Delicioso suicidio en grupo (14 page)

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Authors: Arto Paasilinna

Tags: #narrativa

El armador ofreció una ronda de cervezas y se bebió a morro la suya con tanta ansia, que la nuez subía y bajaba vertiginosamente por su garganta. Cuando la templada y espumosa cerveza le llegó al estómago, entrecerró los ojos un momento, tras lo cual soltó un sonoro regüeldo y declaró solemnemente que aquel barco lo había abocado al alcoholismo.

—Me he convertido en una ruina humana por culpa de este proyecto. Pronto voy a estar tan hecho polvo como esta bañera del demonio.

Mikko Heikkinen siguió con su conmovedor relato. Cuando compró la nave diecisiete años antes, él era un joven fogoso y apasionado de la navegación. Su sueño era reparar el viejo vapor, e incluso tenía la intención de restablecer la línea en el lago Saimaa. En sus visiones más osadas, se veía a sí mismo al timón de La Golondrina, navegando por el Neva hasta arribar al puerto de Leningrado, donde anclaría su hermoso vapor junto al histórico acorazado Aurora.

Los primeros veranos los había pasado dando entusiastas martillazos en la oscuridad de la bodega, sin apenas ver el sol. Había remachado y soldado, había raspado la herrumbre de las viejas planchas de acero, el cuento de nunca acabar… Pero la nave era demasiado grande y sus fuerzas demasiado limitadas. Era una empresa desesperada, porque el barco se oxidaba a gran velocidad, sin darle tiempo a repararlo.

Todas sus ganancias iban a parar al barco. Su trabajo como profesor de mecánica empezó a resentirse. Heikkinen reconoció que había perdido el sentido de la realidad. Empezó a beber. Su casa se había convertido en un taller y allá donde se mirase no había más que planos y bolas de borra llenas de grasa. Hasta su propia familia empezó poco a poco a despreciarle. Finalmente su esposa pidió el divorcio y se llevó consigo a los hijos. Perdió la casa. Sus allegados empezaron a evitarlo. En el trabajo se burlaban de él con crueldad, preguntándole por la fecha de la botadura del barco. Una Navidad sus compañeros le regalaron una botella de champán para que bautizase la nave. Aquello se convirtió en un ritual que se repetía cada año: Heikkinen ya había sido humillado con quince botellas. Se las había bebido todas con amargura, solo, en la oscura y húmeda bodega del barco. En un arrebato de cólera, rompió los cascos vacíos contra la herrumbrosa quilla.

Heikkinen se había convertido en el hazmerreír de la ciudad. Por Savonlinna circulaban todo tipo de chascarrillos sobre él, y le llamaban «el capitán en dique seco de la Compañía de Vapores La Golondrina». Por su cuarenta cumpleaños le regalaron una brújula marina que vendió a un chamarilero, para después gastarse el dinero en aguardiente.

Aquel pecio sólo le ocasionaba gastos. Tenía que comprar herramientas, nuevas piezas, pagar el alquiler del astillero y la electricidad. Estaba sin un céntimo y su puesto de trabajo peligraba. En el instituto de formación profesional ya estaban buscando un nuevo profesor de mecánica que le sustituyese. Reconocía que se estaba volviendo loco por culpa de La Golondrina. En primavera había intentado ponerla a flote, porque pensó que lo más sensato sería hundirse con ella en Linnansalmi, pero tampoco tuvo éxito. A causa de la herrumbre, la nave se había quedado soldada a sus caballetes y no hubo forma humana de moverla, aun cuando Heikkinen intentó forzarla mediante unos gatos a presión hidráulica. Aquel barco era su fatal destino.

El capitán en dique seco acabó su cerveza, se encogió sobre sí mismo y, cubriéndose la cara con las manos sucias de grasa, se echó a llorar con desconsuelo. Las lágrimas se le deslizaban por el rostro moreno y curtido hasta su sucio mono de trabajo.

—Ya no puedo más —sollozó el pobre desgraciado. Llévenme con ustedes, lo mismo me da adónde vayan, pero llévenme con ustedes, se lo ruego…

El coronel Kemppainen rodeó con su brazo los hombros del fatigado armador y lo invitó a subir con ellos al autobús.

17

El batallón suicida se quedó a pernoctar en Savonlinna. Como la temporada turística se hallaba en pleno auge, los hoteles no disponían de habitaciones suficientes para un grupo tan numeroso, así que tuvieron que pasar la noche en un camping. Como ya venía siendo costumbre, levantaron la tienda dirigidos por Uula. Los hombres durmieron en ella, pero para las mujeres alquilaron tres cabañas.

Por la noche reservaron la sauna del camping, donde todos se lavaron a conciencia, asegurándose en particular de que el capitán en dique seco Heikkinen se restregase con un estropajo el óxido y la grasa de motor rancia incrustada en sus poros durante diecisiete años.

Tras la sauna fueron a bañarse al Paso del Rey Olavi y luego frieron unas salchichas en la hoguera. La sombra tenebrosa del castillo de Olavinlinna se reflejaba en la veloz corriente. Alguien recordó la historia de cierta doncella del castillo que fue emparedada en uno de sus muros en lugar del traidor al que amaba. Calcularon que, a lo largo de los siglos, serían ya decenas de personas las que habrían cometido suicidio tirándose a las negras aguas desde alguna de las torres de la siniestra fortaleza.

