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Authors: Arto Paasilinna

Tags: #narrativa

Delicioso suicidio en grupo (7 page)

En medio de una amortiguada algarabía todos se fueron instalando en sus sitios. Sobre las mesas estaban dispuestos cubiertos y platos y la lista del menú, que la gente manoseaba inquieta y con aire expectante. A las doce y cuarto el coronel le dijo al portero que cerrase la puerta, porque ya no cabía más gente en el restaurante. La reunión podía dar comienzo.

Kemppainen tomó el micrófono. Se presentó a sí mismo y a sus compañeros, el director Rellonen y la jefa de estudios Puusaari. Se oyó un murmullo de aprobación procedente del público. Entonces el coronel habló sobre los antecedentes de los anfitriones y el orden del día del seminario. El objetivo era que todos pudiesen hablar con confianza sobre la vida y la muerte. Entre otras cosas, una prestigiosa psicóloga iba a darles una conferencia sobre la prevención de los suicidios, tras la cual podrían disfrutar del almuerzo preparado por el personal de cocina del restaurante. El coronel añadió que él correría con la cuenta de aquellos que, por ser el precio innegablemente caro, no se lo pudieran permitir. En algún momento se llevaría a cabo una colecta para cubrir los gastos. Tras la comida, tendría lugar una ronda de discusión: todos aquellos participantes en el seminario que así lo desearan podrían tomar brevemente la palabra para expresarse sobre el tema que les ocupaba, el suicidio. Para terminar, decidirían si era pertinente continuar organizando seminarios de este tipo —en cuyo caso haría falta elegir un Comité que se ocupase de los intereses de los suicidas— o si con aquel encuentro iba a ser suficiente.

—Aunque el tema de nuestra reunión es obligadamente serio y, a su manera, deprimente, quisiera sin embargo que ello no fuera motivo para aguarnos este hermoso día de verano. Nosotros, los maltratados por la vida, también tenemos derecho a disfrutar al menos de un día de nuestra existencia y de la mutua compañía, ¿no les parece? Espero que aquí se sientan a gusto y que nuestro destino tome un rumbo nuevo y más esperanzador —concluyó el coronel.

Sus bellas palabras fueron recibidas con encendidos aplausos y muestras de una aprobación sin reservas por parte de los allí presentes.

Durante el discurso, una fila de camareros había hecho su entrada en la sala llevando bandejas repletas de copas de vino espumoso, que fueron velozmente servidas en cada mesa. Todos se levantaron para hacer el brindis de bienvenida, alzando a un tiempo las copas.

—Salud y larga vida —dijo el coronel al levantar la suya.

El ambiente se distendió, la gente empezó a hablar con entusiasmo en las mesas, presentándose unos a otros y eligiendo la comida.

La primera parte del seminario de suicidiología se desarrolló conforme al programa. La conferenciante, Arja Reuhunen, hizo una excelente presentación sobre el suicidio y su prevención. Producto de una investigación exhaustiva, la conferencia duró más de una hora. La psicóloga habló con objetividad y ciñéndose a la realidad de las enfermedades mentales, las presiones de la vida, las investigaciones científicas acerca del suicidio y de muchas más cosas vinculadas al tema. El discurso afectó personalmente a la mayoría de los oyentes, que en medio de un silencio total iban anotando mentalmente cada una de sus palabras.

En opinión de la conferenciante, el suicidio se fundamentaba en la ausencia de voluntad de vivir, es decir, en una situación en la cual el individuo no era capaz de encontrar en su vida nada con lo que disfrutar y conseguir experiencias nuevas o cuando menos, tolerables. La psicóloga hizo hincapié en la peculiar naturaleza del suicidio en comparación con otros problemas mentales: en Finlandia, el suicidio seguía siendo un tema del que no era apropiado hablar en público, que dejaba, además, una terrible marca, un estigma en aquellos que lo cometían, así como en sus allegados. Especialmente para estos últimos, el suicidio acarreaba una serie de sucesos que lo hacían aún más penoso, a causa de su naturaleza de tabú.

Nada más finalizar la conferencia, un hombre de mediana edad se levantó y agitando una jaula de alambre que sostenía en sus manos, pidió la palabra. Contó que tenía una larga experiencia personal en lo que se refería a la falta de ganas de vivir y también de cómo, por designio del Señor, uno podía librarse de ello.

El coronel Kemppainen interrumpió al hombre de la jaula haciéndole ver que el turno libre de intervenciones no empezaría hasta después del almuerzo. El tipo tuvo que resignarse a esperar.

El almuerzo resultó excelente, pero al finalizar algunos de los participantes se marcharon; tal vez ya habían obtenido de la reunión lo que habían ido a buscar. Sin embargo la mayor parte se quedó en su sitio. Encargaron más bebidas y la conversación discurrió de lo más animada.

