Delicioso suicidio en grupo (5 page)

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Authors: Arto Paasilinna

Tags: #narrativa

Algunos granjeros de Hauho, Sysmä y alrededores se habían puesto en contacto con ellos, pero ambos convinieron en que la agricultura no predisponía para el trabajo de oficina. Pronto dieron con algo mejor: tres maestros de escuela, una solterona de los alrededores de Forssa y, finalmente, ¡bingo!, una secretaria profesional de Humppila llamada Kukka-Maaria Ovaskainen, jubilada del departamento de exportación de la empresa Kemira, y una jefa de estudios de un instituto de educación de adultos de Toijala llamada Helena Puusaari, de treinta y cinco años, la cual se dedicaba asimismo a dar clases de correspondencia comercial. Ambas mujeres se sentían decepcionadas con su vida y pensaban seriamente en suicidarse. Además, habían proporcionado sus direcciones y números de teléfono con toda confianza, para que se dispusiese de ellos con total libertad.

Era ya tarde, pero dado lo urgente del asunto decidieron ponerse en contacto con aquellas competentes mujeres. Primero llamaron a Humppila, pero nadie contestó al teléfono.

—Mira que si se ha matado ya… —se dijo Rellonen en voz alta.

Tampoco Helena Puusaari, la jefa de estudios de Toijala, se encontraba en ese momento en casa, pero la grabación de su contestador automático les rogó que dejasen un mensaje después de la señal. El coronel se presentó, habló brevemente del asunto en cuestión y se excusó por haber tenido que llamar a horas tan intempestivas, ya que era cerca de medianoche. Luego añadió que iría con un amigo a visitarla para hablarle de un asunto de gran importancia.

Kemppainen y Rellonen decidieron partir inmediatamente hacia Toijala. Se habían tomado alguna que otra copichuela aquella noche y les parecía arriesgado ponerse a conducir bajo los efectos del alcohol, pero al final pensaron que aquello no podría acarrearles ninguna consecuencia peor que la propia muerte. Así que ¡en marcha! El coronel se puso al volante y el director leyó de nuevo en voz alta la carta enviada por la jefa de estudios Helena Puusaari.

«He llegado al punto culminante de mi vida. Mi salud mental está en peligro. La mía fue una infancia segura, siempre he sido de natural alegre y he mirado hacia delante en la vida, pero estos últimos años en Toijala han hecho que todo cambiase. Mi autoestima está por los suelos. Por esta pequeña ciudad se extienden rumores de todo tipo sobre mi persona. Hace ya diez años que me divorcié y eso no es inhabitual, ni siquiera aquí. Pero tras esa experiencia no he querido —o no he podido— volver a comprometerme en una relación personal, al menos de forma duradera. Tal vez sea debido a mi natural paranoico, pero en cualquier caso ya hace años que tengo la impresión de ser perseguida sin cesar y de que alguien me vigila y toma nota de todos mis actos. Me siento prisionera de esta comunidad. Mi labor educativa, que antes me parecía tan interesante, ha comenzado a desagradarme. Me he aislado totalmente. No puedo hablar con nadie, sospecho de todo el mundo, y creo que no sin motivo. Se me tiene por una persona especialmente sensual y tal vez esto sea de alguna manera cierto. Tengo un carácter abierto y no desdeño la amistad de nadie. Pero una y otra vez me he visto obligada a reconocer que no hay una sola persona en el mundo, al menos no en Toijala, que se muestre honesta hacia mí en justa correspondencia. Sinceramente, no puedo más. Quisiera sólo dormir y no despertar nunca. Desearía que esta carta de desahogo fuese considerada como algo sumamente confidencial, ya que, de hacerse pública, mi situación empeoraría notablemente. No veo otra posibilidad que la de acabar con mis días.»

Avanzaban en silencio por los caminos de Häme a través de la noche. Al cabo de un rato Rellonen observó que sería de buena educación que se disculparan por presentarse a una hora tan intempestiva, llevándole algún regalo, o como mínimo unas flores, a la jefa de estudios Puusaari. El coronel opinaba lo mismo, pero se temía que a esas horas sería difícil conseguir un ramo, pues las floristerías ya estaban cerradas. El director gerente se quedó un instante pensativo y entonces se le ocurrió que él mismo podría recoger unas cuantas junto al arcén de la carretera, ya que era el momento más florido del verano. Le pidió al coronel que parase el coche junto a algún camino que condujese al bosque. De paso, también aliviaría su vejiga.

Rellonen se perdió en la penumbra del bosque. El coronel se quedó esperándole junto al coche, fumando un cigarrillo. Empezaba a jorobarle la ocurrencia del ramito. Llamó susurrando a su amigo para que volviese al coche y del bosque le llegó la respuesta de éste, que con voz aguardentosa le dijo que ya había encontrado las flores o, al menos, unas ramas verdes.