Les hubiera encantado prolongar su estancia allí, pero el deber los llamaba. Había que estar en Kotka a tiempo para el entierro de Jari Kosunen. Los nuevos miembros del grupo, la profesora de economía doméstica Elsa Taavitsainen y el capitán en dique seco Mikko Heikkinen, eran los que parecían tener más prisa por irse. Ya estaban hartos de Savonlinna y de sus habitantes.

Así, se pusieron en marcha. El lujoso autocar de La Veloz de Korpela, S. A. tenía que hacer la ruta de Savonlinna a Kotka, pasando por Parikkala, Imatra, Lappeenranta y Kouvola. En Parikkala recogieron a Taisto Laamanen, un herrero artesanal de setenta y cuatro años machacado por la sociedad posindustrial y decidido a acabar con todo.

Ya que estaban, fueron a visitar los rápidos de Imatra y sobre todo el puente de la presa. Era justo mediodía, la hora en que se abrían las compuertas de la central eléctrica. El puente estaba lleno de turistas. Las espectaculares trombas de agua bramaban de manera hipnótica al caer por las rocas del desfiladero. Jarl Hautala les contó que cientos de aristócratas de San Petersburgo se habían arrojado a los rápidos para ahogarse, ya que, en el Siglo XIX, Imatra había sido el lugar más de moda de Europa del norte entre los suicidas.

Las aterradoras espumas del rabión atraían morbosamente a los miembros del grupo. El coronel prohibió que ninguno de ellos se arrojase a los rápidos.

—¡Tened paciencia! No quiero tonterías en público —le ladró Kemppainen a su rebaño, asomado en pleno por encima de la barandilla.

Al extremo este del puente se erguía una sobrecogedora estatua de bronce, obra del escultor Taisto Martiskainen, llamada La Doncella de Imatra. Representaba a una joven ahogada en la corriente, la larga cabellera flotando alrededor de ella. También el dotado artista había terminado sus días ahogándose en uno de los lagos del interior del país.

Pasaron por la fábrica Enso-Gutzeit de Joutseno para recoger a Ensio Häkkinen, uno de los trabajadores de la planta, treinta y cinco años, ex delegado general del sindicato y feroz estalinista. Había perdido las ganas de vivir por varias razones, la menor de las cuales no era la caída de Europa del Este y los países Bálticos. La Unión Soviética había representado siempre su ideal, pero ya nada hacía que su corazón se inflamase como antaño. Tenía la sensación de haber sido traicionado por la Unión Soviética, él, que siempre la había defendido a cualquier precio. Y la traición no había sido para menos. El mundo entero se había vuelto loco tras el derrumbe del comunismo: primero el mundo y luego la visión que Häkkinen tenía de él.

La siguiente parada era Lappeenranta, donde había que recoger a Emmi Lankinen, una pastelera de treinta años. Pero no llegaron a tiempo: Emmi se había suicidado.

Su entierro se había celebrado el fin de semana anterior en el camposanto de la localidad. Fue su marido quien, roto de dolor, les dio la fatal noticia. Había encontrado a su esposa muerta en la mecedora del jardín. Emmi se había sentado allí tras ingerir algún veneno y descansaba con los ojos cerrados. La voz del hombre se quebró al evocar a su esposa muerta.

Emmi había padecido una depresión profunda en los últimos años y hubo que internarla en dos ocasiones. Después de San Juan, pareció animarse durante un tiempo, e incluso había ido a Helsinki para participar en un seminario, pero el efecto estimulante del viaje no duró demasiado.

El marido de Emmi no se explicaba lo sucedido y su muerte le había dejado un sentimiento de culpabilidad y una profunda tristeza. Si hubiese sabido lo que ella pensaba hacer…, tal vez habría podido impedirlo. Pero siempre tenían prisa, nunca encontraban el momento, o el valor, de hablar sobre ello.

Lankinen quiso acompañarles al viejo cementerio de Lappeenranta, donde descansaba la difunta. La jefa de estudios depositó la corona destinada a Jari Kosunen sobre la sepultura de Emmi Lankinen.

—En recuerdo del pionero que nos mostró el camino —leyó el coronel en la cinta de la corona, con su voz grave de oficial del ejército.

Todos guardaron unos instantes de silencio alrededor de la tumba. Luego el coronel llevó al viudo en su coche de vuelta a casa.

El viaje continuó. En el autocar reinaba una atmósfera de consternación general. No habían llegado a tiempo de ayudar a Emmi. El director Rellonen la recordaba: una mujer morena y de complexión fuerte, que en Los Cantores estuvo sentada en la sala pequeña y no intervino en el debate. Buscaron en los archivos la carta de la difunta y la leyeron, pero eso tampoco les aclaró lo ocurrido. Emmi decía estar al borde del suicidio, eso era todo. Su letra era forzada, como hecha con una manga pastelera.

