Llegaron a la conclusión de que la sociedad finlandesa era fría y dura como el acero y sus miembros eran envidiosos y crueles los unos con los otros. El afán de lucro era la norma y todos trataban de atesorar dinero desesperadamente. Los finlandeses tenían muy mala leche y eran siniestros. Si se reían, era para regocijarse de los males ajenos. El país rebosaba de traidores, fulleros, mentirosos. Los ricos oprimían a los pobres, cobrándoles alquileres exorbitantes y extorsionándolos para hacerles pagar intereses altísimos. Los menos favorecidos, por su parte, se comportaban como vándalos escandalosos, y no se preocupaban de educar a sus hijos: eran la plaga del país, que se dedicaban a pintarrajear casas, cosas, trenes y coches. Rompían los cristales de las ventanas, vomitaban en los ascensores e incluso hacían sus necesidades en ellos.
Los burócratas, mientras tanto, competían entre sí por ver cuál de ellos inventaba un nuevo formulario con el que humillar a los ciudadanos haciéndolos correr de una ventanilla a otra. Comerciantes y mayoristas se dedicaban a desplumar a la clientela y a arrancarles de los bolsillos hasta el último céntimo. Los especuladores inmobiliarios hacían las casas más caras del mundo. Si te ponías enfermo, los indiferentes médicos te trataban como ganado que se lleva al matadero. Y si un paciente no soportaba todo esto y sufría una crisis nerviosa, un par de brutales enfermeros le colocaban la camisa de fuerza y le ponían una inyección que dejaba a oscuras hasta el último resto de lucidez que le quedase.
En su amada patria, la industria y los dueños de los bosques destruían sin piedad la naturaleza, y lo que quedaba en pie era devorado por los xilófagos. Del cielo caía una lluvia ácida que envenenaba la tierra haciéndola estéril. Los agricultores echaban en sus campos tal cantidad de fertilizantes químicos, que no era de extrañar que en los ríos, lagos y bahías proliferasen las algas tóxicas. Las chimeneas de las fábricas y los tubos colectores de residuos arrojaban sustancias que contaminaban el aire y el agua.
Los peces morían y de los huevos de los pájaros salían polluelos prematuros que inspiraban lástima. Por las autopistas circulaban temerariamente insensatos que se vanagloriaban de su manera de conducir y que iban dejando tras de sí un triste reguero de víctimas en cementerios y hospitales.
En las fábricas y oficinas se obligaba a los trabajadores a competir con las máquinas y, cuando se agotaban, se los hacía a un lado. Los jefes exigían un rendimiento ininterrumpido y trataban a sus subordinados de forma vil y humillante. Las mujeres eran acosadas, siempre había algún gracioso que se creía con derecho a pellizcar traseros que ya tenían suficiente con soportar la celulitis. Los hombres vivían bajo la presión constante del éxito, algo de lo que no se libraban siquiera en los pocos días libres que pudiesen tener. Los compañeros de trabajo se acechaban unos a otros, acosando a los más débiles hasta llevarlos al borde de una crisis nerviosa, o cosas peores.
Si uno se ponía a beber, el hígado y el páncreas empezaban a fallar. Si comía bien, el colesterol se le ponía por las nubes. Si fumaba, se le incrustaba un cáncer asesino en los pulmones. Pasara lo que pasase, los finlandeses siempre se las arreglaban para echarle la culpa a otro. Unos se dedicaban a hacer ejercicio, correteando por ahí a riesgo de su vida, hasta caer derrumbados en la pista de footing, reventados como caballos. Si uno no corría, se llenaba de grasa, se anquilosaba, venían los problemas de espalda. Al final, el resultado era siempre el infarto.
Hablando de estas cosas, los aspirantes a suicida empezaron a sentir que en realidad estaban en una situación privilegiada comparados con sus compatriotas, a los que no les quedaba más remedio que continuar con su existencia gris en su miserable país. Este descubrimiento les llenó de felicidad por primera vez después de mucho tiempo.
Pero siempre tiene que haber un aguafiestas. El camarero por horas Seppo Sorjonen, sin preguntar si le interesaba a alguien, empezó a referir sus recuerdos de Finlandia.
Y lo peor es que eran todos positivos. Les puso como ejemplo la sauna finlandesa. Según él, su sola existencia implicaba que ningún finlandés tuviese derecho a suicidarse bajo ninguna circunstancia, al menos no sin antes darse un buen baño de vapor en ella.
Con voz tranquila y suave, les describió cómo era una sauna de humo al estilo del norte de Carelia, donde por desgracia no había tenido la suerte de nacer pero sí había pasado algunos de los mejores momentos de su vida. Aquella sauna era una construcción muy sencilla, un armazón de troncos. Acudía allí con su padre y con su madre, y toda la familia colaboraba para calentarla: el padre hacía leña con los alisos cortados el verano anterior, la madre fregaba y hacía pasteles de arroz y Seppo era el encargado de acarrear el agua. El padre bebía una pizca de aguardiente y la madre refunfuñaba por costumbre. Las urracas que estaban posadas tras el estercolero miraban ladeando la cabeza el ventanuco de la sauna, del que salía un espeso humo de aliso que se extendía alrededor como una nube. Sorjonen recordaba aún su aroma.
