—Y debo admitir que fue de lo más persuasiva, tanto que al final le dije que me lo pensaría. —Encoge los hombros—. Le dije que investigaría un poco por mi cuenta y que volvería a verla en una semana o así.
Tengo tantas cosas que decirle que no sé por dónde empezar.
Pero, al verme, Miles suelta una carcajada atronadora y hace un gesto negativo con la cabeza.
—Relájate. Estoy de guasa. Hostia, Ever, ¿por quién me has tomado? ¿Por un idiota frívolo y superficial? —Pone los ojos en blanco, pero luego se da cuenta de lo que ha dicho y añade—: Lo siento, no pretendía ofender a nadie. La cuestión es que le dije que no. Un «no» rotundo e inequívoco. Y ella me dijo que la oferta seguía en pie, que si cambiaba de opinión, la fuente de la juventud sería mía.
Observo a Miles desde una nueva perspectiva. Me asombra que haya rechazado un ofrecimiento semejante. Jude siempre ha dicho que él no elegiría la inmortalidad, pero lo cierto es que a él nunca se la han ofrecido, así que no hay forma de saber lo que haría en realidad. Y Ava…, bueno, Ava estuvo muy cerca de dar el gran salto, pero al final lo rechazó. Con todo, no conozco a muchas personas, además de Miles y de Ava, que fueran capaces de rechazar una oferta así.
Miles me mira y enarca las cejas en un fingido gesto de indignación.
—¿Qué pasa? ¿Por qué estás tan sorprendida? ¿Creías que alguien como yo, alguien que es gay y encima actor, no desaprovecharía esa oportunidad? —Entrecierra los párpados y niega con la cabeza—. Eso se llama tener prejuicios, Ever. Deberías avergonzarte de ti misma por pensar algo así. —Me mira con tanto desprecio que siento el impulso de intentar defenderme, pero antes de que pueda empezar, él desecha el comentario con un gesto de la mano y sonríe con expresión triunfante—. ¡Ja! ¡A eso se le llama actuar! —Se echa a reír y sus ojos brillan de alegría—. Al menos, a la última parte…, la parte de los prejuicios. Todo lo demás era completamente cierto. ¿Te das cuenta de lo mucho que he mejorado?
Se pasa los dedos por el pelo, apoya los codos en el mostrador y se inclina hacia mí.
—La cosa es que lo único que deseo en este mundo, el único sueño que tengo, es llegar a ser actor. —Me mira a los ojos con seriedad—. Un actor teatral de verdad, de los que dedican su vida a la profesión. Ese es mi objetivo. Mi ambición en la vida. No me interesa ser de esas grandes estrellas de cine, glamurosas y peripuestas. No quiero convertirme en una portada de
People
. No me gustan las fiestas, los escándalos ni las infinitas terapias de rehabilitación. Estoy en esto por el arte. Lo que quiero es dar vida a las historias, encarnar muchos personajes. Lo que siento al perderme dentro de un papel es algo… alucinante. Y quiero experimentarlo una y otra vez. Pero quiero representar papeles de todo tipo, no solo el de jóvenes guapos. Y para aprender, crecer y mejorar, necesito experimentar la vida. Necesito vivirla al máximo, en todas sus etapas. Debo ser joven, de mediana edad y viejo. Y quiero vivirlo todo. Es imposible representar la vida si no te permites experimentarla.
Se queda callado un momento mientras recorre mi rostro con la mirada y luego continúa.
—¿El miedo a la muerte que tú has conseguido dejar atrás? Yo lo quiero. ¡Qué diablos!, lo necesito. Es uno de los instintos más básicos que tenemos, de modo que ¿por qué iba a querer librarme de él? Mi arte mejorará con cada experiencia que viva, pero solo si sigo siendo mortal. En cambio, eso no pasará nunca, sin importar los siglos que viva, si me convierto a propósito en un guaperas ultraglamuroso que no cambia jamás.
No sé si sentirme aliviada u ofendida. Al final, me decanto por el alivio.
—Lo siento. —Encoge los hombros—. De verdad que no pretendo ofenderte. Solo intento explicarte mi punto de vista. Además, me chifla comer. De hecho, me gusta tanto que no puedo ni imaginarme lo que debe de ser tener una dieta exclusivamente líquida. Y, lo creas o no, tampoco quiero que desaparezcan mis cicatrices. Me gustan. Forman parte de mí, parte de mi historia. Y algún día, si tengo la suerte de llegar a viejo, me contentaré con mis recuerdos…, siempre que no los pierda por el Alzheimer o algo parecido, claro. En serio, antes de que te pongas a protestar… —Levanta una mano del mostrador y me enseña la palma al notar que estoy a punto de interrumpirlo—. Antes de que me digas que Damen atesora recuerdos en cantidad suficiente para ahogarnos a todos y que es feliz, voy a decirte adónde pretendo llegar: lo que quiero, más que nada en el mundo, es llegar al final de mi vida con una de esas imágenes de antes y después sobre la que reflexionar. Demostrar que lo hice lo mejor que pude con las cartas que me tocaron, y que viví mi vida muy bien.
