Delicioso suicidio en grupo (8 page)

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Authors: Arto Paasilinna

Tags: #narrativa

—Que digo yo… que por fuerza dineros hay que poner, para que nos matemos semejante caterva. No hay nada que salga barato en Finlandia, ni morirse, vamos.

Muchos eran los cheques por valor de diez mil marcos, lo que probaba que no toda la gente que pensaba suicidarse era pobre y menos aún, tacaña.

Transcurridas las cinco primeras horas del seminario, el coronel sugirió hacer una pausa. Se servirían cafés y demás bebidas que serían abonadas con el dinero de la colecta. La sugerencia fue aceptada con entusiasmo.

Durante la pausa, el coronel se retiró al piso superior del restaurante con la jefa de estudios Puusaari y el director Rellonen para sopesar la situación. Abajo, en la sala de banquetes, quedaban aún más de cien suicidas. Se les oía disfrutar a tope. Parecía que la tropa se había propuesto empinar el codo como si del último día de sus vidas se tratase.

La jefa de estudios temía que la situación se les fuese de las manos: podía suceder cualquier cosa.

Rellonen dijo haber escuchado que, en algunas de las mesas, ya se estaba planeando llevar a cabo un suicidio colectivo en cuanto acabase la reunión, en algún lugar adecuado de los alrededores.

El giro que estaba tomando la situación también inquietaba seriamente al coronel. ¿Y si limitaban un poco el consumo de alcohol? Puusaari señaló que tal vez eso fuese peor: los que quedaban montarían en cólera y entonces nada ni nadie podría detenerlos.

—Seguro que unos cuantos hombres se matan en pleno frenesí, con la que hay liada ahí abajo.

El director tuvo una idea:

—¿Y si pagamos la cuenta y hacemos mutis por el foro? Recojamos nuestros papeles y salgamos de aquí ahora que aún estamos a tiempo. Nos llevamos el dinero de la colecta. Yo creo que nos pertenece, ya que somos los organizadores del seminario.

El coronel se negó a tocar el dinero. Lo habían reunido para ocuparse de los intereses de los suicidas, y no como pago por organizar la reunión. Añadió que él al menos no tenía intención de andar robando a moribundos.

Hasta arriba llegaba un escándalo descomunal. Alguien arengaba desde el micrófono, otros gritaban pidiendo silencio. Se oía también una especie de lamento, el sonido confuso de un salmo que algunos intentaban cantar a coro mientras otros reclamaban a voz en cuello que los organizadores volviesen a la sala a poner orden.

—No nos queda más remedio que bajar —decidió la jefa de estudios—. No podemos dejar a su suerte a estos desgraciados a las puertas de la muerte.

Rellonen dijo con fastidio que los escandalosos de abajo más parecían estar a las puertas de una borrachera que de la muerte.

En cuanto el trío se presentó de nuevo en la sala de banquetes, los participantes de la reunión se tranquilizaron. Una cincuentona de voz estridente, natural de Espoo, tomó el micrófono para proclamar:

—¡Por fin aparecen! Hemos tornado una decisión irrevocable: todo lo que hagamos, lo haremos en grupo.

—¡Bieeen, bieeen! —gritaron desde diferentes puntos de la sala.

La matrona continuó:

—Todos hemos sufrido mucho y a la mayoría ya no nos queda esperanza. ¿No es así? —chilló lanzando a su alrededor miradas asesinas.

—¡No hay esperanzaaa! —gritaron todos a una.

—Ahora ha llegado el momento de la decisión final.

Los que tengan la más mínima duda, que se levanten ahora y abandonen la sala. ¡Pero los que nos quedemos, moriremos juntos!

—¡Moriremos juntos! —vociferaba la gente, desenfrenada.

Con el hombre de la jaula a la cabeza, unas veinte personas se levantaron de las mesas y abandonaron la sala a la chita callando. Sin duda su suicidio no era tan urgente o tal vez deseaban llevarlo a cabo en soledad. Les dejaron marcharse. Acto seguido se cerraron las puertas y la enardecida reunión prosiguió.

La matrona, frenética, señaló a Kemppainen:

—¡Durante su ausencia hemos decidido elegirle nuestro jefe! ¡Coronel, su responsabilidad es la de conducirnos con mano firme hasta nuestra meta!

Un viejo con gafas y una blanca barba de chivo se apoderó del micrófono. Dijo ser Jarl Hautala, jubilado de la administración de obras públicas, que había trabajado como ingeniero de mantenimiento de la red viaria del distrito sudoeste de Finlandia. Ante la autoridad del viejo, la sala guardó silencio.

—Estimado coronel. Es verdad que hoy hemos conversado animadamente sobre el tema que a todos nos preocupa. Hemos llegado a la conclusión unánime de que las personas aquí presentes todavía queremos continuar unidas y, en concreto, salir juntas al encuentro de la muerte. Cada uno de nosotros tiene sus propios motivos para ello, y hoy hemos tenido ocasión de escucharlos. Nuestra decisión es que usted, coronel Kemppainen, tome el mando de la tropa y nombramos como asistentes suyos a la señora Puusaari y al director Rellonen. Ustedes formarán el Comité cuya tarea será la de llevar a la práctica nuestro objetivo común.

