Delicioso suicidio en grupo (9 page)

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Authors: Arto Paasilinna

Tags: #narrativa

Continuaron su viaje desde la isla de Seurasaari y fueron por el bulevar Ramsay hasta llegar a la isla de Kuusisaari. Alguien sugirió que fueran a Dipoli, en Otaniemi, donde había una discoteca que cerraba muy tarde. Allí podrían tomarse unas copas para aclararse las ideas. A otro se le había ocurrido de repente que de Dipoli sólo había un pequeño trecho hasta la bahía de Keilahti, donde podrían tomar las oficinas centrales de la compañía petrolífera Neste, subir en el ascensor hasta el último piso y tirarse al mar desde el tejado de la torre. En ese momento se hallaba al mando del grupo un joven de Kotka, el mismo, justamente, que había presentado el plan de los globos aerostáticos.

Durante la noche el grupo había demostrado dejarse llevar por la misma inquebrantable determinación que los estalinistas finlandeses de los años sesenta al asumir la tarea de ponerle las pilas a la revolución mundial. Si bien era cierto que los suicidas no cantaban himnos proletarios, y carecían incluso de bandera propia, su acción estaba igualmente abocada al fracaso.

Tal vez el plan de tomar la torre de Neste se hubiese llegado a consumar si de camino a la isla no se hubieran topado con una oportunidad aún mejor. Al llegar a la altura del número treinta y tres del camino de Kuusisaari, se dieron cuenta de que alguien se había dejado entornada la puerta del garaje en una de las lujosas viviendas. Se asomaron al interior y vieron que se trataba de un local bastante espacioso. En él había un jaguar descapotable de color blanco. El hallazgo les pareció providencial, un medio de acabar con sus días fácilmente: si conseguían poner en marcha el lujoso vehículo, el monóxido de carbono liberado por su potente motor sería suficiente para matar a todos los que estuviesen en el garaje.

La decisión fue inmediata y unánime. Todo el grupo, más de veinte personas, se hacinó en el garaje. Bajaron la puerta y cerraron el ventanuco de ventilación. Los hombres más jóvenes, con el exaltado de los globos a la cabeza, intentaron hacerle un puente al jaguar para ponerlo en marcha. No hubiese hecho falta, las llaves estaban en el contacto. El motor arrancó a la primera, con un suave ronroneo de coche de lujo.

El chico de Kotka propuso entonces que diesen una vuelta de honor a la ciudad en el coche antes de morir. Desistieron de la idea, dado que el paseo de despedida habría podido llamar la atención y, además cabían todos en aquel coche tan pequeño. La verdad es que robar un vehículo como último gesto en este mundo no fue visto con muy buenos ojos, sobre todo entre la gente de más edad y las mujeres.

El joven exaltado se sentó en el asiento del conductor y puso el casete. La música era árabe y sus notas traían a la mente la añoranza de la vida en el desierto. Una mujer cantaba con voz melancólica y monótona; la música apropiada para una situación como aquélla.

Los gases del tubo de escape empezaron a invadir el garaje. Las luces estaban apagadas. El rumor del motor y los lamentos en árabe se mezclaban con las silenciosas plegarias finlandesas.

Nadie recordaba a ciencia cierta cuánto tiempo habían estado tragando humo, pero de repente la gran puerta del garaje se abrió y un vigilante vestido con un mono entró como una exhalación acompañado por un pastor alemán.

El perro se puso a estornudar y acto seguido salió corriendo. El hombre del mono encendió las luces y les rugió de manera poco civilizada.

A esas alturas, ya había varias personas dormidas o sin sentido tiradas por el suelo del garaje. Los que todavía se tenían en pie salieron por patas y se dispersaron por los bosques de Kuusisaari. Pronto se presentaron en el lugar ambulancias y policías. Los que estaban inconscientes fueron reanimados y llevados a hospitales, pero la mayoría de los suicidas había conseguido escapar. Por caminos diferentes, solos o en pequeños grupos, regresaron a la ciudad atravesando Tapiola y Munkkiniemi. En eso se les había ido la noche y allí estaban ahora, tal como habían acordado en el seminario.

La jefa de estudios, el director Rellonen y Kemppainen escucharon horrorizados el delirante relato de las aventuras nocturnas del grupo. El coronel estalló:

—¡Pandilla de desgraciados! ¡Estáis todos como cabras!

El coronel reprendió a los suicidas con duras palabras por su obstinación sin límites. Luego quiso saber de quién era el garaje donde se habían metido.

Jarmo Korvanen, un joven que era cabo furriel en la reserva, dijo que, a raíz del suceso, había acabado en comisaría para ser interrogado. Pudo sacar en claro que el garaje pertenecía a la residencia oficial del embajador de Yemen del Sur. A Korvanen lo habían soltado hacía sólo una hora, con la condición de que se presentase al día siguiente, lunes, a las nueve, para que se le interrogase más a fondo.