A juzgar por el ruido, el director gerente se desplazaba en paralelo a la carretera. El coronel subió al coche y avanzó poco a poco. A medio kilómetro, más o menos, hasta que lo vio de pie, en medio de la vereda. Llevaba en una mano un ramo de laureles de San Antonio con raíces y todo, y en la otra una improvisada jaula hecha de red metálica. El coronel paró el coche junto a él y vio que en la jaula había un bicho que bufaba furioso. Un perro mapache.

Rellonen estaba entusiasmadísimo y le contó que había hecho un largo camino por el bosque cogiendo flores, cuando de repente, se tropezó con una trampa. Se sobresaltó una barbaridad cuando el bicho atrapado en ella se puso a hacer ruido. Y ahí lo tenía: un perro mapache vivito y coleando. Se lo podían llevar de regalo a la jefa de estudios Puusaari, si le parecía bien al coronel…

En opinión de Kemppainen, una bestia salvaje no era precisamente un regalo muy delicado para una desconocida, y con intenciones suicidas, para colmo, así que le pidió que devolviese el bicho al lugar donde lo había encontrado.

Decepcionado, Rellonen se perdió de nuevo en el bosque. Pronto volvió para informar de que no conseguía encontrar el lugar del hallazgo. El coronel le rogó que dejase la jaula en algún otro lugar del bosque que le pareciese conveniente, pero su compañero se negó a ello. No podían estar seguros de que el cazador que había puesto la trampa la encontrase en su nuevo emplazamiento. El animal se consumiría solo en la jaula y moriría de hambre y sed.

Kemppainen tuvo que admitir que no se podía ir por ahí dejando perros mapaches a la buena de Dios. Su amigo se negó también a liberarlo, por si tenía la rabia y, en cualquier caso, porque representaba una amenaza para los nidos de los pájaros y la caza menor. Metió la jaula en el maletero del coche y fue a sentarse junto al coronel con su ramo de flores.

Entre tanta borrachera y complicación, Kemppainen estaba de bastante mala leche, así que continuaron en silencio lo que quedaba de viaje.

A las tres de la madrugada, el director Rellonen y el coronel Kemppainen estaban ya en el centro de Toijala, tocando el timbre del apartamento de la jefa de estudios Puusaari, situado en el segundo piso de un edificio de piedra de cuatro plantas. Rellonen llevaba consigo el perro mapache y las flores medio marchitas. La mujer les abrió y les rogó que entrasen.

Helena Puusaari era muy alta, pelirroja y llevaba gafas. Su rostro era de rasgos decididos, pero parecía cansada. Tenía unos andares generosos y sin embargo femeninos, a su manera. Llevaba puesto un traje negro y zapatos de tacón. Su apariencia era tan perturbadora, que resultaba terrible pensar que una mujer tan hermosa, en una ciudad pequeña como aquélla, se viese abocada al suicidio.

La jefa de estudios les pidió que dejasen la jaula del animal en el recibidor. Había preparado café y un par de bocadillos para sus visitantes y además les sirvió una copa de licor. Conversaron sobre el tema de la noche. La señora Puusaari había temido lo peor, es decir, que tras el anuncio del periódico tal vez se ocultase una pandilla de estafadores, pero en su desesperación había decidido asumir el riesgo. Y ahora que se había encontrado con los responsables —el director Rellonen y el coronel Kemppainen—, sentía que algún designio misterioso los había unido, a ellos y a sus problemas. No le extrañó mucho lo del perro mapache. Opinaba también que no se podía dejar al animal en el bosque para que se muriese.

—Yo sí que conozco a las personas, tengo experiencia. Ustedes son buena gente, de eso estoy convencida —aseguró mientras ponía en agua las flores que le habían traído.

El coronel Kemppainen explicó que habían recibido más de seiscientas cartas en respuesta a su anuncio. Tramitarlas era un trabajo que sobrepasaba las fuerzas de dos hombres, sobre todo si se tenía en cuenta que ninguno de los dos tenía experiencia en esas lides. Rellonen era el propietario de una lavandería en quiebra, y él, un coronel destituido. Le propuso a la señora Puusaari que les ayudase en la redacción de las respuestas y su envío posterior.

La jefa de estudios aceptó de inmediato. Vaciaron las copas de licor, cogieron al perro mapache y se dirigieron al coche. En el camino de regreso a la casa del lago Humala, atravesaron la aldea de Lammi. Era de madrugada y una bruma sutil flotaba sobre los campos. Rellonen se había dormido. Cuando el coche dejó atrás la iglesia, la jefa de estudios le rogó al coronel que parase. Quería bajarse un momento.

Tras salir del vehículo, Helena Puusaari se encaminó hacia el cementerio de Lammi, que se encontraba detrás de la iglesia. Vagabundeó por los brumosos paseos del camposanto, se paró un buen rato junto a algunas de las viejas lápidas y contempló el cielo. Al cabo de un rato volvió al coche.

—Soy aficionada a los cementerios —le explicó al coronel—. Me relajan y me reconfortan.

