Delicioso suicidio en grupo (6 page)

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Authors: Arto Paasilinna

Tags: #narrativa

Casi todos los remitentes tenían en común un profundo sentimiento de soledad y abandono, algo que también resultaba familiar al trío de lectores.

En los descansos iban a menudo al embarcadero para relajar los nervios y tomar un poco el sol. Rellonen preparaba los bocadillos y el coronel se ocupaba del café. En el lago Humalajärvi gritaba un colimbo ártico —un pájaro raro en el sur de Finlandia—, cuya voz sonaba como el lamento final de un suicida.

Una tarde, durante uno de los descansos, Helena Puusaari se fijó en que había una botella varada en la orilla.

Montó un buen escándalo diciendo lo mucho que odiaba a los borrachos que iban por ahí tirando botellas y ensuciando con sus guarrerías la purísima naturaleza finlandesa. Y no era que ella no bebiese a veces, pero nunca se le ocurriría ir por ahí dejando botellas tiradas de aquella manera.

El coronel fue a la playa a por la botella y se la mostró a la jefa de estudios. Se trataba de un whisky de malta de gran calidad, un Cardhu de doce años. Quedaba un resto que bien daba aún para unos cinco tragos y se los tomaron.

Animados por la bebida, los dos hombres le revelaron el secreto del lago. Tal vez el nombre evocador que llevaba desde tiempos inmemoriales fuese la causa de que los habitantes de sus orillas hubiesen desarrollado costumbres tan peculiares.

Les llevó dos días estudiar la avalancha de cartas de los suicidas. Cada misiva, cada postal, fueron leídas, de todas se discutió y de la mayoría de ellas se tomaron notas.

El material produjo una fuerte conmoción en sus lectores: la jefa de estudios Puusaari, el director Rellonen y el coronel Kemppainen estaban convencidos de ser en aquel momento los responsables de la vida de seiscientas personas. Y tal vez parte de los autores de las cartas hubiesen acabado ya con su existencia, porque desde la publicación del anuncio habían pasado ya diez días. Y en ese lapso un ser deprimido tiene tiempo para eso y para más.

La jefa de estudios hizo una llamada al Instituto de Educación de Adultos de Hämeenlinna para solicitar ayuda administrativa: había que fotocopiar seiscientas cartas y escribir el mismo número de direcciones en sus sobres. ¿Podía el instituto prestarle una máquina con tal propósito? Les dieron el permiso. Sólo les quedaba escribir la circular para, acto seguido, fotocopiarla y enviársela a los suicidas a diferentes puntos de Finlandia.

Helena Puusaari estaba más acostumbrada a escribir cartas que Rellonen y Kemppainen. Redactó un consolador escrito de una página, en el cual se rogaba a los suicidas en potencia que aplazasen su decisión, al menos momentáneamente. En la carta se decía que había miles de finlandeses dándole vueltas a la misma idea y que más de seiscientas personas habían contestado al anuncio del periódico. No había que tomar decisiones precipitadas tratándose de un asunto de tan vital importancia.

El coronel añadió a la carta un párrafo en el que se explicaba que un suicidio llevado a cabo de forma colectiva podría resultar en cierto modo más profesional que uno individual y chapucero, resaltando que en este campo de la vida, al igual que en todos los demás, el contingente era de vital importancia. Según el director gerente, una acción colectiva podía traerles ciertas ventajas económicas. Quiso que se mencionasen en la carta las excursiones que se podían organizar antes de pasar a mejor vida y la posibilidad de obtener descuentos de grupo en los gastos que se les ocasionasen a los herederos de los suicidas. Dieron forma a la carta durante varias horas, hasta estar de acuerdo en que era digna de ser fotocopiada y enviada.

—Me parece que, ya puestos, deberíamos organizar un simposio para reflexionar sobre la situación de los suicidas potenciales —dijo la jefa de estudios Puusaari—. No podemos dejar a esta pobre gente a merced de una simple carta de consuelo.

El coronel se daba cuenta de que, a causa de su profesión, la jefa de estudios estaba acostumbrada a organizar seminarios o reuniones de negociación por cualquier cuestión, por muy insignificante que fuese. Ese mismo espíritu se había introducido también en el ámbito de las fuerzas armadas. En la actualidad se creaban en el ejército comités de todo tipo y se organizaban reuniones, cuyo propósito principal era que los oficiales tuvieran una buena excusa para empinar el codo en algún lugar remoto, lejos de las miradas de sus esposas. Rellonen también sabía lo que significaban los seminarios y las reuniones inútiles en el mundo de los negocios: comer bien, beber aún mejor y descansar cómodamente en los hoteles, a veces durante días enteros, y todo ello a cargo de la empresa, que deducía esos gastos de los impuestos. El Estado finlandés estaba contribuyendo en la práctica a mantener el alcoholismo y el abotargamiento de los cuadros medios y superiores de las empresas. El botín de aquellas reuniones acababa tirado en los lugares de trabajo en forma de portafolios repletos de fotocopias que nadie había abierto, ni pensaba molestarse en leer. Se derrochaba el dinero, pasaban los días y las colaboradoras mal pagadas que trabajaban para las empresas se veían obligadas a hacer horas extras hasta reventar para evitar la quiebra.