Helena Puusaari señaló en tono severo al coronel que no podían seguir demorándose. Quedaban muchos lugares por recorrer en diferentes puntos del país a fin de recoger a los candidatos a suicida antes de que aumentase la lista de difuntos. Ella había hecho sus pesquisas entre los informes y le constaba que había al menos una decena de personas en situación extrema. Kemppainen tuvo que admitir que la muerte de Emmi Lankinen acentuaba la urgencia de la misión.

La jefa de estudios cogió el archivo suicida y se retiró a la zona de reuniones en la trasera del autobús para establecer la lista de los últimos desesperados. Antes de llegar a Kotka ya tenía preparada una posible ruta. Helsinki, Häme, Turku, Poti, Savo y Carelia eran las zonas que ya habían sido peinadas hasta el momento, pero había que ir a Ostrobotnia, Finlandia Central, Kainuu, Kuusamo y Laponia. Según ella, en el autocar había aún sitio para los casos más extremos.

El coronel tenía sus dudas al respecto. Meterían en el lujoso autocar a los aspirantes a suicida en peor estado, para asegurarse de que no se matasen por sus propios medios; pero la ruta era hacia el norte, así que se trataría sólo de un breve aplazamiento. Bueno, y qué. Al fin y al cabo estaban todos en el mismo barco, o, más bien, en el mismo autobús.

Llegaron a Kotka a las tres de la tarde, dos horas antes del sepelio de Jari Kosunen. Korpela estacionó el autobús delante del restaurante El Lince, donde almorzaron. El coronel fue con la jefa de estudios al domicilio de Kosunen.

Como era de esperar, allí no había nadie, ya que la madre estaba en un sanatorio y el hijo en el depósito de cadáveres. Pasaron por una floristería antes de volver al autobús, en el que fueron todos juntos al cementerio. Como habían depositado la corona destinada a Jari sobre la tumba de Emmi, la jefa de estudios compró un gran centro de flores en su lugar. Les resultaba un tanto embarazoso presentarse en el entierro sin haber sido invitados, sobre todo porque ninguno de ellos iba vestido para la triste ocasión.

El entierro fue pobre y extremadamente sencillo. El féretro fue llevado desde el depósito del cementerio a la tumba en un carrito y con un cortejo fúnebre reducido a lo imprescindible: un cura, un sacristán y un par de ayudantes.

La caja era la más barata, ya que era el municipio el que corría con los gastos y no era cuestión de organizar ceremonias de mucho boato con el dinero de los contribuyentes.

En Kotka había gastos más urgentes que los del entierro de un loco de altos vuelos. Tanto el sacristán como el resto de los presentes por cuestiones laborales eran funcionarios mal pagados, así que no se tomaban la cosa con demasiada solemnidad. Uno de los portadores bostezó y el otro se puso a rascarse la espalda mientras empujaban el carrito con el féretro hacia la tumba. También se había ahorrado en el cura: las últimas bendiciones le habían sido encomendadas al pastor más joven y más tonto de la parroquia evangélica luterana de Kotka, que había terminado por los pelos los estudios de teología y carecía de la menor posibilidad de ascenso en la carrera eclesiástica.

La madre de Jari fue llevada medio a rastras hasta la tumba por una asistente social y una enfermera del sanatorio mental. Su frágil aspecto despertaba lástima. A la pobre mujer se le había ido la cabeza a causa de la súbita pérdida de su hijo.

Pero cuando el lujoso autocar de La Veloz de Korpela, S. A. apareció junto al muro de piedra del cementerio y de él empezaron a bajarse más de veinte nuevos asistentes, las exequias cobraron el lustre y la dignidad que merecían. Los aspirantes a suicida formaron una fila de a dos y, con el coronel al mando, emprendieron la marcha hacia la fosa. El féretro de Jari Kosunen esperaba junto a la sepultura para ser bajado a su seno. La madre del muchacho sollozaba junto al ataúd y la asistente social intentaba obligarla a coger un pañuelo de papel.

El cura estaba a punto de comenzar la ceremonia, cuando vio aproximarse el cortejo fúnebre encabezado por el coronel y la jefa de estudios, que llevaba en los brazos el enorme centro de flores. El pastor se apresuró a su encuentro, saludó al coronel y le preguntó quiénes eran los recién llegados. Kemppainen explicó que eran amigos del difunto. El camarero por horas Sorjonen añadió que constituían una delegación del Club Aeronáutico de los Países Nórdicos, cuya misión era rendir el último homenaje al que fue en vida uno de sus miembros, Jari Kosunen. El pastor entonces recordó haber oído algo sobre las aficiones aeronáuticas del difunto. Pero lo que no sabía era que se hubiese distinguido por sus proezas en esa ciencia, algo evidente, a juzgar por la solemne embajada que había acudido al sepelio.

El grupo formó un círculo alrededor de la tumba. La ceremonia podía comenzar.

El pastor maldijo su negligencia por no haber preparado un sermón fúnebre en condiciones. Había creído que el difunto en cuestión era un simple trabajador de la localidad, medio tonto, además, y ahora resultaba que el tipo en cuestión tenía contactos importantes en el extranjero.

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