—¡Por supuesto! Pasaremos juntos todo el verano si es necesario, aquí, en el lago Humalajärvi.
Cuando llevó el anuncio a la redacción del periódico, Rellonen se encontró con que tenía que abonarlo al contado. El empleado leyó el texto y llegó a la conclusión de que no podía dejarlo pendiente de cobro, porque, en su opinión, era bastante dudoso que más tarde nadie se hiciese responsable. Era de suponer que la deuda recaería en los herederos y nada garantizaba que estuvieran dispuestos a pagarla.
Rellonen fue a casa a buscar sábanas. Su mujer le preguntó cómo habían ido las fiestas. Él le dijo que la víspera y la mañana de San Juan habían sido deprimentes, pero que luego se había tropezado por casualidad en un viejo pajar con un tipo de Jyväskylä, un hombre como Dios manda. Incluso le había pedido a su nuevo amigo que se quedase en el chalé.
—Pues no contéis conmigo para limpiar —informó su mujer.
—Es un tal Kemppainen.
—Mmm, no tengo por qué conocer a todos los Kemppainen de Finlandia.
Rellonen le preguntó si los oficiales del juzgado habían merodeado por allí en su ausencia. Su esposa le contó que uno había llamado por teléfono dos o tres días antes de San Juan. El oficial había amenazado con poner bajo orden de embargo su chalé de Humalajärvi hasta que concluyesen las pesquisas sobre la quiebra de la primavera anterior.
La visita deprimió al director gerente, así que volvió de buena gana a su casa junto al lago. Por el camino empezó a sentir miedo: ¿y si mientras tanto el coronel Kemppainen se hubiese colgado? ¿Qué sería de él entonces? Seguro que no le quedaría otro remedio que pegarse un tiro en la cabeza, sin más historias.
Mientras caminaba por el crujiente sendero de grava hacia la playa, Rellonen percibió los olores exuberantes del verano, oyó el incesante trinar de los pájaros y cuando llegó al jardín de la casa vio al coronel Kemppainen, que salía de la leñera con una brazada de leña para la sauna. Al verlo, el director gerente exclamó aliviado:
—¡Hola, Hermanni! ¿Vivitos y coleando?
—Pues ya ves…, me he entretenido en pintarte la fachada para matar el tiempo…, es que me dio la impresión de que te habías quedado a medias.
Rellonen admitió que aquel verano no había estado para pinturas. El coronel lo comprendió.
Los dos hombres se dedicaron durante una semana a la vida bucólica, en espera de que el anuncio del periódico diese su cosecha. Llevaban una existencia tranquila y agradable. Disfrutaban del verano, conversaban sobre problemas existenciales y observaban la naturaleza. A veces tomaban un poco de vino, se sentaban en el embarcadero con sus cañas de pescar y se quedaban contemplando el lago Humalajärvi. Al coronel Kemppainen le extrañaba la derrochadora manera de consumir alcohol de Rellonen: una vez bebidos dos tercios de la botella, le volvía a poner el corcho celosamente y, si daba la casualidad de que el viento soplaba desde la orilla, tiraba la botella al lago. Esta flotaba de costado hasta alcanzar, antes o después, la orilla opuesta. Se trataba de un viaje de varios kilómetros y ni siquiera el remitente del alcohólico mensaje podía saber con seguridad adónde arribaría.
—Casi todos los dueños de las casas de por aquí hacen lo mismo. Se ha convertido en una costumbre, dejar un tercio del contenido de la botella y luego ponerla en circulación —le explicó el director.
El coronel seguía sin entender el porqué de semejante derroche. ¿A qué venía tirar botellas al agua, con lo caro que estaba el alcohol en Finlandia?
Rellonen dijo que se trataba de una vieja forma de comunicación que a todos les gustaba. Alguien había empezado, tal vez de forma accidental, unos años antes. La primera botella con su carga etílica llegó flotando hasta su embarcadero siete años atrás: coñac Charante de excelente calidad. Había aparecido oportunamente una mañana de agosto para ayudarle a aliviar las molestias de una resaca.
En cuanto abrieron las licorerías Onni saldó su deuda con el lago. De vez en cuando —cada vez más a menudo en los últimos años— llegaban botellas a su orilla. La costumbre se había extendido poco a poco a todo el lago, pero era algo de lo que no se hablaba. Era el secreto mudo de los veraneantes del lugar.
—El verano pasado repesqué tres botellas de jerez y, todavía un poco antes de que el lago se congelase, una de vodka y otra de aguardiente de cebada. Estaban tan llenas que apenas si podían mantenerse a flote. Es la clase de cosas que a uno le calientan el corazón. Te pones a pensar que, en algún lugar, en otra orilla, existe un alma gemela, un amigo generoso con el coñac, o tal vez un borrachín aficionado al vodka, que se acuerda de sus desconocidos prójimos del otro lado de las aguas.
Estando en la sauna una tarde, el coronel se quedó contemplando el cuerpo lleno de cicatrices de su amigo y le confesó que hacía ya tiempo que aquello le intrigaba. ¿Se trataba de heridas de guerra? ¿De dónde procedían aquellas marcas como de zarpazos?