El coronel comentó en tono de broma que si alguien sabía de bancarrotas era Rellonen, todo un experto en temas de esa índole.

La jefa de estudios se indignó. Les advirtió que no era el momento de ponerse a hacer bromas estúpidas. Se trataba de la vida de seiscientos infelices y tenían que darse prisa para ayudarlos. Era necesario reunir al menos a una parte de ellos para hablar de sus problemas y consolarse recíprocamente un poco. Había que reservar una sala de reuniones y elaborar un programa para obtener resultados prácticos.

El coronel la tranquilizó:

—No te excites, Helena, de hecho Onni y yo hemos estado hablando de eso mismo. Adjuntaremos una invitación a la circular de consuelo. ¿Creía que Helsinki sería buen lugar para sede de una gran reunión de suicidas en potencia, o habría que organizarla en algún otro lugar, ya que estaban en plena temporada estival?

Rellonen opinaba que la reunión no debía organizarse en ninguna ciudad pequeña. Pongamos por caso que tan sólo un centenar de personas se reuniera en Pieksämäki: resultaría imposible mantener en secreto la naturaleza del encuentro. Finlandia era el paraíso de los cotillas y estaba claro que, en el asunto que les ocupaba, más valía no hacer publicidad.

La jefa de estudios sugirió como lugar de reunión un restaurante de Helsinki, situado en el barrio de Töölö, llamado Los Cantores, en cuyo sótano había una espléndida sala de reuniones. Los Cantores se había hecho popular como restaurante de alquiler y allí se organizaban tradicionalmente muchos funerales, ya que estaba cerca del cementerio de Hietaniemi y de la iglesia de Temppeliaukio.

—La verdad es que, por lo de los funerales, Los Cantores nos iría que ni pintado—concluyó el coronel Kemppainen—. Redactemos la invitación para la reunión. ¿Estamos todos de acuerdo, entonces, en que la reunión del batallón suicida se celebre el sábado de la semana que viene en el restaurante Los Cantores? Si conseguimos que la circular salga mañana mismo en el correo, los interesados tendrán tiempo de organizar el viaje a Helsinki.

Rellonen temía que la fecha fuese demasiado apretada, pero los otros rechazaron su objeción haciéndole ver que cuanto más se retrasara la reunión, mayor sería el número de desesperados que acabasen con sus vidas antes de haber podido juntarse con sus compañeros de infortunio y posibles salvadores.

Trabajaron como locos. Había que reservar el local para la reunión, hacer copias de la circular y echarla al correo lo antes posible. Cada jornada perdida podía significar la muerte de varias personas. Así es como lo veían aquellos tres sacrificados seres.

7

El coronel Kemppainen reservó el local para la reunión en el restaurante Los Cantores. El maître le explicó que en el sótano había cabida para unas doscientas personas, de las cuales una parte podía estar en la sala y las cuarenta restantes en una salita anexa. Kemppainen hizo la reserva para el sábado siguiente a partir de las doce del mediodía y de paso acordó lo que se iba a servir. El maître le propuso un menú de setenta y ocho marcos por persona. Si se quería además una bebida de aperitivo, por ejemplo un vino espumoso, habría que abonar un suplemento de dieciséis marcos.

El coronel aceptó el menú aconsejado:

Bandeja de arenques en salsas variadas

Cocktail de marisco

Crema de coliflor

Salmón a la plancha

Mousse de colmenillas

Filete de buey marinado a las finas hierbas

Sorbete de arándanos rojos

Parfait de moka

Café

Rellonen se horrorizó al enterarse del precio. ¿Acaso el coronel se había vuelto loco? Si realmente eran doscientos los suicidas en potencia que acudían al restaurante y todos se zampaban el menú encargado, la broma les iba a salir por un riñón. Tecleó en su calculadora de bolsillo: ¡18.800 marcos! Él por lo menos no podía permitirse semejante derroche. Y además, ¿valía la pena cebar a doscientas personas que, de todos modos, estaban pensando en suicidarse? En muchos de los casos aquella buena comida supondría un desperdicio, y, en su opinión, un café y un cruasán hubieran bastado para unos candidatos a la muerte. Temía que un estilo de vida tan alegre y generoso terminase por conducir al trío a la ruina, sólo era eso.

—No sé, Onni, pero tengo la impresión de que le tienes un temor enfermizo a la bancarrota —le dijo el coronel—. Yo creo que no debemos preocuparnos por la factura del restaurante. La gente tendrá dinero para pagarse su propia comida, digo yo… y si alguno no lo tiene, yo me haré cargo de la diferencia.

