Delicioso suicidio en grupo (20 page)

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Authors: Arto Paasilinna

Tags: #narrativa

La profesora de economía doméstica Elsa Taavitsainen se encargó de las tareas de intendencia de la tropa. Como estaban en Noruega y había truchas y salmones a mansalva, el grupo se deleitó con los más deliciosos platos de pescado. La señora Taavitsainen y sus ayudantes sabían preparar el salmón de diferentes maneras: marinado o a la cazuela. Las truchas más pequeñas se cortaban en filetes y se asaban sobre el fuego de leña. En el monte recolectaron cebolleta silvestre para la sopa de pescado, que aderezaban con mantequilla de granja y acompañaban de patatas. Para que no se cansasen de tanto salmón, la profesora Taavitsainen consiguió un queso fresco de cabra de la región, cordero y carne de reno seca, y con todo ello preparaba espectaculares sopas y calderetas. Sobre las mismas piedras en que las asaba, les servía tostas de carne de reno cubiertas de queso de cabra fundido. También recolectaron por los pantanos arándanos árticos con los que resaltaba aún más el sabor silvestre del estofado de reno.

Durante aquellas felices noches se dedicaron a descansar tranquilamente en la naturaleza y a charlar sobre lo divino y lo humano. Evocaron con gravedad su gran carrera hacia la muerte en el Cabo Norte y el aplazamiento del suicidio colectivo les pareció a todos una sabia decisión. Alguien dijo haber leído que el miedo a la muerte en su forma más espantosa era el que experimentaban los recién nacidos. Era la sensación de pánico al ser arrojados fuera de su planeta, del útero materno, hacia el vacío insondable del espacio exterior, el mismo terror que ellos habían padecido en el Cabo Norte durante la aceleración.

Todos se lamentaron de que no hubiese entre la tropa suicida un auténtico genio, un filósofo capaz de revelarles los secretos de la vida y la muerte. Tal vez existiesen personas así, pero, por el momento, no les quedaba más remedio que contentarse con sus experiencias cotidianas y los sentimentalismos de Sorjonen. En cualquier caso, el viaje les había proporcionado muchas y nuevas perspectivas de reflexión sobre la existencia.

Tras una de aquellas conversaciones alguien propuso que fundasen una asociación de suicidas, o más exactamente, que hiciesen oficial la creada después del día de San Juan por la jefa de estudios Puusaari, el director Rellonen y el coronel Kemppainen. El objetivo no era, naturalmente, registrarse como club, sino sellar un pacto que concluiría, a más tardar, en los Alpes suizos, cuando diesen a Korpela la última oportunidad de precipitarlos con su costoso autobús por algún abismo insondable.

Al Club le pusieron de nombre Asociación Libre de Suicidas Anónimos y no escribieron norma alguna, sino que acordaron simplemente que los miembros actuarían siempre llevados por el espíritu de la hermandad y unidos por un frente común. Evocaron las duras pruebas de la guerra de invierno, durante la Segunda Guerra Mundial, y decidieron tomar ejemplo de la heroica lucha de los soldados finlandeses, que habían peleado hasta morir. Al camarada no se le dejaba ni solo ni vivo. Los soldados de la guerra de invierno cayeron codo con codo, y lo mismo harían los Suicidas Anónimos, sólo que en aquel caso el enemigo era aún más feroz que la temible Unión Soviética: se trataba de toda la humanidad, del mundo y de la vida misma.

En su situación, las diferencias sociales no tenían ninguna importancia. Muchos de los miembros del grupo eran pobres y desdichados, pero también los había ricos e incluso millonarios, como la señora Granstedt, Uula Lismanki y algunos más. Llegaron a la conclusión de que los finlandeses se suicidaban al margen de su fortuna, fuese la falta de recursos la razón principal para unos o, para otros, la única razón.

La jefa de estudios Puusaari tuvo la oportunidad de visitar un par de cementerios noruegos y pasear por sus sombrías arboledas, aunque esta vez del brazo del director Rellonen, ya que el coronel estaba en Ivalo.

Finalmente, una mañana Korpela anunció que las vacaciones en Noruega habían terminado. Hacía ya una semana que disfrutaban de la vida silvestre del norte, y ya era hora de marcharse hacia el sur, a Haparanda, adonde también el coronel y Uula Lismanki llegarían pronto. La profesora de economía domestica Elsa Taavitsainen aún tuvo tiempo de poner en marinada unos veinte kilos de salmón y luego los suicidas levantaron el campamento, fueron a darse un baño y continuaron el viaje.

El coronel Kemppainen y Uula Lismanki habían llegado entretanto a Ivalo para ocuparse del pasaporte de este último. Uula se quedó en el hostal, de charla con algunos de sus conocidos, mientras el coronel se dirigía a la oficina del comisario rural.