Lo observo con detenimiento, muda de repente. Intento decir algo, pero no puedo. Tengo la garganta seca y cerrada por completo. Y, antes de que pueda evitarlo, antes de que pueda girar la cabeza para que no me vea, empiezo a llorar.
Las lágrimas se deslizan por mi rostro, cada vez más abundantes. Y llega un momento en que ya no puedo detenerlas. No puedo contener los sollozos, los temblores de hombros ni el profundo nudo de desesperación que se me ha hecho en el estómago.
Miles rodea el mostrador y me abraza. Me acaricia el pelo y hace todo lo posible para calmarme susurrándome al oído dulces palabras de aliento.
Pero yo sé la verdad.
Sé que lo que me dice no es del todo cierto.
Nada saldrá bien. Nada irá bien.
Al menos, no de la forma en que él asegura.
Puede que posea belleza y juventud inagotables, puede que tenga el «don» de la vida eterna, pero jamás podré vivir la maravillosa y encantadora normalidad que Miles acaba de describir.
E
l sábado por la tarde ya no hay forma de evitarlos. Sabine está en la cocina, cortando un montón de verduras para hacer una ensalada griega, y Muñoz se encuentra a su lado, preparando generosas hamburguesas de carne picada de pavo.
—Hola, Ever. —Levanta la vista y sonríe un breve instante—. ¿Vas a unirte a nosotros? Hay comida de sobra.
Echo un vistazo a Sabine y veo que sus hombros se ponen rígidos, que su cuchillo golpea la tabla de cortar con algo más de fuerza mientras corta el tomate. Sé que aún está lejos de perdonarme, de aceptarme, y no puedo lidiar con eso ahora.
—No. En realidad…, bueno, estaba a punto de salir. —Lo miro apenas un segundo, con la esperanza de poder librarme de la charla, ya que estoy impaciente por largarme de aquí.
Me encamino hacia la entrada y estoy a punto de conseguir la libertad cuando Muñoz termina con las empanadas.
—¿Te importa que te acompañe hasta la puerta? —me dice.
Sé que esto no tiene nada que ver con acompañarme a la puerta. Quiere hablar conmigo en privado, donde su novia no pueda oírnos. Sin embargo, consciente de que no hay manera de negarme, lo sigo afuera, hasta la barbacoa, donde Muñoz quita la tapa, gira los botones y se dispone a preparar las hamburguesas.
Parece tan absorto en la tarea que por un momento pienso que he malinterpretado sus palabras, y decido marcharme.
—Bueno, ¿cómo van las clases este año? —pregunta al instante—. No te he visto mucho por el instituto… No te he visto nada, en realidad. —Me mira de reojo antes de seguir con lo que tiene entre manos. Le echa una especia secreta a la mezcla de carne mientras yo busco una respuesta.
No tiene sentido mentirle a alguien que puede comprobar las fichas de asistencia, así que al final me encojo de hombros.
—Bueno, seguro que es porque he faltado bastante desde el primer día. De hecho, no he vuelto a ir desde entonces.
—Ah. —Asiente con la cabeza y coloca el frasco de la especia sobre la encimera de granito antes de darse la vuelta para recorrerme de arriba abajo con la mirada—. Un caso agudo de «ultimañitis», supongo.
Me rasco el brazo, a pesar de que no me pica, e intento no parecer más nerviosa de lo que estoy. Clavo los ojos en la ventana desde la que nos observa Sabine, y el mero hecho de verla agudiza mis ganas de escapar.
—Por lo general no empieza hasta el último semestre. Es en ese momento cuando todo el mundo se descontrola. Pero, según parece, tú lo has pillado antes de tiempo. ¿Hay algo que pueda hacer para ayudarte?
«Sí, puedes decirle a tu novia que no me juzgue. Puedes decirle a Haven que no intente matarme. Puedes decirle a Honor que no me amenace. Y puedes descubrir la verdad sobre Damen y sobre mí. Ah, y cuando tengas un rato libre, si pudieras echarle mano a cierta camisa manchada y enviarla al laboratorio criminológico para que la analicen, te lo agradecería un montón», respondo para mis adentros.
Sin embargo, no digo nada de eso, por supuesto. Me limito a alzar los hombros y a suspirar bien fuerte con la esperanza de que capte el mensaje.
Pero si lo ha hecho, decide pasarlo por alto.
—¿Sabes? Aunque creas que estás sola en todo esto, lo cierto es que no lo estás.
Lo miro con los ojos entornados, sin saber muy bien adónde quiere ir a parar.
—He hablado con ella. Le he contado lo que he descubierto sobre las personas que han tenido experiencias cercanas a la muerte.
Aunque quiero irme ya, pongo los brazos en jarras y me inclino ligeramente hacia él.
—¿Y cómo le dio por investigar eso? —le pregunto—. Porque no es el tipo de cosa que uno hace así como así.
Muñoz se concentra en la carne para trasladarla del plato a la parrilla.
