Siguieron circulando en dirección a Väãksy y Heinola una hora o dos; después nadie se preocupó ya de por dónde iban.
El camarero Seppo Sorjonen se puso a dirigir una canción a coro, dando prueba de su naturaleza lírica. Los suicidas en potencia cantaron con particular entusiasmo cierta copla machacona que hablaba sobre el carácter provisional de la vida:
«La miseria, el dolor, todo pasará, en la vida todo es temporal…»
Korpela pisaba a fondo el acelerador y el coronel Kemppainen tenía dificultades para permanecer en la estela del autocar. Le preocupaba que se produjera un accidente o que les detuviese la policía, pero la jefa de estudios lo tranquilizó. Qué más les daba acabar en una zanja, si de lo que se trataba era de morir. Helena Puusaari llevaba consigo una botella de champán a medio beber. Apoyó su cabeza tiernamente en el hombro del coronel y se puso a tararear con una suave voz aguardentosa el aria de La Condesa Maritza de la opereta de Kálmán. La embriagadora colonia de la jefa de estudios, que perfumaba el interior del coche, y su seductora feminidad turbaron al coronel. Kemppainen empezó a pensar que, después de todo, lo de suicidarse no estaba tan mal.
Debían de estar ya en la provincia de Savo cuando Korpela se durmió al volante. No era de extrañar, ya que llevaba dos días sin dormir: primero había conducido de Pori a Häme, luego había dado la vuelta de prueba por toda la provincia con el grupo y aquella noche habían ido ya desde Häme hasta Savo, si es que era allí donde estaban. Pero Korpela era un conductor tan experimentado que no se limitó a dormirse sin más al volante, sino que entre una cabezada y otra condujo el autocar hasta el borde del camino, paró el motor y acto seguido se durmió profundamente.
Pronto empezaron a oírse sus ronquidos. Entre varios lo llevaron hasta la parte posterior del autocar y lo dejaron durmiendo en el sofá de la zona de reunión. El furriel en la reserva Jarmo Korvanen, que tenía permiso de conducir para vehículos pesados, se puso al volante del autobús y continuaron el viaje. No sin esfuerzo, consiguió recorrer un kilómetro hasta una cantera de grava que les pareció lugar propicio para aparcar. Allí lo dejaron, pero no era cuestión de acampar en aquel frío socavón. En la oscuridad de la noche se pusieron a vagar por los alrededores hasta dar con un hermoso prado, ideal para un campamento. Uula Lismanki tomó las riendas y pronto la tienda estuvo en pie.
Sobre el suelo de la misma extendieron ramas frescas para que les sirviesen de colchón, y antes de irse a dormir se bebieron lo que quedaba del champán. El criador de renos encendió una fogata frente a la entrada de la tienda y sentados alrededor, charlaron de lo divino y lo humano. En general, todos estaban satisfechos de cómo estaba transcurriendo la expedición suicida. El comienzo había sido fascinante, de modo que si todo continuaba así, nadie tendría motivo de queja. Tras beberse hasta la última gota de champán, hombres y mujeres fueron a acostarse, juntos, pero no revueltos.
Un guión de codorniz gritó en la noche, las ranitas saltaban por los campos de renuevo y de algún punto de la lejanía llegaba el zumbido apagado de un caza del ejército.
La hoguera de los suicidas se fue apagando lentamente. Un cachorrillo de zorro se acercó curioso a olisquearla. Lamió hábilmente una gota de champán del fondo de un vaso de cartón ya para acompañarla, atrapó una ranita y se la zampó. En la tienda todos dormían y sólo se oía el sonido de sus respiraciones, algunas toses y a alguien que hablaba en sueños.
El coronel contempló el prado desde su coche: la bruma nocturna cubría con su manto protector la tienda de campaña y a los pobres desgraciados que dormían en ella.
Pensó que probablemente se tratase del campamento más patético y la tropa más desesperada de Finlandia.
—Descansad en paz… —murmuró el coronel. Los buenos deseos iban también dirigidos a Helena Puusaari, pues la enérgica pelirroja también se había dejado vencer por el sueño y respiraba profundamente en el asiento delantero del coche. El coronel la llevó en brazos al autobús, donde estaría más cómoda. Pesaba mucho, pero era agradable llevarla. Pensó vagamente que en sus brazos descansaba una mujer alta y bella con la cual cualquiera podría pasar el resto de su vida felizmente, incluso casándose con ella. Eternamente. Pero también ella moriría pronto; ése y no otro era el motivo de aquel viaje. Entonces él se quedaría viudo de nuevo, si es que no terminaba también por matarse. En realidad, todo estaba ya hablado y decidido. Trágico, en cierto modo.
El coronel dejó a la jefa de estudios al fondo del autobús y la cubrió con una manta de viaje. El transportista Korpela roncaba apaciblemente en su asiento.
Kemppainen anduvo con paso inseguro por el neblinoso prado, tropezando en las zanjas, pero finalmente dio con la tienda en medio del prado, entró en ella a gatas y se durmió inmediatamente.
