Desde Rusia con amor (18 page)

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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

—¡Ay, amigo mío! —Kerim sacudió la cabeza. Abrió los brazos a ambos lados del cuerpo—. Precisamente eso me pregunté entonces y es lo que no dejo de preguntarme desde ese entonces.

»Pero ¿quién puede saber si una mujer está mintiendo en estos menesteres? Tenía unos ojos brillantes, unos hermosos ojos inocentes. Los labios húmedos de aquella boca celestial estaban separados. Su voz era apremiante y asustada ante lo que estaba haciendo y diciendo. Tenía los nudillos blancos a fuerza de aferrarse a la barandilla de la borda. Pero, ¿qué había en su corazón? —Kerim alzó las manos—. Sólo Dios lo sabe. —Las bajó con aire de resignación, las posó abiertas sobre la mesa y miró directamente a Bond—. Hay una sola manera de saber si una mujer lo ama realmente, e incluso en ese caso, sólo un experto puede desentrañarlo.

—Sí —respondió Bond con tono dubitativo—. Ya sé a qué se refiere. En la cama.

Capítulo 15
Antecedentes para un espía

Volvieron a traerles café, y luego más café, y el aire de la habitación fue cargándose de humo de cigarrillo a medida que los dos hombres cogían cada una de las evidencias, la disecaban y la apartaban a un lado. Al cabo de una hora volvían a estar en el punto en que habían comenzado.

Dependía de Bond solucionar el problema de la muchacha y, si se sentía satisfecho con su historia, sacarlas a ella y a la máquina del país.

Kerim se encargó de solucionar los problemas administrativos. Como primer paso, cogió el teléfono y habló con su agente de viajes para reservar dos asientos en todos los aviones que salieran durante la semana siguiente: los de la BEA, Air France, SAS y Turkair.

—Y ahora, hay que conseguir un pasaporte —dijo—. Con uno bastará. Ella puede viajar como su esposa. Uno de mis hombres le tomará a usted una fotografía y buscará la fotografía de alguna chica que se parezca más o menos a ella. De hecho, una fotografía de juventud de Greta Garbo nos vendría bien. Existe un parecido indudable. Puedo sacar una de las hemerotecas. Hablaré con el cónsul general. Es un tipo excelente al que le gustan mis pequeñas conspiraciones de intriga y espionaje. El pasaporte estará listo esta noche. ¿Qué nombre le gustaría que figurara en él?

—El primero que se le ocurra.

—Somerset. Mi madre era originaria de allí. David Somerset. Profesión, director de empresa. No significa nada. ¿Y la muchacha? Digamos que Caroline. El nombre le sienta como un guante. Una pareja de ingleses jóvenes libres de toda sospecha, aficionados a viajar.

» ¿Formularios de control económico? Deje eso en mis manos. Les mostraré ochenta libras esterlinas en cheques de viajero, digamos, y un recibo del banco que demuestre que cambiaron cincuenta mientras estuvieron en Turquía. ¿Aduanas? Nunca miran nada. Se sienten más que encantados si alguien ha comprado algo en el país. Declararán algunas delicias turcas, regalos para sus amigos de Londres. Si tienen que marcharse precipitadamente, deje la cuenta del hotel y el equipaje a mi cargo. En el Palas me conocen muy bien. ¿Algo más?

—No se me ocurre nada.

Kerim miró su reloj de pulsera.

—Son las doce. El tiempo justo para que el coche lo lleve de vuelta a su hotel. Podría haber un mensaje. Y eche una buena mirada a sus cosas para ver si alguien ha estado husmeando en ellas.

Pulsó el timbre y acribilló con instrucciones al jefe de secretarios, que permaneció de pie con los agudos ojos fijos en los de Kerim y la magra cabeza echada hacia delante como la de un lebrel.

Kerim acompañó a Bond hasta la puerta. Allí lo despidió con otro apretón de su poderosa mano cálida.

—El coche irá a buscarlo para almorzar —dijo—. Iremos a un local pequeño del bazar de las especias. —Sus ojos se fijaron en los de Bond con expresión feliz—. Y me alegro de trabajar con usted. Nos llevaremos bien. —Soltó la mano de Bond—. Y ahora tengo que hacer un montón de cosas con mucha rapidez. Puede que sean las cosas equivocadas, pero, en cualquier caso… —le dedicó una ancha sonrisa—,
jouons mal, mais jouons vite!

El jefe de secretarios, que a Bond le parecía una especie de jefe de estado mayor, condujo a Bond por otra puerta que se abría en la pared de la plataforma elevada. Las cabezas continuaban inclinadas sobre los libros mayores. Pasaron por un corto corredor con habitaciones a ambos lados. El hombre entró en una de ellas y Bond se encontró dentro de un laboratorio y cuarto oscuro fotográficos extremadamente bien equipados. Al cabo de diez minutos volvía a estar en la calle. El Rolls salió lentamente del estrecho callejón y volvió a atravesar el Puente Gálata.