Rellonen contestó que era demasiado joven para haber ido a la guerra, porque sólo tenía un año cuando estalló.
Pero menuda guerra era también la vida en Finlandia en tiempos de paz…, tres veces había ido a la quiebra. De ahí venía lo de las cicatrices.
—A ti te puedo confesar que me deprimía tanto tras cada quiebra, que decidía suicidarme. El intento del día de San Juan no fue el primero. Y tal vez no sea el último, quién sabe…
Antes ya lo había intentado tres veces. En los años sesenta, cuando se arruinó por primera vez, decidió dinamitarse por los aires. En aquella época tenía una empresa de excavaciones. La última contrata había sido en Lohja. No andaba precisamente falto de explosivos, pero sí de destreza en su manejo. Rellonen se encerró en su caseta de la obra llevando consigo un montón de cartuchos de dinamita, a los cuales había conectado sendos detonadores y mechas. Se había metido los cartuchos en los pantalones.
De esta guisa, el suicida se acomodó en su silla de la oficina y prendió ambas mechas. De paso, se encendió también su último cigarrillo.
La explosión no salió del todo bien. Al arder, las mechas le hicieron grandes y humeantes agujeros en los calzoncillos y, acto seguido, sufrió quemaduras en las piernas. Incapaz de soportar el calor de las mechas al rojo vivo, salió aullando despavorido de la caseta. La carga de dinamita se le había ido escurriendo hacia abajo por la pernera del pantalón, soltándose de los detonadores, uno de los cuales había estallado, hiriéndole de mala manera el trasero y los costados. Quedó con vida, pero las heridas fueron considerables. El otro detonador explotó con su correspondiente carga en la caseta, y la hizo volar a más de setenta metros del lugar, en mil pedazos.
Tras la siguiente bancarrota, en el año 1974, Rellonen intentó matarse con una escopeta de caza fijándola al tronco de un árbol en la finca de su suegro, en el lago Sonkajärvi. Se trataba de una trampa que debía dispararse al paso de la pieza, o sea, él. Pero como estaba completamente borracho en el momento de los preparativos, el disparo casi falló.
Se dio la vuelta sobre las tablas de la sauna para enseñarle al coronel la espalda llena de cicatrices, huellas del fatal disparo. Uno de los perdigones le llegó hasta la pleura, pero desgraciadamente salió ileso de su propia trampa.
La penúltima vez decidió abrirse las venas. Sin embargo, sólo consiguió cortarse las del brazo izquierdo, justo antes de desmayarse al ver su propia sangre. También esa vez le había quedado de recuerdo una cicatriz bastante grande.
A causa de aquellos fracasos, decidió hacerse con un revólver, pensando que por fin podría quitarse la vida. Pero, como ya sabía el coronel, también aquel proyecto había quedado a medio camino.
Kemppainen contemplaba las cicatrices. Le parecía que su amigo había demostrado una extraordinaria fuerza de voluntad en sus tentativas de quitarse la vida. Él nunca había intentado suicidarse, pero su camarada era todo un veterano, digno de respeto por sus muchos años de experiencia en el ramo.
A finales de la primera semana de julio, el director gerente Rellonen se pasó por la oficina central de correos de Helsinki para recoger las posibles respuestas al anuncio publicado en el periódico una semana antes. Se quedó atónito: el éxito había sido colosal y le esperaba una brazada entera de cartas. No cabían en el maletín y tuvo que echar mano de dos bolsas de plástico, que también acabaron repletas de correspondencia.
Cargó el enorme botín en su coche y condujo a toda prisa hasta su chalé de Häme. Estaba horrorizado por la enorme cantidad de respuestas. ¿Y si el coronel Kemppainen y él habían puesto en marcha una avalancha que escapaba a su control? El montón de cartas que llevaba en el maletero de su coche era como una descomunal carga explosiva, un peso horrendo con el cual no se podía bromear.
Empezó a temer que se hubiesen metido en un avispero del que no saldrían solamente con unas pocas picaduras.
Ya en la casa, extendieron las cartas por el suelo de la sala de estar. Primero las contaron. Había un total de 612 envíos, de los cuales 514 eran cartas, 96 eran postales, más dos pequeños paquetes.
En primer lugar abrieron los paquetes. Uno no tenía remitente y contenía un grueso mechón de cabellos largos —de mujer, al parecer— recogidos en una coleta. El matasellos era de Oulu. El mensaje capilar era difícil de comprender, pero sin embargo les llenó de espanto. En el otro paquete había un manuscrito de unos 500 folios, cuyo título era Un siglo de suicidios en Hailuoto. El autor era un maestro de la escuela primaria de Pulkkila llamado Osmo Saarniaho, que se lamentaba en una carta adjunta de la despreciativa acogida de su trabajo por parte de las editoriales: ninguna se había mostrado interesada en publicarlo.
