Delicioso suicidio en grupo (13 page)

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Authors: Arto Paasilinna

Tags: #narrativa

Los desesperados se quedaron en Röntteikösalmi por espacio de tres días. Durante el día desbrozaban los campos de remolacha y almorzaban las salchichas con puré de patatas que preparaba divinamente Kati Jääskeläinen. Por la noche encendían una hoguera junto al lago y se sentaban alrededor a conversar con fines terapéuticos.

La sana vida del campo les sentaba bien y se hubieran quedado más tiempo, pero las labores de la remolacha no dieron para más.

En el momento de la despedida, Urho Jääskeläinen, que estaba al tanto del destino final del viaje de los suicidas y se había hecho amigo de ellos, les dijo melancólicamente:

—Pues yo me iría con gusto al Cabo Norte ese a matarme…, lo que pasa es que el verano es la peor temporada para los agricultores. Uno no está para viajes. ¿Por qué no os lleváis a mi señora? Ella seguro que se apuntaría al viajecito…, y yo, tan contento de que hiciese turismo, ya me entienden.

Sin embargo, el coronel no aceptó la propuesta de Urho. Personalmente, no le parecía que la señora Jääskeläinen tuviese tendencias suicidas, y eso haría que se sintiera excluida durante la excursión al norte. Sin contar con que no podía garantizar el viaje de vuelta.

—Ya veo que no…, pero tenía que intentarlo —dijo Urho con decepción.

El grupo subió al autocar y Korpela se puso en marcha en dirección a Savonlinna. Allí podrían recoger al dueño y armador de La Golondrina, si es que la idea de suicidarse aún le interesaba. Y, ya que estaban en Savo, valdría la pena pasar por un par de direcciones más que habían sacado de los archivos. En el autobús quedaba sitio de sobra.

La jefa de estudios propuso que al llegar a Savonlinna fuesen a una floristería para encargar una corona de muerto a fin de enviarla a Kotka, a la tumba del fallecido Jari Kosunen. ¿Habría sido enterrado ya el primer difunto del grupo?

Decidieron informarse sobre el asunto. Por suerte, el autobús disponía de un radioteléfono. Rellonen llamó a varios números de Kotka y se enteró de que Jari Kosunen sería enterrado el martes siguiente, o sea, dos días después. El entierro se celebraría en la intimidad, en el cementerio nuevo de la localidad. La madre del joven había sufrido un colapso nervioso al enterarse del triste destino de su hijo y estaba internada en un sanatorio mental, de manera que tal vez ni siquiera podría asistir al sepelio del chico. La información les fue proporcionada por un funcionario del registro de la congregación evangélica luterana. Jari sería enterrado a expensas del municipio, ya que su madre carecía de recursos y no había otros familiares cercanos. El muchacho había vivido con ella en un pequeño piso de dos habitaciones de las afueras, y todo lo que ganaba haciendo trabajillos temporales lo derrochaba en la construcción de aviones a escala y cometas, según tenía entendido el funcionario. A Jari se le tenía por un loco en los círculos locales.

El coronel propuso que el grupo de desesperados acudiese al sepelio. Era de justicia que, en su último viaje, rindieran homenaje a un compañero de infortunio, a un pionero que les había abierto el camino.

Según los archivos, en el valle del río Kymijoki vivían al menos dos suicidas más. Era la ocasión de pasar a saludarlos y, si así lo deseaban, de llevárselos con ellos en el viaje al Cabo Norte.

15

En ese mismo momento, en una casa de las afueras de Savonlinna, la profesora de economía doméstica Elsa Taavitsainen estaba recibiendo una zurra por parte de su marido, Paavo Taavitsainen, un electricista que padecía celos paranoicos. Elsa estaba llena de cardenales y en la cabeza lucía un chichón del tamaño de un huevo. Acurrucada en el suelo del vestíbulo, lloraba desconsoladamente. El matrimonio tenía un hijo y una hija en edad adolescente. La chica estaba sentada sobre la cama de su cuarto, con el cuerpo rígido, y daba un respingo cada vez que su madre chillaba al recibir otro golpe. Su hermano, nervioso, se reía por lo bajo en la sala de estar y de vez en cuando daba un trago a hurtadillas de la lata de cerveza de su padre.

Los malos tratos formaban parte de la rutina semanal de la familia. La víctima era siempre la madre, la pecadora de la familia a la que siempre había que humillar. No sabía hacer nada a derechas. Era una guarra, una distraída, un pendón, una derrochadora, no se lavaba y ni siquiera sabía hacer una comida en condiciones, a pesar de ser profesora de economía doméstica. Además, era fea. Olía mal. Era una vaga. No sabía educar a los niños. Era un carámbano en el lecho matrimonial. Elsa había destrozado la vida de su marido y la de toda su familia. No había por dónde cogerla, era un desastre.

Si Elsa intentaba defenderse, el marido enloquecía de rabia y se ensañaba aún más, aunque tampoco soportaba que ella se resignara a su papel de esclava de la familia. Hiciera lo que hiciese, Elsa siempre recibía.