En el Kristal Palas había otro conserje de guardia, un hombrecillo obsequioso con ojos culpables en su rostro amarillento. Salió de detrás del mostrador con las manos extendidas en gesto de disculpa.


Effendi
, lo lamento muchísimo. Mi colega le dio una habitación inadecuada. No se dio cuenta de que es usted amigo de Kerim Bey. Sus cosas han sido trasladadas a la habitación número 12. Es la mejor habitación del hotel. De hecho —aclaró el conserje con una sonrisa impúdica—, es la habitación reservada para parejas en luna de miel. Tiene todas las comodidades.

»Le presento mis disculpas,
effendi
. La otra habitación no está destinada para visitantes distinguidos. —El hombre ejecutó una untuosa reverencia al tiempo que se frotaba las manos.

Si había algo que Bond no podía soportar era el sonido de un halago falso. Miró al conserje a los ojos y dijo:

—Ah. —Los ojos se desviaron de los suyos—. Déjeme ver esa habitación. Puede que no me guste. Estaba bastante cómodo en la otra.

—Desde luego,
effendi
. —El hombre le hizo a Bond una reverencia para que lo precediera camino del ascensor—, Pero, por desgracia, los fontaneros están trabajando en su anterior habitación. Las tuberías del agua… —La voz se apagó. El ascensor subió unos tres metros y medio y se detuvo en el primer piso.

«Bueno, la historia de los fontaneros tiene sentido», reflexionó Bond. Y, después de todo, no había ningún mal en alojarse en la mejor habitación del hotel.

El conserje abrió una alta puerta con una llave y se hizo a un lado.

Bond tuvo que darle el visto bueno. El sol entraba en abundancia a través de unas anchas ventanas dobles que daban a un pequeño balcón. Estaba decorada en colores rosa y gris, y los muebles eras de falso estilo Imperio, vapuleados por los años, pero aún conservaban la elegancia de principios del siglo pasado. Había bellas alfombras Bokhara sobre el piso de parqué. Una rutilante araña de luces colgaba del ornado techo. La cama que se encontraba contra la pared de la derecha era enorme. Un gran espejo de marco dorado cubría la mayor parte de dicha pared, que quedaba detrás de la cabecera. (A Bond le hizo gracia. ¡La suite nupcial! Sin duda tendría que haber un espejo también en el techo). El cuarto de baño contiguo estaba revestido de azulejos y equipado con todo lo necesario, incluidos bidé y ducha. Los utensilios de afeitado de Bond estaban pulcramente colocados.

El conserje siguió a Bond de vuelta al dormitorio y, cuando Bond dijo que se quedaba con la habitación, le hizo una agradecida reverencia mientras se marchaba.

¿Por qué no? Bond recorrió la habitación. Esta vez inspeccionó cuidadosamente las paredes, las inmediaciones de la cama y el teléfono. ¿Por qué no quedarse con la habitación? ¿Por qué tendría que haber micrófonos o puertas secretas? ¿Qué sentido tendrían?

Su maleta estaba sobre un banco cercano a la cómoda. Se arrodilló. No había arañazos en la cerradura. La pelusa que él había dejado prendida en el cierre aún estaba en su sitio. Abrió la maleta y sacó el maletín. Tampoco encontró en él signos de manipulación. Bond cerró la maleta con llave y se incorporó.

Se lavó, salió de la habitación y bajó las escaleras. No, no habían dejado ningún mensaje para el
effendi
. El conserje le hizo una reverencia al tiempo que le abría la puerta del Rolls. ¿Había un rastro de conspiración en la mirada de pennanente culpabilidad de aquellos ojos? Bond decidió no preocuparse, si así era. Cualquiera fuese la partida, había que jugarla hasta el final. Si el cambio de habitación había sido el gambito de apertura, mucho mejor. El juego tenía que comenzar por algún sitio.

Mientras el coche aceleraba colina abajo, los pensamientos de Bond se centraron en Darko Kerim. ¡Vaya hombre para jefe del puesto T! Sólo su tamaño, en este país de furtivos hombrecillos raquíticos, sin duda le conferiría autoridad, y su gigantesca vitalidad y amor por la vida le ganaría la amistad de todos. ¿De dónde procedería este exuberante pirata astuto? ¿Y cómo había llegado a trabajar para el Servicio? Era el tipo raro de hombre que a Bond le encantaba, y ya se sentía dispuesto a añadir a Kerim a la lista de media docena de esos verdaderos amigos a quienes él, que no tenía «conocidos», estaba dispuesto a entregar su afecto.

El coche volvió a cruzar el Puente Gálata y se detuvo ante los abovedados arcos del mercado de las especias. El chófer abrió la marcha subiendo los someros escalones gastados, para penetrar en una niebla de exóticos aromas, imprecaciones gritadas a los mendigos y porteadores cargados con sacos. Al traspasar la entrada, el chófer giró a la izquierda, apartándose de la humanidad parloteante de lento andar, y le señaló a Bond un arco pequeño abierto en el grueso muro. Unos escalones de piedra como los de una torreta ascendían en espiral.