El viejo ingeniero estrechó la mano de Kemppainen, Puusaari y Rellonen. El público se puso en pie. En la sala se produjo un singular momento de recogimiento. La decisión final pesaba como una losa sobre el ánimo de todos.

9

Sesenta participantes en el seminario, la décima parte de los que habían contestado al anuncio, declararon finalmente su intención firme de matarse y de hacerlo además en grupo. El trío de organizadores estaba horrorizado. La jefa de estudios intentó apaciguar las ansias suicidas del núcleo más radical del grupo, pero su llamamiento no hizo efecto. Al coronel Kemppainen no le quedó más remedio que disolver aquella reunión que tan fatal rumbo había tomado.

El público no obedecía. Exigían medidas de actuación. La opinión general de los presentes era que ya no debían separarse, sino permanecer juntos como una tropa, pasara lo que pasara. Y todos sabían lo que estaba por pasar.

El coronel no cedió. Les informó de que más adelante se pondrían en contacto con ellos, pero eso no los apaciguó. Le exigían la promesa de que se reunirían a la mañana siguiente. Cogido por sorpresa, Kemppainen les dijo que el domingo a las once de la mañana estaría en la plaza del Senado, junto a la estatua de Alejandro II. Allí podrían discutir con calma, y sobre todo con la cabeza más despejada sobre su destino común.

Por orden del coronel se clausuró el acto. Salieron del restaurante y éste cerró sus puertas. El gran seminario de suicidiología, el único en su categoría en toda la historia de Finlandia, había por fin concluido. Eran en ese momento las 19.20 h.

El fatigado trío se retiró al Hotel Presidentti a reflexionar sobre los sucesos del día, y el coronel y la jefa de estudios decidieron quedarse allí a pasar la noche. Llevaban con ellos el dinero de la colecta.

Antes de irse a dormir pasaron por el bar de la discoteca del hotel para comerse unos sándwiches y tomarse un par de copas. A Puusaari la sacaban a bailar constantemente, y no era de extrañar: a la luz resplandeciente de los focos de la discoteca y con aquel traje rojo, estaba realmente seductora. Al coronel aquello no le hizo mucha gracia, así que se retiró a su habitación.

Rellonen se tomó la última copa y se fue a su casa en un taxi. Su esposa ya estaba durmiendo y gimió en sueños cuando él se acurrucó en el lado de la cama conyugal que le correspondía por derecho. Contempló con lástima a su mujer. Ahí estaba, roncando, pobrecilla, aquella a quien él había amado incluso apasionadamente y que, sin duda, también había estado encariñada con él, al menos al principio. Ahora ya no quedaba huella alguna de aquel amor, ni de ningún otro sentimiento. Cuando la quiebra entra por la puerta, el amor sale por la ventana. Y si son cuatro las quiebras, ya no queda nada para arrojar por la ventana.

Rellonen olisqueó, intentando reconocer el olor de su mujer. Pues sí…, olía a vieja amargada, harta de todo. La clase de olor que no se quita sólo con lavarse.

El director se acurrucó en su edredón y deseó con todas sus fuerzas que aquélla fuese la última noche de su vida —o al menos la última de su matrimonio— en que tuviese que dormir en aquella cama. Murmuró: «Señor, concédeme el reposo, ten compasión y líbrame de todo mal… »

Mientras tanto, en la discoteca del Hotel Presidentti, uno de los más entusiastas compañeros de baile de Helena Puusaari le reveló que durante el día había estado haciendo de camarero en Los Cantores.

—Hay que ver qué hartón de trabajar, oiga. Se ha hecho una caja varias veces superior a la de un funeral de primera.

El camarero miraba ardientemente a la pelirroja y seductora jefa de estudios y le confesó que, durante el seminario habían sido varias las ocasiones en que se le había pasado por la cabeza la idea de suicidarse. Le juró que ya hacía años que lo pensaba. ¿Había alguna posibilidad de unirse al grupo? El hombre se presentó, diciendo que se llamaba Seppo Sorjonen. Dijo que de buena gana se suicidaría, si pudiese hacerlo con ella. A solas, claro. ¿Y si se iban a algún lugar tranquilo para hablarlo? Parecía que el coronel y el director Rellonen ya se habían marchado…

La jefa de estudios advirtió a Sorjonen que no debía hablar tan abiertamente sobre el seminario de suicidiología. Le recordó que se trataba de una reunión de carácter secreto y dijo que un club nocturno no era el lugar apropiado para hablar de ello. Y, además, cómo era posible que él llevase ya semejante tranca, si la reunión acababa prácticamente de terminar.

Sorjonen reconoció que había estado apurando las copas de los clientes cada vez que pasaba por la cocina. Y como no había comido, tal vez diese la impresión de que estaba algo piripi, pero para nada. Le explicó que él era abierto por naturaleza, lo que hacía pensar a los extraños que estaba más borracho de lo que en realidad estaba.