Un par de periodistas y fotógrafos se habían presentarlo en la entrada del restaurante para ver si conseguían alguna noticia sobre la reunión. Eso quería decir que se había producido algún soplo sobre tan especial seminario. El coronel les explicó que se trataba de una reunión de carácter privado y que el tema a tratar era el de la problemática de los adultos con síndrome de Down en las comunidades rurales y las posibles soluciones en una coyuntura como la actual, en la que el resto de la sociedad intentaba a marchas forzadas la integración en la Comunidad Económica Europea. Los periodistas suspiraron desanimados y se fueron sin más preguntas.

Y por fin llegó el momento del turno libre de palabra, con lo cual el seminario tomó una dirección y un ritmo bien diferentes.

8

Los participantes en el seminario de suicidiología hicieron un uso considerable del servicio de bar, pidiendo varias rondas de cervezas, vino y licores. Lo necesitaban para darse valor. Llegaba el turno libre, donde todos podrían tomar la palabra para hablar de sus propios problemas, incluso a través del micrófono. Sin embargo, muchos se sentían intimidados ante la idea de hablar en frío de su propia muerte.

Hubo que limitar a cinco minutos el tiempo de las intervenciones a causa de la gran cantidad de participantes.

Con ese margen a los desesperados suicidas sólo les daba tiempo de relatar superficial y brevemente su situación, pero a pesar de eso, surgió un intercambio de opiniones.

En muchos turnos de palabra se sacaron a relucir problemas ya tratados y muchas de las dificultades parecían ser comunes.

Le llegó el turno de presentar sus opiniones al tipo de la jaula de alambre, el que había pedido la palabra antes del almuerzo. Dijo ser de Tampere y agrimensor de profesión.

Tenía más de treinta años y confesó haber llevado una vida lasciva y lujuriosa durante la mayor parte de ellos. El agrimensor se había revolcado en el fango de sus muchos pecados durante años, aun a sabiendas de que no todo lo que hacía estaba bien ni era lo correcto. Había padecido, sin ser consciente de ello, de una falta de deseo de vivir. Finalmente, aquel mismo verano, la crisis se había vuelto aún más profunda, llegando a convertirse en angustia espiritual. Encontró la fe e imploró a los cielos que le enviasen algo, una señal concreta de que tal vez también él, el más grande de los pecadores, recibiría algún día el perdón del Todopoderoso.

Pero de la deseada señal no había ni rastro. El agrimensor se hundió aún más en la depresión y empezó a darle vueltas a la idea de matarse. Una noche de verano, lleno de dolor, partió en coche de Tampere para ir por el campo sin rumbo fijo, y llegó por casualidad a Lammi. Con el suicidio en mente y dominado por una profunda angustia, estuvo vagando por los alrededores de la iglesia. Y entonces Dios, en el último momento, le salvó. ¡La tan esperada señal le estaba esperando en las escaleras de la iglesia!

El agrimensor levantó para que todos la vieran la famosa jaula de alambre, la misma que había encontrado en las escaleras de la iglesia, con la señal divina en su interior.

En la jaula había un perro mapache, vivito y coleando, el cual le soltó tal bufido aquella noche, que no dejó lugar a dudas sobre la divina procedencia del mensaje. Fue como la zarza ardiente del Antiguo Testamento.

Alguien se atrevió a preguntarle que había querido decirle Dios colocando en las escaleras de la iglesia un perro mapache encerrado en una jaula. ¿Qué había de divino en aquel bicho?

Agitando la jaula hacia el incrédulo de manera amenazadora, el agrimensor le gritó que los caminos del Señor eran insondables.

Cuando le preguntaron dónde estaba el animal, dijo habérselo sacrificado a Dios en señal de agradecimiento por su salvación. Había derramado la sangre de la víctima expiatoria en el garaje de su casa y más adelante pensaba mandarlo disecar, como recuerdo de su salvación. También había decidido ordenar en su testamento que además de su nombre, en su lápida fuese grabada la imagen de un perro mapache. Aunque para esto no había prisa alguna, ya que el agrimensor estaba convencido de que iba a vivir hasta edad muy avanzada y que iba a poder ser de gran ayuda al prójimo, proclamando la palabra de Dios.

Cierta granjera que había acudido al seminario desde Carelia del Norte defendió con convicción los valores positivos de la reunión. Desde siempre se había visto obligada a vivir sola con las vacas. Su esposo era hombre obtuso y de pocas palabras, y no es que el ganado vacuno fuera mucho mejor en ese aspecto. De ahí su depresión. Era la primera vez que se le presentaba la oportunidad de intercambiar libremente sus pensamientos con otras personas y, además, en un ambiente tolerante. Dijo sentirse como antaño, cuando aún era una joven soltera. Hasta se le había ocurrido que, a lo mejor, no hacía falta matarse.

—No vean ustedes lo aliviada que estoy. Ha valido la pena venir, y eso que los billetes me han salido por un ojo de la cara. Menos mal que tengo un primo en Myyrmäki que me ha alojado en su casa.