Por eso precisamente se dirigía a la dirección de la lista de correos, ya que tal vez trabajando en colaboración se podría poner tan importante manuscrito en condiciones de ser publicado, haciéndolo imprimir —corriendo ellos con los gastos, claro— y distribuyéndolo por todo el país. Calculaba que su libro produciría unos beneficios brutos de 100.000 marcos. Si no conseguía que se publicara su obra, se mataría.
—Esto hay que devolverlo, no podemos meternos a hacer de editores, ni bajo amenazas de muerte, vamos… —concluyó el coronel.
Clasificaron las cartas por provincias, según el matasellos. Se percataron de que la mayoría de los mensajes procedía de Uusimaa, Turku, Pori y Häme. También Savo y Carelia estaban bien representadas, pero de las provincias de Oulu y Laponia sólo había un puñado. Para Rellonen esto era la prueba de que el periódico capitalino no se distribuía por allí con tanta eficacia como por los otros frentes. Tampoco es que hubiera una participación muy abundante de Ostrobotnia, lo cual tal vez indicara que allí no se cometían tantos suicidios como en el resto del país. Una vez más, se confirmaba el carácter excepcional de la gente de aquella región, ya que en el medio rural la autodestrucción, en cualquiera de sus formas, era interpretada como una traición a la comunidad y criticada con suma dureza.
Leyeron unas cuantas postales y abrieron alguna carta. Los mensajes rezumaban desesperación. Aquellos seres, vivos pero poseídos por el afán de destruirse, escribían con una caligrafía irregular, sin prestar atención alguna a los detalles gramaticales, como llevados por una fuerza maníaca, y todos sin excepción dirigían un grito de socorro al destinatario: ¿era cierto que no estaban solos en aquellos momentos de angustia? ¿Era eso cierto? ¿Podía alguien, aunque fuese un desconocido, ayudarles?
El mundo de los que así escribían se había derrumbado. Estaban anímicamente rotos y la angustia de algunos de ellos era tan atroz, que hasta los ojos del curtido coronel se humedecieron. Se habían aferrado al mensaje de salvación como un náufrago lo haría a una tabla, si alguien se la ofreciese.
Era inútil ponerse a contestar personalmente a cada una de las cartas. Ya sólo el hecho de abrirlas y leerlas les parecía un esfuerzo sobrehumano.
Tras hojear unas cincuenta, estaban tan cansados que ya no daban más de sí, así que se fueron a nadar.
—Si ahora nos tirásemos al lago para ahogarnos, dejaríamos a más de seiscientas personas a su suerte. Podrían matarse. Moralmente seríamos responsables de sus muertes —filosofaba el director al borde del embarcadero.
—Bueno, sí… ahora no sirve de mucho suicidarse, justo cuando nos hemos echado sobre las espaldas a un batallón de pobres diablos —admitió el coronel.
—Un auténtico batallón de suicidas —añadió Rellonen.
Por la mañana fueron en coche a la papelería más cercana, que estaba en Sysmä, y compraron material de oficina: seis carpetas, una perforadora, una grapadora, un abrecartas, una pequeña máquina de escribir eléctrica, así como 612 sobres y dos resmas de papel. Compraron también 612 sellos en la oficina de correos. De paso, le enviaron de vuelta al profesor Saarniaho su opúsculo Un siglo de suicidios en Hailuoto, adjuntando una carta en la cual le animaban a abandonar su idea de matarse y a presentar su manuscrito ante la Asociación para la Salud Mental de Finlandia u otra institución semejante, donde tal vez apreciasen mejor el valor científico de su obra.
Rellonen fue al supermercado mientras el coronel se abastecía en la licorería, y luego volvieron al lago Humalajärvi.
Ya no había tiempo de ir a la sauna ni de andar pescando. El director gerente echó mano del abrecartas mientras Kemppainen hacía de escribano. Tomó nota de todos los datos personales de los remitentes, nombres y direcciones, y le adjudicó un número de registro a cada uno. Esta tarea les llevó dos días. Cuando terminaron, los dos hombres se dieron cuenta de que no les quedaba otro remedio que estudiar más a fondo la avalancha de correspondencia. Poner orden estaba bien pero sólo era el principio.
Los dos amigos se daban cuenta de que las cartas exigían un tratamiento urgente. Urgentísimo. En sus manos tenían las vidas de más de seiscientos finlandeses. Era necesario reaccionar con rapidez, pero al ser sólo dos aquello les llevaría demasiado tiempo.
—Necesitamos una secretaria —suspiró Rellonen bien entrada la noche, cuando ya tenían todas las cartas abiertas y catalogadas.
—Pues a ver de dónde vamos a sacar una secretaria en pleno verano… —dijo preocupado el coronel.
A Onni Rellonen se le ocurrió que tal vez entre aquel grupo de suicidas en potencia encontrasen a alguien de la profesión. O al menos a personas capaces de ayudarles a deshacer aquel embrollo. Así que, con esa idea en mente, se pusieron a investigar entre los remitentes. Lo mejor sería buscar ayuda por los alrededores; examinaron, pues, el fajo de cartas procedente de la región de Häme. Rellonen se leyó quince y el coronel revisó otras veinte.