Los aspirantes a suicida no se preocuparon por establecer turnos de guardia nocturna. En aquel campamento nadie temía a la muerte.
Era ya de madrugada y los pájaros dormían en sus ramas. Desde algún lugar llegaba el monótono y adormecedor zumbido de un chotacabras.
Urho Jääskeläinen, granjero de profesión, entró todavía adormilado en su vaquería. Sólo eran las seis de la mañana, pero en una granja de ganado el trabajo no puede esperar. Había que dar de comer a las vacas, ordeñarlas, limpiar el establo y llevar el estiércol al estercolero, luego sacar las reses a pastar al prado.
El granjero, que tenía treinta años y era natural de Savo, era un hombre profundamente arraigado a la tierra. Vivía en la remota aldea de Röntteilckösalmi, donde había heredado de sus padres una granja bastante próspera, con veinte hectáreas de cultivos, de los cuales la mayor parte eran pastos y henares, además de unos sembrados de remolacha azucarera, que eran bastante hermosos. Tenía doce vacas. Hubiese podido tener más, porque el establo estaba nuevo y las tierras producían más forraje del que necesitaba, pero las cuotas lecheras eran implacables con aquella docena. Y trabajadores no encontraba. Raro era el día que en los periódicos no hablaban de desempleo, pero al parecer los que buscaban trabajo se perdían en las profundidades de los ficheros de la oficina del paro. Y ya era mucho si en verano conseguía que alguien le supliera en las labores de la granja para poder escapar una semana a Tenerife; aunque ni siquiera todos los años tenía esa posibilidad.
Urho le limpió las ubres a cada vaca antes de enchufarles las boquillas succionadoras de la ordeñadora automática. La leche empezó a huir hacia el tanque. En realidad ese trabajo le hubiese correspondido a su esposa Kari, sólo que ésta no era de gran ayuda en la granja. Las chicas de Röntteikösalmi en edad casadera se iban del pueblo en cuanto acababan la escuela, así que a Urho le había sido imposible encontrar una esposa granjera. Poco le faltó para acabar solterón, hasta que un día, durante la feria agropecuaria de Pieksämäki, unos años antes, por fin le sonrió la suerte, si se puede decir así. Gracias a un ordenador encontró a una chica, Kari, dispuesta a casarse. Era de Helsinki, nada menos que del popular barrio de Kallio, y quería mudarse al campo, pues adoraba la equitación y la agricultura orgánica. Había trabajado de camarera en un bar de la calle Penger. Pero Kati nunca se acostumbró a los trabajos de la granja. Ordeñar le producía repugnancia. Las vacas le daban miedo. Imposible tener cerdos, porque apestaban que era un horror. De mayo a finales de otoño a Kati le goteaba la nariz porque era algo alérgica a todo, al pelo de las vacas, a la flor de la colza… Tal era el espanto que le causaba la neumonitis, que ni se le ocurría acercarse al heno. Las botas de goma hacían que los pies le sudasen, lo cual también constituía un obstáculo. En cambio, para Kari echar una criatura al mundo había sido coser y cantar: una mocosa llorona, llena de costras de leche. Y la ex camarera era una cocinera excelente: raro era el día que no le servía a Urho salchichas con puré o albóndigas con patatas hervidas. ¡Incluso algunos domingos le sorprendía preparándole un filete digno de un señorito!
Aquella mañana Urho Jääskeläinen no estaba de muy buen humor. Kati se había quedado en la cama, como de costumbre. Solía decir que ni siquiera en el bar la obligaban a levantarse de madrugada para trabajar. Y si hacía alguna hora extra, se la pagaban aparte. ¿Acaso él, Urho, le pagaba por levantarse a media noche para prepararle el desayuno? ¡Pues a callar!
El consejero agrícola del distrito había sugerido a Urho que comprara un ordenador para llevar las cuentas de la granja, pero éste no terminaba de animarse. Dijo que había perdido la fe en los ordenadores unos años atrás, en la feria agropecuaria de Pieksämäki.
Acabadas las tareas de la vaquería, Urho sacó a su ganado y lo llevó a los pastos por un camino que atravesaba los campos. Kari aún dormía, las cortinas seguían corridas tras la ventana del dormitorio.
Disgustado, apremiaba a sus doce vacas por el embarrado camino. Ni siquiera el vigoroso aroma del heno cubierto de rocío le remontaba la moral. En las profundidades de su alma yacía un sentimiento de cólera por la insulsez de su vida. A veces había pensado en el suicidio, incluso en pegarles un tiro primero a Kati y luego a la nena, dejando la última bala para su propia cabeza. Tal vez reuniría el valor para hacerlo si se ponía en serio a beber aguardiente durante una semana entera.
El granjero estaba tan sumido en sus negros pensamientos, que las vacas y él casi chocaron con una tienda de campaña del ejército plantada en medio de su prado. Se quedó pasmado: ¿qué quería decir aquello? ¿Acaso habían empezado las maniobras militares en Juva? Pero… ¡con qué derecho venía el ejército a pisotearle los sembrados y montar un campamento justo en medio de su mejor prado de renuevo!