Y con el fin de probar su sinceridad, Sorjonen le hizo el relato de su vida: era natural de Carelia del Norte, se había sacado el bachillerato superior y había estado comprometido dos veces, pero ninguna casado, por el momento. Dijo haber estudiado por espacio de un año en la universidad alguna que otra asignatura de letras y haberse dado cuenta de que la escuela de la vida era mucho más interesante. Había escrito para el diario Nueva Finlandia y alguna que otra publicación más, cambiado de profesión en sucesivas ocasiones, según lo exigían las circunstancias, y en la actualidad trabajaba momentáneamente como camarero por horas en Los Cantores.

En un rapto de sinceridad, le confesó a la jefa de estudios que jamás había pensado en suicidarse; sólo lo había dicho para entablar conversación con ella.

La jefa de estudios Puusaari le hizo ver al camarero que, aunque sólo llevaban hablando unos minutos, ya había admitido haber mentido. Le rogó que la dejase en paz y que volviese a su mesa. El suicidio era un asunto demasiado grave como para andar tomándoselo a chirigota.

Seppo Sorjonen, lejos de desistir, prometió apoyarla con toda su alma porque sabía que alimentaba pensamientos suicidas, como se deducía del debate de Los Cantores.

Añadió que se le daba muy bien escuchar, que ella podía abrirle su corazón…, que podían continuar la velada en otro lado… y dale que dale…

Helena Puusaari le dijo que si tanto deseaba ayudar a los suicidas, no tenía más que presentarse en la plaza del Senado a las once de la mañana. Allí se reuniría gente sin duda más necesitada de su consuelo que ella. Luego se quitó de encima como pudo a su admirador y se fue a dormir.

Tras desayunar en el hotel, la jefa de estudios y el coronel Kemppainen salieron a pasear por las calles de Helsinki, desiertas en aquel mes de julio. De nuevo el día lucía hermoso, sin nubes en el cielo y el aire en calma. El coronel le ofreció su brazo. Atravesaron la estación en dirección al barrio de Kruunuhaka y de allí, bordeando el mar, fueron a Katajanokka, desde donde un poco antes de las once se dirigieron a la plaza del Senado. El director Rellonen ya estaba allí, al igual que unos cuantos conocidos del día anterior.

A las once en punto ya se habían congregado más de veinte personas a los pies de la estatua de Alejandro II. Había mujeres y hombres, jóvenes y viejos, pero ni rastro del entusiasmo del día anterior. Los rostros de los candidatos a suicida estaban abotargados y su expresión denotaba cansancio. Algunos tenían un tono grisáceo oscuro, como si hubiesen pasado la noche destilando brea o jugando a los bomberos. Flotaba un sentimiento de angustia en el aire.

—Bueno, cómo va eso. Bonita mañana de domingo, ¿eh? —dijo alegremente el coronel, intentando entablar conversación.

—No hemos dormido nada —se lamentó un tipo de unos cincuenta años, natural de Pori, que en el seminario se había presentado como Hannes Jokinen, pintor de brocha gorda. Jokinen soportaba la carga emocional que suponían un hijo hidrocefálico y una esposa loca, además de tener la cabeza medio ida por efecto de los disolventes. Un caso penoso, al igual que el resto de los presentes.

Los resacosos suicidas se pusieron a contar frenéticamente todo lo que les había sucedido la noche pasada.

Después de que en Los Cantores dejaran de servirles copas y los echaran, unos cuantos se dedicaron a vagar por las calles, hasta terminar en el cementerio de Hietaniemi. Alguien propuso que se suicidaran enseguida y se pusieron a pensar en cómo quitarse la vida en grupo. Tambaleantes, se pasearon por el cementerio, pero hete aquí que se toparon con cinco o seis cabezas rapadas, que correteaban vociferando entre las tumbas, derribando las lápidas a patada limpia. Los suicidas no estaban dispuestos a tolerar tan indecente blasfemia, así que se arrojaron presa de la cólera sobre los profanadores. Se armó una tremenda refriega a tortazo limpio en la que los calvorotas fueron rápidamente vencidos, ya que a los aspirantes a suicida les poseía un ardor guerrero digno de kamikazes. Los cabezas rapadas pusieron pies en polvorosa, pero los vencedores también se vieron obligados a salir por patas del cementerio ya que, alarmados por el escándalo de la pelea, irrumpieron en el mismo unos cuantos vigilantes, con perros y todo.

El grupo se había dispersado, pero veinte de los más tenaces habían continuado su camino bordeando la costa hacia el norte. Dominados por los más oscuros pensamientos, peregrinaron por la Calle de Pacius hasta el hospital de Meilahti, y desde allí fueron a la isla de Seurasaari. A la orilla del mar, sobre los restos de una de las hogueras de San Juan, encendieron una lúgubre fogata. Contemplaron las llamas y cantaron canciones llenas de melancolía. Para entonces ya era medianoche.

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