El pequeño se sentaba entre su padre y su madre en la grada más alta de la ennegrecida sauna, sin hablar y con el cuello encogido, sumergido en el calor. Le dejaban que él solito arrojase agua a la estufa. «Muy bien, así se hace, hijo», le decía su padre, y su madre: «Hala, mi amor, pero sin pasarte».
Su padre contemplaba con una mirada cargada de intención los pesados pechos de su madre y entonces Seppo comprendía que él era hijo de aquellos dos seres adultos.
La madre le daba entonces unas ramas de abedul pidiéndole que le diera un poco en la espalda con ellas, pero flojito, ¿eh?
—Y no te me quedes mirando así, cariño.
Su madre era de Uura y su padre era un jornalero de Ostrobotnia.
Tras sudar un buen rato, Seppo salía corriendo hacia la orilla del lago para zambullirse hasta el fondo, aunque todavía no sabía nadar bien. Su padre le enseñaba a hacerlo al estilo de los perros, mientras su madre enjuagaba su ropa interior de color rosa detrás del embarcadero. Luego volvían corriendo a la sauna y el padre se azotaba con las ramas de abedul, todo lo fuerte que podía. La sauna estaba completamente llena de aire caliente, pero Seppo no quería sentarse en la grada más baja, aunque su madre le tenía allí preparado un barreño de agua para que se bañase.
—No olvides lavarte bien la cholilla —le decía la madre al salir.
Su padre y él se quedaban aún largo rato y después, caminando como dos adultos por la hierba del patio, volvían a la casa, donde olía a pasteles de arroz recién sacados del horno. La madre llenaba un gran vaso de leche para Seppo, pero dejaba vacío el del padre. El olor de las toallas de lino envolvía a padre e hijo. Seppo quedaba casi oculto en la suya. Luego la madre sacaba de la del padre la botella de aguardiente, la misma de la que este había bebido en la leñera. La madre le servía un poco en el vaso y se llevaba el resto riéndose. Seppo la entendía.
Salía entonces de la casa con su vaso de leche y su pastel aún caliente y se sentaba en las escaleras. Contemplaba el lago, que estaba tan en calma como aquel desconocido estanque del páramo, decenas de años después, lejos, en Noruega. En aquella evocación el sol se ocultaba, pero en el presente empezaba a salir.
Con el espíritu sensibilizado por los cálidos recuerdos, el camarero por horas Seppo Sorjonen confesó que a veces escribía poemas. Les recitó algunos versos que tampoco resultaron precisamente dolorosos.
«Es un aguatragedias», pensaban los demás de Sorjonen.
Poco a poco la conversación se fue apagando. Un sueño ignorante del destino que se avecinaba invadió al grupo. El coronel cerró la lona de la entrada de la tienda y se acostó allí mismo. Los soldados son como los perros, siempre están de guardia por instinto, aunque no sea necesario. En su duermevela el coronel creyó notar que la jefa de estudios se acurrucaba junto a él.
El inspector jefe de la policía secreta Ermei Rankkala hojeaba con desgana una carpeta con los datos que había ido acumulando sobre el caso más peculiar del verano, un asunto complicado por el que se había visto obligado a posponer sus vacaciones. Aquella calurosa tarde estaba sentado en su miserable despacho de la calle Ratakatu, pensando que en su trabajo no había nada de lo que alegrarse.
Cada nuevo caso era aún más asqueroso, siniestro, secreto y difícil que el anterior.
Rankkala, a punto de cumplir los sesenta años, estaba hasta las narices de su desagradecido trabajo de policía secreto. Nadie lo valoraba; los rencorosos ciudadanos, y especialmente la prensa, hacían todo lo que estaba en su mano para degradar el importante y en parte inevitable trabajo de los investigadores. Cualquier periodista de pacotilla podía escribir con desfachatez sus disparates en el periódico sin que la policía secreta se dignase a exigir una rectificación de aquella basura. Cuando un trabajo es secreto, da lugar a todo tipo de conjeturas, que no se pueden desmentir, precisamente porque es secreto. Esta paradoja era el motivo de que el inspector jefe Ermei Rankkala estuviese asqueado de su trabajo y del mundo entero. Se sentía como la mano invisible y protectora que se extiende sobre los ciudadanos, y que éstos, desagradecidos, muerden sin piedad, ignorando a su benefactor.
Rankkala soltó una risita cínica. Las naciones cometían estupideces a la vista de todo el mundo, cuyas consecuencias dañinas había que corregir después en secreto. La policía secreta podía ser ubicua, pero no pública.
El caso que tenía entre manos le había parecido en un principio una simple bagatela. A su mesa había ido a parar un recorte de prensa referido a gente con intenciones suicidas. Por pura rutina, quiso aclarar el asunto en profundidad. Los suicidios no eran especialmente competencia de la policía secreta, pero el hecho de que éstos se anunciasen en la prensa exigía una investigación. El inspector jefe se enteró enseguida de que detrás del anuncio estaba un hombre de negocios, Onni Rellonen, que contaba con varias quiebras sin aclarar en su haber. Habían seguido sus pasos desde la lista de correos hasta una casa situada en Häme.