Llegaron de madrugada al chalé. Rellonen se despertó y abrió el maletero del coche para sacar al perro mapache. Pero tanto el bicho como su jaula habían desaparecido. Se alarmó, creyendo que se lo había dejado olvidado en Toijala, pero el coronel lo tranquilizó, explicándole que había dejado al animal en las escaleras de la iglesia de Lammi. Seguramente alguien lo encontraría allí por la mañana y el personal contratado de la parroquia decidiría sobre su destino. La vida de la bestia estaba en las manos del Señor, sobre todo si el primero en encontrárselo era el párroco.

Cuando la jefa de estudios Puusaari vio la enorme cantidad de correo, soltó:

—Hijos de mi alma… a esto hay que darle un buen empujón. Habrá que levantarse tempranito y ponerse a ello.

La alojaron en la alcoba del desván y cuando por fin se fue a dormir, los hombres se miraron el uno al otro y dijeron:

—He aquí a una mujer de carácter.

6

A la mañana siguiente pusieron manos a la obra. El coronel Kemppainen, el director Rellonen y la jefa de estudios Puusaari decidieron familiarizarse con el contenido de las cartas leyéndolas en voz alta. Uno de ellos leería diez de un tirón, mientras los otros tomaban notas. Luego cambiarían el lector y leería otras diez, hasta que le llegara el turno al tercero. De éste modo el trabajo avanzaría con ligereza y no se sentirían agotados.

Cada carta les llevaba cinco minutos. La lectura en sí era cuestión de un minuto o dos. Según lo leído conversaban con mayor o menor profundidad sobre cada caso. En una hora tuvieron tiempo de revisar una docena de cartas.

Trabajaban por períodos de dos horas y de vez en cuando se tomaban una pausa de media hora. La lectura de las cartas y su análisis era un trabajo tan pesado que no podía hacerse a un ritmo más rápido.

Tras cada misiva se ocultaba una persona desesperada, y el sufrimiento no era poco. Los lectores tenían experiencia más que suficiente de ello.

Las mujeres parecían más dispuestas que los hombres a buscar ayuda para aliviar su desesperación, aunque se tratase de responder a un anuncio en el periódico. Calcularon que de los remitentes de las cartas, el sesenta y cinco por ciento eran mujeres y el resto hombres. Del sexo de algunos no estaban seguros, entre otros el de un —o una— tal Oma Laurila, que podía ser hombre o mujer. Un tal Raimo Taavitsainen se presentaba como «ama de casa» a pesar de tener nombre de varón. Pero también tenía otros problemas. Y quién no.

Una cantidad considerable, si no todos, padecía de problemas emocionales en diferentes grados. Parte de ellos daban la impresión de estar simple y llanamente locos.

Muchos vivían bajo los efectos de la psicosis y en algunos se apreciaban rasgos paranoicos, como por ejemplo una mujer de la limpieza de Lauritsala, que sostenía estar al borde del suicidio a causa del acoso al que el presidente Koivisto la tenía sometida. Dicha persecución se manifestaba de manera muy extraña: Koivisto le hacía llegar productos de limpieza venenosos por caminos complicadísimos, y sólo gracias a su extrema prudencia, la víctima había conseguido evitar los envenenamientos. En los últimos meses el atrevimiento del presidente había ido a mayores, llegando incluso a no dejar en paz a la mujer ni de noche, ni de día. Los jefes de gabinete de Koivisto y sus escoltas habían viajado en secreto a Lauritsala para perjudicar a la pobre víctima de diversas maneras. Finalmente, esta había llegado a la patriótica conclusión de que la única forma de salvar a la nación era suicidándose, ya que entonces Koivisto se vería obligado a soltar su presa. La mujer creía que gracias a su sacrificio, la Unión Soviética no podría aprovechar la situación para desatar contra Finlandia una guerra nuclear, que, tal como estaban las cosas en aquel momento, podía estallar cualquier día.

Los autores de las cartas se lamentaban de sus múltiples neurosis. Los había aquejados de claros trastornos de personalidad, al igual que de enfermedades mentales que brotaban a raíz de dificultades en su vida amorosa o familiar. Entre los remitentes había algunos presidiarios desconsolados y también internos de clínicas mentales. Las dificultades en la vida laboral eran un hecho generalizado. Los estudios no avanzaban. La deprimente vejez había llegado demasiado pronto. Uno de ellos decía haber cometido el crimen perfecto antes de la guerra y no haber sido capaz de olvidarlo. Algunos se hallaban inmersos en el abismo de la religión y querían acelerar su entrada en el reino de los cielos y el encuentro con el Todopoderoso mediante el suicidio.

Muchos eran los sexualmente perturbados, homosexuales, travestidos, masoquistas, pichasbravas angustiados y ninfómanas incurables.

Había también numerosos alcohólicos crónicos, farmacodependientes y drogadictos. Un hombre que vivía en Helsinki, en la zona de Erottaja, y que trabajaba para una compañía que importaba componentes digitales, contaba que había llegado a la conclusión de que la única manera efectiva de controlar su vida era el suicidio. Otro decía que era tal su curiosidad y su interés por las cuestiones místicas, que no podía esperar hasta su muerte natural, así que iba a suicidarse para ver lo que el más allá tenía que ofrecerle.

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