Rellonen dijo refunfuñando que, que él supiese, las ganancias de los oficiales no eran tan espléndidas como para poder alimentar a los chalados de todo el país. El coronel, entonces, le explicó que él no vivía únicamente de un salario. Disponía de una fortuna personal; para ser más exactos, su difunta esposa provenía de una familia adinerada y había sido una rica heredera que tras su muerte le había dejado pero que muy bien situado.

La jefa de estudios Helena Puusaari siguió adelante:

—Podría invitar como conferenciante a una compañera de mi época de estudiante, la psicóloga Arja Reuhunen, que se ocupa de los pacientes con síndrome de Down en el hospital universitario de Tampere, aunque también conoce temas más generales. Podría dar una conferencia sobre la prevención del suicidio.

Según Puusaari, la psicóloga Reuhunen era conocida a nivel nacional por sus capacidades como conferenciante y sus frecuentes artículos sobre la materia. Y aún mejor, por lo que ella recordaba, en algún momento al comienzo de sus estudios, Arja también había intentado suicidarse.

Tras estos preparativos, redactaron una breve invitación al seminario de suicidiología, que tendría lugar en Helsinki, a mediados de julio, el sábado a partir de las doce del mediodía, en el salón de banquetes del restaurante Los Cantores. Los organizadores del acto esperaban de corazón que hubiese una nutrida participación en el mismo y deseaban a todos un feliz verano. Tras pensarlo un poco, eliminaron del texto los deseos de felicidad. En su lugar escribieron: «No hagas nada de lo que puedas arrepentirte. Te esperamos».

Rellonen sugirió terminar la carta con una expresión jocosa del estilo: «y si no, nos veremos en las calderas de Pedro Botero», pero la idea no fue bien acogida.

Pasaron la carta a limpio. Luego fueron en coche a Hämeenlinna y la fotocopiaron en el Instituto de Educación de Adultos. La tarea más pesada fue la de escribir en los sobres los seiscientos nombres con sus correspondientes direcciones. En ello se les fue el día entero, aunque consiguieron que varios estudiantes del taller de arte del instituto les ayudasen a pegar sellos y rellenar sobres. El envío salió a la mañana siguiente de la sucursal de correos de Hämeenlinna. Ya no quedaba más que esperar a la reunión del batallón suicida, así que cada uno se fue por su lado: el director Rellonen tenía cosas que hacer en Helsinki, el coronel Kemppainen se fue a su casa de Jyväskylä y la jefa de estudios Puusaari regresó a Toijala.

El sábado siguiente, el coronel condujo de Jyväskylä a Toijala y recogió a la jefa de estudios. Durante el viaje pararon para que Helena Puusaari visitase dos camposantos, el de Janakkala y el de Tuusula. Ambos obtuvieron una buena puntuación.

Rellonen ya les estaba esperando en el restaurante Los Cantores. Eran las doce menos cuarto. El trío fue a inspeccionar la sala de banquetes y constató que el personal del restaurante se había esmerado en la disposición; el local estaba decorado con flores y en las mesas lucían blanquísimos manteles. El maître les presentó el menú, que respondía a lo acordado. Probaron los micrófonos. Todo estaba en orden.

—Han llamado algunos periodistas… —dijo el maître.

El coronel contestó gruñendo que la reunión no era pública. Le dio al portero instrucciones de no dejar entrar a periodistas ni fotógrafos y añadió que si aun así alguno lo intentaba, lo avisaran y él se ocuparía personalmente.

El ambiente era de gran tensión. ¿Acudirían los suicidas en potencia a la importante reunión? ¿O acaso habían puesto en marcha semejante maquinaria llevados por algún tipo de delirio de grandeza? ¿Qué consecuencias traería todo aquello?

El coronel se había puesto su uniforme de gala. La señora Puusaari llevaba un traje rojo de seda salvaje. El director Rellonen había sacado del fondo de algún armario su traje de príncipe de Gales, que ya había sobrevivido a cuatro bancarrotas. Formaban un trío de aspecto festivo, pero solemne al mismo tiempo, y es que tanto la ocasión como el motivo lo merecían.

La tensión se esfumó a las doce. La entrada del restaurante se llenó de gente, hombres y mujeres. La expresión de los rostros era grave, todos hablaban en susurros. Rellonen empezó a contar a los recién llegados: cincuenta, setenta, cien… hasta que perdió la cuenta. El gentío en toda su magnitud bajó hasta la sala de banquetes, donde el coronel Kemppainen y la jefa de estudios Puusaari lo recibieron, estrechando la mano de cada uno de los invitados. Con ayuda de los camareros el maître los condujo a sus mesas, que se llenaron en quince minutos. Pronto hubo que correr las puertas de fuelle del salón para hacer sitio a otros cuarenta. Cuando aquellas mesas estuvieron asimismo ocupadas, aún quedaban otras veinte personas de pie junto a la puerta y en silencio. También ellos, pobres diablos, pensaban en suicidarse.

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