Sólo tenía treinta y cinco años, pero parecía una vieja.

Estaba agotada y hundida, y ya no le quedaba ninguna esperanza. El futuro la horrorizaba. No dormía por las noches, ni siquiera cuando no la habían apaleado.

Después de San Juan, leyó un anuncio, entre las esquelas que la impresionó. «¿Estás pensando en suicidarte?», era la pregunta que lo encabezaba. Y Elsa, más que ninguna otra persona, podía contestar que sí. Reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban, respondió al anuncio y pronto recibió la invitación a un seminario que se iba a celebrar en Helsinki. Elsa se arriesgó a hacer el viaje, diciendo que iba a unas jornadas educativas para profesores de economía doméstica que se celebraban en la capital.

La reunión en Los Cantores le proporcionó un consuelo y una sensación de no estar ya sola como nunca imaginó que fuese posible. Escuchó atentamente la conferencia sobre el suicidio y su prevención, comió por primera vez en mucho tiempo con toda tranquilidad y habló de sus cosas con gente que la comprendía. Había encontrado a sus compañeros de infortunio. Y tras el seminario Elsa Taavitsainen se unió al núcleo radical de los suicidas, los que querían acabar cuanto antes.

Estuvieron en el cementerio y en Seurasaari. De madrugada marcharon por una isla que había de camino a Espoo, donde vivía gente rica. Los demás se habían encerrado en un garaje, pero Elsa no se atrevió a meterse en un lugar que pertenecía a unos desconocidos.

Un guarda acompañado de un pastor alemán se presentó en el sitio. Asustada, Elsa corrió en dirección a la ciudad y pronto empezó a cruzarse con ambulancias y coches de policía. Ella no sabía lo que había pasado. Al día siguiente regresó a su casa, y desde entonces, nadie se había puesto en contacto con ella. Entretanto, su suspicaz marido había descubierto que en Helsinki no se había celebrado reunión alguna de profesores en las fechas indicadas por su mujer. Sus monstruosos celos estallaron como si de una tormenta se tratase. Después de aquello, no quedó ni rastro de la dignidad de Elsa.

Yacía en el vestíbulo de su casa, maltratada y llena de vergüenza. Lo único que esperaba de la vida era que acabase pronto para poder descansar en paz. Quería morir. Entonces llegó de la calle el sonido de un motor y alguien tocó el timbre. El marido le rugió desde la sala de estar:

—¡Antes de abrir ve a lavarte la jeta esa de guarra que tienes, cacho puta!

No tuvo fuerzas para tanto, pero consiguió enderezarse lo suficiente como para descorrer el cerrojo de la puerta.

Ante ella apareció el coronel Hermanni Kemppainen, que la ayudó compasivamente a ponerse en pie. Elsa tenía la cara ensangrentada y la ropa en desorden. Se le habían roto las medias y le faltaba un zapato.

—¡Coronel Kemppainen! Ayúdeme, se lo ruego…

Se derrumbó en los brazos del coronel, llorando desconsolada.

El coronel la llevó en brazos hasta el autobús, dejándola al cuidado de Helena Puusaari, mientras bajaban del vehículo algunos de los hombres: Korpela, Sorjonen, Lismanki y Korvanen. El marido de Elsa salió al jardín hecho una furia y trató de golpear al coronel, pero rápidamente lo agarraron entre todos. Acusaba a los salvadores de Elsa de violación de su domicilio. Sus hijos seguían los acontecimientos desde las escaleras con aire indiferente, como si la cosa no fuera con ellos.

Elsa estaba loca de terror. Se escondió tras los asientos, al fondo del autocar. La jefa de estudios se sentó a su lado y le habló en tono tranquilizador.

Mientras tanto, el coronel Kemppainen y el furriel en la reserva Korvanen estaban intercambiando ideas con el electricista Taavitsainen. Korvanen se le había sentado encima del pecho y el hombre se revolvía.

El escándalo había llamado la atención de los vecinos.

Todos opinaban que había que mandar a Taavitsainen a comisaría. Aquello era demasiado. Alguien fue a llamar a la policía.

El coronel pidió a algunos de los vecinos que retuviesen a Taavitsainen mientras llegaba la autoridad y éstos así se lo prometieron, tras agradecerle que se hubiese hecho cargo del asunto.

Helena Puusaari le preguntó a Elsa si deseaba recoger algún efecto personal de su casa. La pobre mujer no se atrevía, pero bajo la protección de la jefa de estudios y del coronel reunió el coraje necesario para entrar en la casa. Cogió sus papeles, su bolso, algo de ropa, el pasaporte y dinero. Eran todas sus posesiones. Todos los objetos con algún valor sentimental para ella habían terminado en pedazos a lo largo de tantos años de lucha. No abrazo a sus hijos al marcharse, ni ellos se dignaron mirarla. Un coche de policía entró en ese momento en el jardín.

Y así fue como se separó la desgraciada familia Taavitsainen. La policía se hizo cargo del marido y La Veloz de Korpela, S. A. se llevó consigo a la mujer. El destino de uno era el calabozo y el de la otra, la muerte. En la casa quedaron dos adolescentes, un chico que había crecido sin sentimientos y una chica paralizada de terror.