Para su sorpresa, resultó que conocía al funcionario, ya que habían asistido juntos a un cursillo de oficiales en la reserva que se había celebrado en Hamina hacía muchos años. Aquel chico tímido y flaco como una anguila se había convertido en un robusto hombretón de cincuenta años que no había renunciado a su pasión por la ornitología. Armas Sutela se lamentó de no disponer de más tiempo para charlar con Kemppainen. En Utsjoki se había cometido un vergonzoso crimen en cuya investigación se le había ido medio verano, y aún no lo había esclarecido. Prometió ocuparse del pasaporte de Uula en cuanto le llegase del Registro Civil el certificado que habían solicitado y el criador de renos se hiciese las fotos. Lismanki tenía que presentarse para firmar los documentos.

El coronel le dijo que, mientras esperaban, tenían la intención de ir a pescar corégonos
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en el lago Inari. ¿Por qué no les acompañaba el comisario, aunque sólo fuese un día o dos? Podría dedicarse a observar las aves acuáticas del lago con sus prismáticos, o lo que le apeteciera, y recordarían juntos los viejos tiempos en Hamina.

El comisario lamentó tener que rechazar la invitación, pero el caso de Utsjoki era realmente complicado y exigía toda su atención. El escandaloso crimen se había cometido en la zona pantanosa de Pissutsuollamvärri, en un páramo al noreste del parque nacional de Kevo, a unos diez kilómetros de la frontera de Noruega. A principios de verano un equipo de rodaje norteamericano formado por diez personas se había presentado en el lugar, con la intención de rodar una serie sobre la vida en los campos de prisioneros de Vorkuta, al noroeste de Rusia, en la época de Stalin. Los cineastas, a pesar de la glasnost, no habían conseguido permiso para filmar en Rusia —quién sabe si por las violentas huelgas mineras que en aquel momento estaban teniendo lugar en Vorkuta—, así que se les ocurrió reconstruir los miserables campos en un paisaje semejante, pero del lado de Finlandia. El equipo, con ayuda de un guía del lugar, había encontrado las localizaciones óptimas, justo en Pissutsuollamvärri, una desolada zona en medio de la tundra.

Hasta allí habían transportado en helicóptero material y herramientas y empezado a construir un gran campo de concentración al estilo soviético. Todo hubiese salido bien de no ser porque el guía local —que un rayo lo partiese— había resultado ser un criminal. Se había dado el piro con la caja del rodaje, que no era precisamente de bajo presupuesto. Según sus cálculos, la suma ascendía a medio millón de marcos. Hubo que suspender la construcción del campo, del cual sólo había dado tiempo a levantar un par de torres de vigilancia bastante chapuceras y cien metros de valla de alambre de espino. El contratiempo acabó con la paciencia de los americanos, que abandonaron el país tras presentar la pertinente denuncia ante las autoridades. Algunos periódicos de los Estados Unidos habían publicado artículos indignados sobre el criminal lapón que había abusado de la confianza de los cándidos artistas de cine. Al parecer, finalmente habían decidido seguir el rodaje en la zona pantanosa de Masuria, en Polonia, que era lo bastante desangelada para servirles de Vorkuta, casi tanto como el desolador páramo de Pissutsuollamvärri.

—Este caso se ha convertido en un escándalo político y cinematográfico, demonios, con ramificaciones que van desde Vorkuta hasta California, pasando por Polonia, y yo aquí, con la lengua fuera y en medio del berenjenal. ¿Entiendes por que te digo que no tengo tiempo de ir a pescar, Hermanni?

Al día siguiente, mientras recogían sus redes en el estrecho de Veskonniemi, en Inari, el coronel se quedó observando detenidamente a su compañero. No pudo evitar contarle a Uula el monstruoso crimen cometido en los apartados páramos de Utsjoki, cuyo ejecutor había sido un lapón del lugar. A Uula se le cayó la boya de la red al agua y palideció. Empezó a carraspear con cara de culpabilidad.

Consiguieron pescar grandes cantidades de corégonos, descansaron tumbados a orillas del lago Inari y contemplaron el cielo. Al cabo de una semana, Uula fue a recoger su pasaporte a la oficina del comisario rural. Al parecer, este estaba ausente en una misión por las deshabitadas tierras de Utsjoki.

Y así, los dos amigos partieron hacia Haparanda en el coche del coronel. En el maletero llevaban dos toneles de grasientos corégonos en salmuera y Lismanki calculó que estarían en su punto cuando llegasen a los Alpes suizos. Serían el ingrediente ideal para la última cena de sus amigos.

25

En el Parador de Haparanda, el coronel Kemppainen preguntó en la recepción si había algún mensaje para el, pero Korpela y su tropa aún no habían dado señales de vida. Al coronel le asaltó una terrible sospecha. ¿Y si a aquellas horas todos yacían ya en el fondo del océano Ártico, con el lujoso autocar a modo de féretro común? Atormentado por la duda, reservó una habitación doble y le pidió a Uula que subiese el equipaje.

Al llegar la noche, los temores del coronel se revelaron infundados. El autocar de La Veloz de Korpela hizo su entrada en el jardín del Parador y pronto el bullicioso grupo invadió la recepción. El reencuentro estuvo lleno de alegría. Los aspirantes a suicida le contaron entusiasmados lo bien que se lo habían pasado en su semana de vacaciones en Noruega.