Descubrieron que tenía intención de organizar una reunión secreta en Helsinki y que en el caso estaba involucrado incluso un coronel de las fuerzas armadas.
Rankkala infiltró a uno de los suyos en la reunión de Los Cantores, la cual resultó ser más importante de lo previsto, pero no ilegal, sino más bien enfocada a objetivos terapéuticos. Estaba claro que aquel seminario de suicidiología no suponía ninguna amenaza para la seguridad nacional. Y ahí se habría quedado la cosa, si después de la reunión no se hubiese producido una extraña muerte que había despertado las sospechas del inspector jefe. Lo preocupante del asunto era que el deceso había tenido lugar en la residencia oficial del embajador de Yemen del Sur. El grupo, por lo tanto, había complicado las relaciones entre Finlandia y un país extranjero. El asunto exigía una investigación, y eso era terreno de la policía secreta. Tal vez aquel rebaño no fuera tan inocente como podía parecer.
La maquinaria de la policía secreta puso al descubierto que el grupo estaba dirigido por el coronel Kemppainen y el arriba citado Rellonen, quienes habían reclutado a una joven de Toijala, la jefa de estudios Helena Puusaari. Las actividades del grupo se habían extendido con gran rapidez a escala nacional. Habían recaudado una importante suma de dinero y disponían de un autobús de lujo completamente nuevo. Estaba claro que el grupo —que ya contaba con varias decenas de miembros— intentaba librarse de las autoridades. Al parecer, su objetivo era llevar a cabo un suicidio colectivo.
La policía le había perdido la pista en la casa de Rellonen, cuando esta fue puesta bajo embargo por las autoridades. El inspector jefe Rankkala la visitó en compañía del administrador judicial al día siguiente de hacerse efectivo dicho embargo. El lugar estaba desierto y en el jardín sólo quedaban los restos humeantes de un cenador de ramas.
Las pistas se hubieran acabado allí, de no ser porque un tal Taavitsainen, de profesión electricista, llamó desde Savonlinna para denunciar el secuestro de su mujer. Taavitsainen había intentado primero que la policía local se ocupase de la investigación, pero allí le habían dicho que su esposa había hecho bien en marcharse con aquel grupo de extraños. Tras hacer las correspondientes comprobaciones, se estableció que la citada señora había participado en el seminario de suicidiología celebrado en Helsinki. Pero antes de que la policía secreta les echara el guante, el grupo itinerante de suicidas desapareció de Savonlinna.
El autocar de lujo fue visto posteriormente en Kotka.
El grupo tuvo la desfachatez de asistir al entierro de uno de sus miembros. El inspector jefe Rankkala se culpaba a sí mismo por no haber organizado un seguimiento con ocasión del sepelio. Ahora ya era demasiado tarde, y el autobús había seguido su camino.
En base a las investigaciones, se temía que las intenciones de la sospechosa organización fueran salir de Finlandia, pero en cuanto a sus objetivos, Rankkala no estaba seguro. En cualquier caso, si estaban pensando en un suicidio colectivo, el asunto era realmente grave. Quitarse la vida ya no era un delito, y menos aún intentarlo, pero tras aquella actividad a gran escala tal vez se escondiese algo mucho más serio. Tras reunirse con su jefe, el superintendente Hunttinen, Rankkala pidió la colaboración de la guardia fronteriza. Se envió a todas las aduanas la petición de comprobar todos los autobuses nuevos que saliesen del país, en especial aquellos cuyos pasajeros pareciesen más lúgubres de lo normal.
Los antecedentes del coronel Kemppainen habían sido comprobados y no se había encontrado nada que llamase la atención. El oficial se había presentado en el estado mayor tras la reunión de Los Cantores. Eso parecía muy sospechoso. También había hecho algunos arreglos para irse de vacaciones, e incluso mandado que cortasen la luz de su vivienda de Jyväskylä. Todo apuntaba a que se trataba de algo gordo. Pero cuál, eso era lo que el quería descubrir.
Al inspector jefe le había costado un gran trabajo averiguar la matrícula del autobús que el grupo estaba utilizando y la identidad de su propietario. Según los datos proporcionados por los testigos, el vehículo era completamente nuevo y de un modelo destinado al turismo de lujo.
En una fábrica de carrocerías les dieron varias pistas y, basándose en ellas, acabaron por identificar a un transportista de Pori, un tal Korpela, que había desaparecido con uno de sus vehículos. Rankkala puso de guardia a uno de sus hombres en los hangares de La Veloz de Korpela, S. A., en Pori y la cosa dio su fruto: el autobús pronto hizo una breve aparición en su puerto de origen, pero enseguida continuó rumbo al norte. Los detectives de la secreta sólo disponían de un viejo Lada para el seguimiento y el autocar de La Veloz los había dejado atrás nada más incorporarse a la autopista. El vehículo se esfumó definitivamente en Närpiö, se suponía que en dirección norte.