El rostro del coronel se ensombreció aún más. Ya era bastante estúpido meterse en el garaje de un desconocido con el fin de suicidarse inhalando monóxido de carbono, para que encima tuvieran que hacerlo en la residencia de un embajador extranjero, y así arruinar la reputación del grupo y, de paso, también la de la nación. El coronel se llevó las manos a la cabeza y gimió en voz alta.

Jarl Hautala, el ingeniero jubilado, tomó entonces la palabra. Dijo que a él lo habían trasladado desde el hospital universitario hasta el de Meilahti para ser sometido a examen, a causa del envenenamiento por monóxido de carbono. Había conseguido escaparse del hospital a la hora del desayuno. Le asomaba aún el pijama del centro sanitario por debajo de la gabardina que había robado del guardarropa de la entrada, la cual le quedaba más bien sobradita.

—Por desgracia nos interrumpieron en el último momento, coronel. Estoy seguro de que si hubiésemos podido gozar del monóxido, aunque sólo fuera diez minutos más, estaríamos todos muertos. Es inútil que intente culparnos, hemos sido víctima de las circunstancias. Además, no todos fracasamos. Me enteré en el hospital de Meilahti de que el joven de Kotka, el tonto ese de los globos, consiguió lo que nosotros no pudimos. Trajeron su cadáver al hospital y oí cómo los médicos discutían sobre su caso en urgencias.

Lo habían encontrado muerto sentado al volante del coche, con el pie en el acelerador. Por los pasillos pululaban demasiados policías, así que a Hautala le había parecido más prudente irse del hospital por su cuenta y riesgo, ya que se encontraba de nuevo relativamente bien, teniendo en cuenta las excepcionales circunstancias.

Durante este relato, Seppo Sorjonen, el camarero por horas, se había sumado al grupo al pie de la estatua de Alejandro II. Todo en su aspecto era luminoso y alegre, y su llegada fue como una bocanada de aire fresco. El coronel miró con disgusto al recién llegado, pero Sorjonen no dejó que esto afectase a su buen humor.

10

La estatua de Alejandro II, en la emblemática plaza del Senado, había sido testigo principal de muchos acontecimientos turbulentos de la historia de Finlandia. A lo largo de los años aquel zar de bronce había visto desfilar las jaurías de cosacos de la época de la opresión rusa, la parada triunfal de la sanguinaria Guardia Blanca tras la guerra civil, la marcha de los campesinos del Movimiento de Lapua, las multitudinarias manifestaciones de los rojos tras las guerras y las heladas fiestas de Nochevieja organizadas por el municipio. Había asistido al siniestro traslado de los presos a la fortaleza de Suomenlinna y, más recientemente, a los retozos de la celebración del Primero de Mayo, pero nunca se había visto rodeada de suicidas en potencia.

La estatua de Alejandro II pensó que, en sus tiempos, eran los cosacos del zar quienes se ocupaban de masacrar al populacho cuando éste se quejaba de sus males o desobedecía. Hoy en día se mataba él mismo, qué cosas…

Alrededor de la pensativa estatua se congregaba un grupo de unos veinte desgraciados, en el que ya se había producido una baja definitiva. La desmejorada y resacosa tropa le exigió a Kemppainen que tomase medidas urgentes para salir de la peliaguda situación.

—Debemos abandonar inmediatamente la ciudad —decidió el coronel. Dio orden al director Rellonen de que alquilase un autobús y se ocupase de que estuviese disponible en una hora. Cuando Rellonen se fue a cumplir su misión, el coronel y la jefa de estudios Puusaari dirigieron a la desgraciada tropa a través de la plaza del Mercado hacia el restaurante Kappeli del paseo de Esplanadi, para que desayunasen.

—Procuren comer bien, a ver si así reviven un poco —aconsejó Helena Puusaari al mortecino grupo.

Seppo Sorjonen se sumó a ellos. Cuando el coronel le preguntó qué hacía un camarero de sonrisa forzada en su grupo, éste declaró que sólo quería ayudar. Le contó que había vivido un par de años con una psicóloga, y que en ese tiempo había adquirido grandes conocimientos sobre las profundidades abismales de la mente humana. Sorjonen estaba seguro de que podría dar consuelo a los desgraciados guerreros del coronel.

La jefa de estudios opinó que no vendría mal un rayo de luz en tan tenebroso grupo. Por su parte, Sorjonen podía acompañarles, siempre que no causase problemas. Al coronel no le quedó más remedio que resignarse.

En menos de una hora Rellonen se presentó para informar de que el autobús les esperaba en la plaza. Ya podían marcharse. Los que tenían habitación reservada en algún hotel se fueron a pagar la cuenta y recoger el equipaje. Los que vivían en Helsinki fueron a sus casas a buscar lo necesario para el viaje. En el grupo había dos personas que, según sus propias palabras, no poseían nada que valiese la pena recuperar. Una de ellas era Seppo Sorjonen.

Al llegar a Tikkurila, hicieron una parada frente a la piscina municipal. El coronel anunció que aquellos que lo desearan podían darse una zambullida o ir a la sauna; el autobús esperaría tres cuartos de hora. Todos los participantes en la excursión nocturna para inhalar monóxido de carbono aprovecharon de buena gana la oportunidad de refrescarse. La directiva se quedó en el autobús. El coronel soltó con voz fatigada:

—De verdad, vaya tropa la que me ha tocado… Lástima no haberme ahorcado en San Juan.