Urho abrió de un tirón la puerta de tela de la tienda y lanzó un grito terrorífico. Tenía una potente voz de mando y no era para menos, porque había hecho el servicio militar en Vekarajärvi, ascendiendo hasta cabo primero.
Su sorpresa fue aun mayor cuando, en vez de los reclutas somnolientos que él esperaba, de la tienda salió un oficial resacoso e irascible. Se sobresaltó, porque se trataba de un coronel de los de verdad, con su uniforme completo, sus correajes y sus tres rosetones dorados en el cuello. Urho Se puso firmes instintivamente y se presentó:
—¡Mi coronel! ¡Se presenta el cabo primero Jääskeläinen! ¡Efectivos: uno más doce… vacas!
Se avergonzó. ¡Qué diablos! Ahora era un civil, dueño justamente de aquel prado y de toda una finca, así que, a santo de qué tenía él que ponerse firmes delante de un jerifalte desconocido en medio del campo. Rojo como la grana, Jääskeläinen retrocedió para protegerse entre sus vacas. Si hasta las había presentado a ellas, maldita sea…
El coronel Kemppainen le estrechó la mano y le preguntó cuál era el nombre del lugar donde él y sus tropas habían pasado la noche.
Urho le dijo al coronel que se encontraba en Röntteikkösalmi, en la finca de los Jääskeläinen. Pues vaya con el ejército… ni siquiera tenían idea de adónde habían ido a parar…
Para entonces los demás ya se habían despertado y se agruparon en torno al coronel y al granjero. Urho se fijó en que se trataba de civiles, hombres y mujeres. Una tropa de lo más rara. Calculó que eran por lo menos veinte personas. Los de la ciudad sí que tenían tiempo para viajar y hasta patearle los sembrados a la gente decente en pleno verano.
El coronel le preguntó a cuánto estaban del pueblo o de la ciudad más cercanos. ¿Cuál era: Heinola o Lahti?
Urho Jääskeläinen dijo que se encontraban en el municipio de Juva. Heinola quedaba lejos y Lahti aún más. La ciudad más cercana era Mikkeli y casi a la misma distancia se hallaban Savonlinna y Varkaus. Y tampoco es que Pieksämäki quedase muy lejos…
—Vaya, vaya… qué curioso… y yo que pensaba que aún estábamos al oeste de Mikkeli. Pues sí que hemos corrido…
Bueno, lo mismo da donde estemos. Y dígame: este prado en el que hemos acampado, ¿es suyo, por casualidad?
—Exactamente. Y para más inri se me han puesto en medio de un henar como quien dice recién sembrado, me cago en la leche —respondió con su fuerte acento del Savo.
—Naturalmente le compensaremos por las pérdidas que le hayamos ocasionado, no faltaba más.
Urho Jääskeläinen masculló que con dinero no podía arreglarse una plantación chafada. La cosa no era tan simple. Aunque tal vez si la tropa echaba una mano… Eso sí que hacía falta en la granja.
—¡El dinero me importa un pimiento! Pero si entre todos me entresacasen la remolacha… pues ya sería otra cosa…, ¡es que hay que ver cómo me han dejado el sembrado! ¡Todo pateado!
Los aspirantes a suicida dijeron que de mil amores echarían una mano si el patrón así lo quería. Las faenas del campo podían resultar una excelente terapia. Pero primero tenían que desayunar y asearse. ¿Había cerca algún lago en el que poder darse un baño?
—Aquí en Savo hay agua para dar y tomar —dijo Urho entusiasmado, calculando el provecho que supondría para su cosecha de remolacha la sorprendente aparición de aquella fuerza laboral. Ante él tenía a veinte turistas ociosos, algunos de los cuales eran ya bastante viejos, pero cada uno trabajaría según sus fuerzas… poco a poco y a su ritmo.
El grupo fue a bañarse al lago de Röntteikkö. Después dieron cuenta de un desayuno campestre delante de la tienda. La jefa de estudios y el transportista se unieron a ellos. Helena Puusaari parecía agotada y evitaba la mirada del coronel. Para ella y para Korpela fue una sorpresa que hubiesen llegado hasta Juva. Éste preguntó si habían atravesado Mikkeli sin darse cuenta. Nadie recordaba haber visto las luces de la ciudad aquella noche, ni siquiera el coronel. A lo mejor es que habían ido a parar a Juva por las pequeñas carreteras secundarias que había entre Ristiina y Anttola, sólo Dios lo sabía.
Cuando el resto del grupo se fue hacia el campo de remolacha, la jefa de estudios le preguntó al coronel si había pasado algo aquella noche. Se sintió aliviada cuando le oyó decir que sólo la había llevado en brazos al autocar y la había arropado en su asiento.
—Es que no me acuerdo de nada…, no hay que beber así. ¿Hice algo inconveniente anoche?
El coronel le aseguró que se había comportado con toda corrección y le ofreció su brazo para llevarla a darse un baño matinal en el lago, cuya orilla estaba llena de bellos nenúfares.