Korpela se dirigió al centro de Savonlinna. Elsa, agotada, se durmió en el asiento trasero del autocar.

La jefa de estudios pidió que pasaran por una farmacia y una floristería. Compró con su propia receta unos tranquilizantes para Elsa y en la floristería dejó el encargo para la corona del muerto. Pidió que pusiesen en la cinta de seda: «En recuerdo del pionero que nos mostró el camino.» Luego llamaron al profesor Mikko Heikkinen, el armador de La Golondrina de Saimaa, y acordaron reunirse todos en el astillero.

16

Al volante de su autobús, Korpela cruzó el puente al este de Savonlinna y enseguida llegó al astillero de desmantelamiento. El oxidado vapor descansaba sobre unos caballetes. Los aspirantes a suicida examinaron la triste nave y llegaron a la conclusión de que nunca volvería a navegar, tal era el estado de su casco. Por suerte habían desistido de la idea de una última singladura a bordo del barco, porque eso hubiese acabado con toda la tropa en la misma botadura. La muerte repentina había dejado de interesarles.

Una furgoneta entró traqueteando en el patio del astillero. En ella iba Mikko Heikkinen, un hombre de cuarenta y cinco años, profesor de mecánica del Instituto de Formación Profesional de Savonlinna. Heikkinen aparcó su destartalado cacharro junto al lujoso autobús de Korpela y fue a saludar a los suicidas, que rodeaban su barco en pequeños grupos. Iba vestido con un mono lleno de grasa y llevaba una gorra en cuya visera se leía en letras grandes:

ASTILLEROS WÄRTSILÄ. Tenía el rostro bronceado por el sol y curtido por el viento. Daba la impresión de estar resacoso y su aliento olía a aguardiente mal digerido. Las manos le temblaban un poco cuando saludó al coronel.

Kemppainen le señaló a los presentes, precisando que era el mismo grupo de aspirantes a suicida que le había llamado desde Humalajärvi para preguntarle por su barco. Iban camino al norte, pero primero pensaban disfrutar un poco del verano finlandés y ocuparse de paso de varios asuntos. Heikkinen les enseñó su barco, que tenía un aspecto desolador apuntalado en los caballetes. Dijo que se trataba de un vapor de pasajeros de veintiséis metros de eslora por seis de ancho y ciento cuarenta y cinco toneladas de peso.

Tenía capacidad o, más bien, la había tenido, para ciento cincuenta viajeros. El motor tenía una potencia de sesenta y ocho caballos. Antes de la Primera Guerra Mundial, la nave había hecho la línea del lago Saimaa hasta San Petersburgo. Heikkinen la había adquirido en una subasta en el año 1973 y pagó por ella un precio irrisorio pensando que hacía un gran negocio. Pero con los años la adquisición había resultado una ruina.

Acercó una escalera de mano a la quilla de La Golondrina y subió al puente de un brinco, seguido por el coronel y algunos hombres más. El armador les enseñó las dependencias de los pasajeros. Se hallaban en pésimo estado, el barniz de los revestimientos se había desconchado hacía mucho y los tabiques estaban tan carcomidos en algunos puntos que a duras penas se tenían en pie. La verdad es que no invitaban a apoyarse en ellos. Heikkinen había arreglado poco a poco la cabina de mando. El timón era de latón pulido y también la bocina del tubo acústico, que comunicaba con la sala de máquinas, brillaba fruto de un intenso esfuerzo. La campana tintineó graciosamente cuando el armador tiró de la cuerda. Las reparaciones del puente superior se habían quedado ahí. De nada servía gritar por el tubo acústico. Heikkinen reconoció deprimido que nadie le había contestado nunca desde abajo.

Bajaron de uno en uno por la escalerilla de hierro hasta la sala de calderas. Había piezas de la vieja máquina de vapor aquí y allá, desparramadas por el suelo. Heikkinen encendió una linterna que colgaba del techo y les contó que llevaba más de diez años intentando arreglar aquel trasto. Había colado y vaciado unos cojinetes nuevos de bronce blanco, había limpiado todas las piezas y fabricado otras. Una vez, allá por 1982, incluso rearmó la caldera e intentó que arrancase. Se originó algo de presión, la guía de deslizamiento del motor empezó a moverse perezosamente y por la chimenea del puente superior salió vapor.

Pero algo no funcionó, porque la máquina giró varias veces y tras emitir unos últimos estertores, se quedó arrancada y poco faltó para que el barco se incendiase. Heikkinen lo desmontó todo nuevamente y se puso a buscar posibles fallos, que encontró a montones. La vieja caldera aún descansaba desmontada en la bodega del barco.

El armador rebuscó a tientas por la sentina de su oxidada bañera, en cuyo fondo se había ido acumulando con los años una charca de líquido de condensación. Algunos botellines de cerveza flotaban en ella. Heikkinen los sacó de la grasienta y negruzca agua y rogó a sus invitados que volvieran a subir al puente de mando.

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