El director Rellonen, sin embargo, veía los aspectos positivos de la situación:

—No te preocupes, Hermanni. Son buena gente y sólo lo estaban intentando, lo mismo que nosotros hace poco.

Tampoco atinamos la primera vez. Y ahora tenemos dinero, más de ciento veinte mil marcos, así que no te apures, ya nos las apañaremos.

La jefa de estudios quiso saber adónde se dirigían, y lo mismo había preguntado ya el conductor del autobús en un par de ocasiones. El coronel dijo que primero irían por la nacional 5 hacia el norte. Por el momento no tenía instrucciones más precisas que darle al conductor.

Los aspirantes a suicida volvieron de la piscina. Olían bien; se habían refrescado y estaban como nuevos. Alguno incluso se atrevió a bromear, hasta que le recordaron los hechos de la noche pasada. Se pusieron otra vez en marcha.

Durante las dos o tres horas siguientes viajaron a la buena de Dios, hacia el norte. Pasaron de largo Järvenpää, Kerava, Hyvinkää y Riihimäki. En Hämeenlinna se tomaron un descanso.

El coronel se fue a fumar un cigarrillo detrás del autobús y el conductor se le acercó para preguntarle de nuevo por el destino de la expedición. Kemppainen le gruñó y le dijo que eso no lo sabía ni él, pero que lo importante no era el destino final, sino moverse. El conductor tuvo que contentarse con aquella respuesta.

El viaje a ninguna parte continuó desde Hämeenlinna rumbo al norte. La jefa de estudios dijo que quería pasar por su casa, ya que iban en dirección a Toijala. No les costaría tanto tiempo, ¿no? Tenía algunos efectos personales que quería llevar consigo.

Ya en Toijala, dejaron a Helena Puusaari ante la puerta de su casa y mientras ella recogía sus cosas, el coronel se llevó al resto de la compañía a comer a una taberna local. De menú había carne en salsa de eneldo y costillas de cerdo, pero como eran más de veinte, la carne en salsa no fue suficiente para todos. Bueno, pues nada, comieron cerdo. Casi todos bebieron agua o leche agria y el coronel pidió una cerveza. A la jefa de estudios le encargaron la comida y se la llevaron al autobús.

Y de nuevo en marcha. Esta vez fueron hacia el sudoeste, rumbo a Urjala. A algunos viajeros no les hizo gracia el cambio, pero el coronel dijo que ya se había hartado de ir todo el día en la misma dirección. Y además Urjala era un lugar como cualquier otro. Alguien propuso que fuesen de un tirón hasta el extremo septentrional de Noruega, hasta el Cabo Norte. Con aquel verano tan hermoso sería muy agradable divertirse y hacer un poco de turismo. De eso justamente se había hablado, además. ¡Esa era la ocasión para empezar a pasárselo bien! Ya habían llorado suficiente por sus desgracias y su miserable destino.

El criador de renos Uula Lismanki apoyó con entusiasmo la idea de hacer una incursión en el rincón más septentrional de Europa. Alabó los paisajes del Cabo Norte, que había visitado en el verano de 1972 con una delegación del Consejo Sami del Casquete Polar. También participó el gobernador de la provincia sueca de Norrbotten Ragnar Lassinantti: un hombre agradable, para ser un pez gordo, y encima extranjero. Por la noche, en el hotel, Lassinantti había desafiado a Uula a una pelea de lucha libre y ambos habían rodado jadeantes por la moqueta del hall durante dos horas. Ganó Lassinantti.

Uula recalcó que, por lo que sabía, el cabo era uno de los más famosos y elogiados del mundo, tan conocido como el de Hornos, en la punta más meridional del continente americano.

Se pusieron a discutir seriamente sobre el Cabo Norte, y la propuesta recibió un amplio apoyo, sobre todo después de que a alguien se le ocurriese que cuando llegasen allí, podían tirarse de cabeza al mar en el autobús. Si lo que Uula Linsmanki les había contado era cierto, sería muy fácil acabar con sus días, pues la costa estaba llena de acantilados y la carretera discurría justo al borde de los mismos. ¡El autobús podría acelerar al máximo y llevarse por delante la barrera de seguridad para lanzarse al vacío!

Uula Lismanki dijo que él no pensaba acompañarles en el salto final. En realidad, nunca había pensado en suicidarse, y estaba allí un poco por casualidad.

Todos se extrañaron de que, en esas condiciones, Uula se hubiese unido al grupo, ¿acaso no le deprimía viajar en compañía de gente tan taciturna? ¿Y por qué se le había ocurrido participar en un seminario de suicidiología, no siendo partidario de la idea? Las ganas de vivir de Uula causaron cierto malestar entre los viajeros. Asimismo, tampoco veían con buenos ojos la actitud positiva de Seppo Sorjonen ante la vida, que les parecía superficial.

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