa que tenía cerca de cincuenta años y una de las expresiones de tristeza más desoladoras de la región. Él no formaba parte de los vencedores de la batalla de la víspera. Se hallaba malherido y no había ningún hospital de campaña en el que su roto corazón pudiese recibir una cura de urgencia.
Rellonen era un hombre flaco de estatura media, más bien orejudo, y tenía una nariz larga cuya punta estaba siempre colorada. Llevaba puestos una camisa de verano de manga corta y unos pantalones de terciopelo.
Por su aspecto se notaba que en algún momento su alma había albergado una fuerza explosiva. Pero ya no. Se sentía cansado, vencido, golpeado por la vida. Las arrugas de su rostro y la escasez de cabello en la coronilla eran las conmovedoras cicatrices de una lucha contra la dureza y la brevedad de la existencia.
El director gerente padecía de acidez estomacal desde hacía décadas y en esos momentos los pliegues de sus intestinos albergaban un catarro intestinal en ciernes. Tenía las articulaciones y la musculatura en condiciones, si no se tomaba en cuenta una ligera flaccidez. Por el contrario, su corazón estaba recubierto de grasa y latía con pesadez, siendo más una carga en aquel momento —como un grillete que lo encadenase a una bola— que un órgano que lo ayudase a mantenerse con vida. Solía temer que éste se detuviese y se precipitase por su cuenta a la muerte, dejándolo paralizado y sediento de sangre. Sería el golpe de gracia para un amo que, aunque lo hubiese maltratado, siempre había confiado en él, incluso cuando no era más que un feto. Si su corazón se detuviese a tomar aliento, aunque sólo fuese por espacio de cien latidos, sería el final de todo. Nada significarían los millones de latidos precedentes de Onni Rellonen. Así es la muerte. Miles de hombres finlandeses lo experimentan cada año, pero ninguno de ellos ha vuelto para contar qué se siente estando en el otro lado.
En primavera, Rellonen había empezado a pintar la deteriorada fachada de su casa, pero el trabajo había quedado a medias. El bote de pintura seguía junto a los cimientos de piedra de la casa, con el pincel endurecido sobre su tapa.
Onni Rellonen era un hombre de negocios que incluso a veces había sido llamado «director». Tras él se acumulaban años de actividad frenética, de fulgurantes éxitos iniciales de escalada en el mundo de la pequeña y mediana empresa, así como una tropa de subordinados, de contabilidad, dinero y actividades comerciales. Había sido contratista de obras y en los años sesenta incluso había tenido una pequeña empresa de chapa. Pero las malas coyunturas del mercado y la voracidad de los competidores habían llevado a la bancarrota a Aleros y Chapas Rellonen S. A. Y aquello no era todo. También se sospechaba que tras la quiebra se ocultaba algún que otro delito monetario. En los últimos tiempos el director gerente había figurado como propietario de una lavandería de autoservicio. Tampoco ésta le resultó productiva: todas las familias finlandesas tenían lavadora propia, y los que no la tenían tampoco se preocupaban mucho por lavarse la ropa. Ni los grandes hoteles, ni los barcos que hacían las líneas de cruceros a Suecia querían darle trabajo a su empresa, y las grandes cadenas de la competencia le quitaban a Rellonen los encargos de delante de las narices. Las contratas de ese nivel se negociaban en los reservados de los restaurantes. La última quiebra había sido aquella misma primavera. Desde entonces padecía una depresión profunda.
Sus hijos eran ya adultos, su matrimonio estaba en estado de total abandono. Si Rellonen se ilusionaba y hacía planes para el futuro y le explicaba sus ideas a su mujer, ésta ya no le apoyaba. Tampoco ella tenía fuerzas. Ya no.
—Mmm…
Eso era lo más que contestaba, dejándole desanimado. Ni estaba en contra, ni le apoyaba. Nada. Todo parecía perdido, toda su vida y en especial su vida en los negocios.
El director gerente llevaba desde el invierno dándole vueltas a la idea de suicidarse. No era la primera vez. Sus ganas de vivir ya se habían apagado con anterioridad en otras ocasiones, y la depresión convertía su sana agresividad en pensamientos de autodestrucción. Le hubiese gustado acabar con todo en primavera, cuando la quiebra de la lavandería, pero ni siquiera para ello tuvo fuerzas.
Era el día de San Juan. Su mujer estaba en la ciudad y le había dicho que se iba porque no le apetecía amargarse la fiesta quedándose en el campo junto a un hombre deprimido. Qué noche tan solitaria la de la víspera, sin hoguera, sin compañía y sin futuro. Eso no le había dado muchos ánimos, que se diga, al pobre hombre.
Onni Rellonen dejó el botellín en las escaleras y entró en su casa, rebuscó por los cajones de la cómoda del dormitorio hasta dar con su revólver, que cargó y se metió en un bolsillo de los pantalones de terciopelo.
«Qué se le va a hacer», pensó con tristeza pero con determinación.
Al cabo de tanto tiempo sentía por fin que estaba tomando una iniciativa, que hacía algo para cambiar de situación. ¡Había llegado la hora de ponerle punto final a aquella inútil vida! ¡Un punto, y bien gordo, a su vida entera! ¡Un estampido que no dejase lugar a dudas!
El director gerente salió a pasear por el bucólico paisaje de Häme. Acompañado por el canto de los pájaros, echó a andar por el camino de gravilla que llevaba a los otros chalés, pasó de largo la casa de su vecino y atravesó los campos de cultivo, dejando atrás una era, un establo y una granja. Otro prado se extendía tras un pequeño tramo de bosque. Recordó que al borde de éste había un pequeño pajar destartalado. Era un lugar tranquilo donde podría pegarse un tiro a gusto, el ambiente adecuado para acabar con sus días.
¿Tendría que haber dejado una carta de despedida sobre la mesa de su casa? ¿Qué hubiera debido escribir, en ese caso? ¿Adiós, queridos hijos, intentad seguir adelante, vuestro padre ha tomado una decisión…? ¿Querida esposa, no me guardes rencor…?
Onni Rellonen intentó imaginar la reacción de su mujer cuando leyese la despedida. Tal vez comentase:
—Mmm…
El henil olía fuertemente a renuevo, el granjero había segado el pasto fresco el día anterior, con toda probabilidad. Los campesinos también trabajaban la víspera de San Juan, a causa de las vacas. Los abejorros zumbaban y las golondrinas piaban en el tejado del viejo pajar. Del lago llegaban los chillidos de las gaviotas. El director caminó hacia el pajar con el corazón helado. Se trataba de una vieja construcción gris que ya no servía para nada, como no fuera quitarse la vida. Se la encontró delante demasiado rápido, y sus últimos instantes se anunciaron antes de lo que pensaba.
Fue incapaz de entrar inmediatamente por el descomunal portón. Este le esperaba, abierto y negro como las mismísimas fauces del infierno, dispuesto a tragárselo. Comenzó sin querer, a alargar su vida, decidió rodear la construcción, como un animal herido que buscase el lugar apropiado para su último descanso. Echó una mirada al interior a través de las aberturas que había entre las maderas podridas, y le pareció espantoso. Pero la decisión ya estaba tomada, había que dar la vuelta al pajar, entrar en él para echarse en los brazos de la muerte y dispararse un tiro. Un pequeño movimiento del gatillo: su último movimiento y el saldo quedaría a cero, el último y miserable saldo entre la vida y la muerte. Escalofriante.