Parecían tranquilos y en plena forma, y nadie mencionó la muerte para nada. La jefa de estudios abrazó con fuerza al coronel delante de todos. Rellonen se quedó discretamente rezagado cuando Helena Puusaari y Kemppainen se fueron a pasear por la ciudad. Visitaron el modesto cementerio de Haparanda y constataron que, a diferencia de los camposantos finlandeses, allí no había ningún monumento a los caídos.

Al día siguiente, el coronel llevó su coche a un negocio de segunda mano de Tornio. El precio no era ni mucho menos satisfactorio, pero como ya no le hacía falta tenía que deshacerse de él.

En Haparanda compraron víveres y artículos de primera necesidad: treinta y tres toallas, treinta y tres peines con sus correspondientes espejos, quince brochas de afeitar, doscientos pares de medias, setenta kilos de patatas, un kilo de betún y mil salchichas de Frankfurt. El capitán en dique seco, por su parte, hizo una expedición a una licorería y adquirió cien botellas de vino y doce cajas de botellines de cerveza. El coronel lo pagó todo.

Por la tarde volvieron a tomar rumbo al sur. Empezó a llover y las carreteras se vaciaron de turistas, con lo que la circulación era escasa y avanzaron a buen ritmo. Korpela y el furriel en la reserva Korvanen se turnaron al volante a través de Suecia, y de madrugada llegaron a Malmö.

Durante el viaje, el aguatragedias Seppo Sorjonen se encargó del entretenimiento de los viajeros, recitando sus poemas al micrófono y contándoles historias divertidas. Al sur de Estocolmo les confesó que había escrito un libro de cuentos que ningún editor había aceptado publicar, a pesar de que, según él, el tema era de lo más interesante y la historia, magnífica.

Le permitieron que contase su cuento, ya que en ese momento por la radio sueca se estaba emitiendo un programa de rock duro que nadie quería escuchar, y por otra emisora sólo se escuchaban los comentarios de algún acontecimiento deportivo.

Sorjonen les contó que ya hacía un par de años que había escrito el libro. Un día, leyó por casualidad cierto artículo que hablaba de las condiciones de vida de las ardillas finlandesas, a las que, al parecer, no les había ido muy bien en los últimos años. La proliferación de aves de presa suponía un pesado tributo para los pobres roedores y, además, había menos piñas comestibles que antes. Pero lo peor de todo era que en los bosques ya no se encontraba liquen, un material del todo indispensable para la construcción de sus nidos. Esta penuria era debida a la contaminación del aire, que había hecho desaparecer el liquen en todo el sur del país. La situación era también preocupante en el este de Laponia, en la zona de Salla, a causa de los vertidos tóxicos de la península de Kola. Las ardillas se veían obligadas a tapizar sus nidos con las escamas que arrancaban de la corteza de los enebros. En las zonas urbanas se las habían ingeniado para sustituir el liquen por tejido de fibra de vidrio, un aislante térmico que se utilizaba en la construcción. Sin embargo, aquellos sucedáneos carecían de la calidad del liquen natural: las crías de las ardillas pasaban frío en aquellas nuevas madrigueras húmedas e insalubres. Además, la fibra aislante podía provocarles cáncer de pulmón. Los pobres animalillos no habían aprendido a empapelar sus nidos con los restos que abundaban en las obras.

Sorjonen el cuentacuentos se puso profundizar sobre la precariedad de las viviendas de las ardillas desde un punto de vista literario, y se le ocurrió que podría escribir un libro para niños sobre el tema. La historia comenzaba cuando el protagonista leía por casualidad el artículo en cuestión. Érase una vez un pescador cincuentón llamado Jaakko Lankinen, que estaba a cargo de un puente transbordador; tenía un par de hijos ya adultos y acababa de quedarse viudo. Vivía desahogadamente y, sobre todo durante los largos inviernos, tenía mucho tiempo libre. Era hombre de buen carácter y vivía solo a orillas de un gran lago, practicando a pequeña escala la protección de la naturaleza.

Lankinen se empezó a preocupar por las crías de las ardillas y quiso mejorar sus condiciones de vida. Intentó enterarse de si existía algún material adecuado que pudiese sustituir al liquen, pero los expertos le explicaron que sólo el auténtico liquen servía para tal propósito. Pero éste ya no crecía en la naturaleza, ni en los bosques finlandeses y, por lo tanto, habría que diseminarlo por el bosque de manera artificial para que las ardillas pudiesen utilizarlo.

Entonces le vino a la cabeza que Siberia era el lugar donde más abundaba el liquen. Claro que no en todas partes, pero sí en las regiones en las que aún no existía una industria contaminante. Hizo una visita de reconocimiento del otro lado de los Urales y comprobó con sus propios ojos que estaba en lo cierto. Durante, el viaje trabó amistad con los habitantes de un koljós y les contó su idea, proponiéndoles comprarles grandes cantidades de liquen en fardos. Los convenció diciéndoles que les pagaría la mercancía en divisas. Durante los largos inviernos, tanto aquel koljós como los de los alrededores, estaban llenos de miles de agricultores ociosos, con tiempo de sobra para dedicarlo a su recolección.

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