—Una vez vi un programa de televisión que me resultó fascinante —comenta con voz seria—. Tan fascinante que compré un libro sobre el tema, que a su vez me condujo a otros libros sobre el tema… y así sucesivamente. —Aprieta la espátula contra la hamburguesa y el jugo de la carne empieza a chisporrotear—. Pero tú… eres la primera persona que conozco que lo ha experimentado. ¿Alguna vez has pensado en unirte a esos grupos de investigación? Según tengo entendido, siempre buscan nuevos casos de estudio.
—No —respondo, casi sin darle la oportunidad de que termine la frase.
Mi respuesta es firme, definitiva, rotunda. Lo último que necesito es formar parte del estudio de algún científico chiflado.
Sin embargo, Muñoz se echa a reír y levanta las manos cubiertas con las manoplas en un gesto de rendición.
—No dispares. Solo lo preguntaba.
Da la vuelta a las hamburguesas, una a una, con lo que empiezan de nuevo los chisporroteos que componen la banda sonora de todas las barbacoas, y que ambos escuchamos con atención.
En cuanto están listas, las saca y las deja en el plato, aunque se detiene un instante para echarme un vistazo.
—Oye, Ever, tienes que darle a tu tía algo de tiempo para que se haga a la idea. No resulta fácil aceptar a alguien que desafía todo tu sistema de creencias, ¿sabes? Pero si te lo tomas con calma, al final cederá. Lo hará. Te prometo que intentaré convencerla si tú prometes que harás lo mismo. Y antes de que te des cuenta todo habrá terminado. Ya lo verás.
«¿Esa es tu predicción?», me entran ganas de preguntarle. Pero, por suerte, me muerdo la lengua a tiempo. Sé que solo intenta ayudar, y eso es lo que importa; da igual que yo no lo crea o que Sabine jamás llegue a ponerse de mi lado. Muñoz solo intenta ayudar, y lo menos que puedo hacer es permitírselo.
—Pero en lo que se refiere a tu asistencia a clase… —Me mira con severidad—. Solo es cuestión de tiempo que se entere. Así que intenta no ponerte las cosas más difíciles de lo que ya están, ¿de acuerdo? O piensa en ello, al menos. Además, por lo que sé, graduarse en el instituto no le ha hecho daño a nadie. De hecho, solo sirve para ayudar.
Mascullo una réplica por lo bajo, me despido con un rápido gesto de la mano y me dirijo a la puerta de la verja. No sé si la conversación ha terminado ya, pero sé que mi parte en ella sí. Esa clase de cosas, las normas a las que se refiere, ya no pueden aplicarse a mi persona. La pompa y las celebraciones de la graduación en el instituto son para otra gente.
Para la gente normal.
Para la gente mortal.
No para mí.
Enciendo el motor del coche con la mente antes de llegar al camino de entrada donde está aparcado, salgo por la puerta hasta la calle y acelero hacia el lugar donde le dije a Jude que me reuniría con él.
L
o veo en cuanto entro en el aparcamiento.
Me está esperando en su Jeep, y tamborilea con los dedos en el volante al ritmo de la música que suena en su iPod. Parece muy tranquilo y a gusto ahí, a solas, tanto que siento la tentación de dar la vuelta con el coche e irme por donde he venido.
Pero no lo hago.
Esto es demasiado importante.
Haven no piensa olvidar su amenaza, y por lo que sé, esta podría ser mi única oportunidad de convencer a Jude de que se trata de algo serio.
Aparco a su lado y lo saludo con la mano. Él se quita los auriculares, los arroja a un lado y sale del coche. Apoya la espalda en la puerta, cruza los brazos y me observa mientras me acerco.
—Hola. —Acompaña el saludo con un gesto de la cabeza, observando sin perder detalle cómo me cuelgo la mochila al hombro y me aliso la camiseta de manga corta que llevo encima de la de tirantes—. ¿Estás bien? —Inclina la cabeza hacia un lado y entorna los párpados.
Está claro que no tiene ni la menor idea de por qué le he pedido que viniera aquí.
Hago un gesto afirmativo y sonrío. Esa pregunta debería hacérsela yo a él.
—Sí, estoy bien. —Me detengo muy cerca, sin saber muy bien por dónde empezar. El mero hecho de haberle pedido que nos reuniéramos en el aparcamiento no significa que haya memorizado la larga lista de cosas que debemos discutir—. Bueno, ¿y tú? ¿Estás bien?
Lo recorro de arriba abajo con la mirada. Está mucho mejor que la última vez que lo vi. Su rostro ha recuperado el color; sus ojos ya no son un vacío negro, y su aura de color verde brillante basta para saber que se está recuperando.
Asiente y encoge los hombros. Es obvio que quiere que sea yo quien haga el siguiente movimiento, que le diga de qué va todo esto. Pero al ver que no lo hago, que me quedo como estoy, respira hondo y empieza a hablar.
—En serio. Casi me he acostumbrado a la idea de que Lina ya no esté aquí. No puedo hacer nada para cambiar eso, así que lo mejor es aceptarlo cuanto antes, ¿verdad?
Murmuro unas palabras de acuerdo, una de esas respuestas típicas fáciles de olvidar. Luego respiro hondo, consciente de que ya lo he demorado bastante, de que ha llegado el momento de ir al grano y contarle la razón por la que estamos aquí.