Un hombre de unos treinta años se puso en pie para hablar de sus problemas. Contó que por dos veces le habían internado en un sanatorio mental a causa de crisis nerviosas y depresión.

—Pero yo no estoy loco. Sólo soy pobre. Si tuviese mi propia casa, aunque fuese un estudio pequeño en Kallio, me las arreglaría perfectamente. Lo que me pone de los nervios es el tener que vivir en un piso compartido.

El hombre dijo haber calculado cuál era el precio de su vida: 350.000 marcos, el precio de un estudio en Helsinki.

—Y ni siquiera soy un borracho.

Otro hombre se quejó de su fracaso matrimonial. Su ex mujer no le dejaba ver a sus hijos, pero la pensión sí que tenía que pagarla puntualmente.

Algunas mujeres lloraban al ponerse ante el micrófono y en esos momentos toda la sala guardaba silencio. Todos las acompañaban en el sentimiento. Sin embargo, nadie fue más allá de las lágrimas.

Muchos eran partidarios de fundar una asociación. Tenían claro que un ser solo y abatido no está en condiciones de velar por sus propios intereses. Cuando las perspectivas son tan negras nos quedamos paralizados. Hasta los quehaceres más cotidianos parecen insalvables cuando no tenemos la ayuda de nadie y estamos condenados a tan espantosa soledad.

Salió a relucir la posibilidad siniestra de cometer un suicidio colectivo de grandes dimensiones, idea que, sorprendentemente, recibió enseguida un amplio apoyo. La mayoría de los participantes en el seminario se declararon dispuestos a colaborar, convencidos de que un suicidio decidido de común acuerdo parecía una solución más segura y, de alguna manera, más compasiva.

También se hicieron propuestas concretas. Una anciana jubilada de Vantaa sugirió que los presentes alquilasen un gran velero en el que navegar muy lejos, preferentemente hasta el Atlántico. En algún lugar apropiado de alta mar hundirían el barco con todos sus pasajeros dentro. La dama dijo que no le importaría apuntarse a un último crucero de este estilo.

Pero la idea más interesante llegó de una de las mesas de la sala anexa, la más ruidosa, por cierto, y donde más bebidas se habían consumido hasta el momento. Se trataba de recolectar una gran suma de dinero y comprar con él cantidades industriales de aguardiente. Beberían sin tregua, hasta que toda la tropa reventase.

En opinión de la mayoría el procedimiento sugerido era vulgar. La muerte tenía que ser digna. No les parecía adecuado acabar sus días borrachos como cerdos.

La propuesta más fantasiosa fue formulada por un joven energúmeno, natural de Kotka. No podía imaginar un final más hermoso que lanzarse al mar desde un globo aerostático.

—Podríamos alquilar todos los globos de Finlandia, esperar a que hubiese viento favorable para salir a volar desde Kotka o Hamina, por ejemplo, o cualquier otro punto de la costa. ¡Cuando llegásemos al centro del golfo de Finlandia, pincharíamos los globos y nos precipitaríamos juntos al mar!

El orador les hizo una descripción del heroico suicidio: cincuenta globos se levantan con la suave brisa de la tarde llevando en cada una de sus cestas a cinco bravos suicidas. Toman altura, dejándose llevar por el viento hacia el sol poniente. La sombría Finlandia y todos sus males quedan atrás. La vista resultará fascinante desde una atmósfera celestial como aquélla. Llegados a alta mar, los navegantes de la muerte entonan al unísono un último salmo, cuyo eco llegará hasta el espacio como si de un coro de querubines se tratase. Desde las cestas se lanzarán fuegos artificiales y algunos de los navegantes saltarán al mar de puro entusiasmo. Y finalmente, cuando ya no quede combustible en los globos, toda la flota se sumergirá majestuosamente en las insondables aguas, en una victoria definitiva sobre las desgracias terrenales…

Todos consideraron que la descripción tenía un gran mérito, en términos poéticos. Sin embargo, la modalidad de suicidio no obtuvo apoyo, ya que implicaría llevar también a la muerte a los inocentes tripulantes de los globos, por no hablar de que acabarían con el futuro de los vuelos aerostáticos en Finlandia, una afición que, muy al contrario, merecía que se preservara.

Se empezó a hacer la colecta por la sala y la salita. Como cepillo usaron una cubeta para el champán, que pronto se llenó con una abundante cantidad de billetes; pocos tuvieron el descaro de dar tan sólo unas monedas. La jefa de estudios Puusaari y el director Rellonen hicieron el recuento y se quedaron atónitos. El resultado de la colecta fue de 124.320 marcos. En el recipiente plateado había billetes a puñados de hasta mil marcos e incluso cheques, el importe más alto de los cuales era de 50.000 marcos. El donante resultó ser un tal Uula Lismanki, criador de renos de la asociación del distrito lapón de Kaldoaivi, en Utsjoki, el cual justificó la generosidad de su donación diciendo:

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