Effendi
, encontrará a Kerim Bey en la última sala de la izquierda. Sólo tiene que preguntar por él. Todos lo conocen.

Bond ascendió la fresca escalera hasta una antesala donde un camarero, sin preguntarle su nombre, se hizo cargo de él y lo condujo, a través de un laberinto de pequeñas habitaciones revestidas de coloridos azulejos, hasta donde Kerim se encontraba, sentado frente a la mesa de un rincón emplazada por encima de la entrada di mercado. Kerim le dispensó una bulliciosa bienvenida, blandiendo un vaso de líquido lechoso en el que tintineaba el hielo.

—¡Ya ha llegado, amigo mío! Ahora, antes que nada, un poco de raki. Debe de estar extenuado después de su paseo turístico. —Acribilló al camarero con órdenes.

Bond se sentó en un cómodo sillón y cogió un vaso pequeño que le ofreció el camarero. Lo alzó hacia Kerim y luego lo probó. Era idéntico al ouzo. Lo bebió de un solo trago. El camarero volvió a llenarle el vaso de inmediato.

—Y ahora, pidamos su almuerzo. En Turquía no comen otra cosa que asaduras fritas en aceite de oliva rancio. Al menos, las asaduras del Misir Carsarsi son las mejores.

El sonriente camarero hizo sugerencias.

—Dice que el doner kebab está muy bueno hoy. No le creo, pero podría ser. Es cordero muy joven asado sobre carbón con especias aromáticas. Lleva mucha cebolla. ¿O hay alguna otra cosa que prefiera? ¿Un pilaf o unos de esos condenados pimientos rellenos que comen aquí? De acuerdo, entonces. Y debe comenzar con unas sardinas asadas
en papillotte
. Son comestibles. —Kerim apremió al camarero. Luego se acomodó en el asiento, sonriéndole a Bond—. Esa es la única manera de tratar a estos condenados. Les encanta que los insulten y los pateen. Es lo único que entienden. Lo llevan en la sangre. Todas estas pretensiones de democracia están matándolos.

»Lo que necesitan son algunos sultanes, guerras, violaciones y diversión. Pobres brutos, con sus trajes a rayas y sombreros hongo. Son desdichados. Basta con mirarlos. En fin, al diablo con ellos. ¿Alguna noticia?

Bond negó con la cabeza. Le habló a Kerim del cambio de habitación y de la maleta intacta.

Kerim bebió un vaso de raki y se secó la boca con el reverso de la mano. Hizo eco del pensamiento que había tenido Bond.

—Bueno, la partida tiene que comenzar en algún momento. Yo he hecho ciertos movimientos pequeños. Ahora sólo podemos esperar a ver qué pasa. Después del almuerzo haremos una pequeña incursión en territorio enemigo. Creo que le interesará. Oh, a nosotros no nos verán. Nos moveremos en las sombras, bajo tierra. —Kerim rió, encantado con su ingenio—. Y ahora, hablemos de otras cosas. ¿Le gusta Turquía? No, no quiero saberlo. ¿Qué más?

Se vieron interrumpidos por la llegada del primer plato. Las sardinas
en papillotte
de Bond tenían el mismo sabor de cualquier otra sardina frita. Kerim se puso a comer un gran plato que parecía ser tiras de pescado crudo. Reparó en la mirada de interés de Bond.

—Pescado crudo —informó—. Después de esto tomaré carne cruda y lechuga, y luego un cuenco de yogur. No es que sea caprichoso, pero en otra época me entrené para ser un forzudo de circo profesional. Es una buena profesión en Turquía. El público los adora. Y mi entrenador insistía en que sólo debía comer alimentos crudos. Me habitué a ello. Es bueno para mí —comentó, blandiendo el cuchillo—, pero no pretendo que sea bueno para todo el mundo. Me importa un comino lo que coman los demás, siempre y cuando disfruten con ello. No soporto a los comedores y bebedores tristes.

—¿Por qué decidió no ser forzudo profesional? ¿Cómo se metió en este lío de profesión?

Kerim levantó una tira de pescado ensartada en el tenedor y la desgarró con los dientes. Bebió medio vaso de raki, luego encendió un cigarrillo y se recostó en su asiento.

—Bueno —respondió con una amarga sonrisa—, lo mismo da que hablemos de mí como de cualquier otra cosa. Y usted debe de estar preguntándose: «¿Cómo se metió en el Servicio este hombretón loco?» Se lo contaré, pero abreviando, porque es una larga historia. Si se aburre, hágame callar. ¿De acuerdo?

—Bueno. —Bond encendió un Diplómate y se inclinó hacia delante, apoyado sobre los codos.

—Procedo de Trebisonda. —Kerim observó el humo de su cigarrillo que ascendía en volutas—. Somos una familia numerosa con muchas madres. Mi padre era el tipo de hombre al que las mujeres no pueden resistirse. Todas las mujeres quieren que las secuestren. En sus sueños, ansian que un hombre se las eche sobre el hombro, las lleve a una cueva y las viole. Así actuaba mi padre con ellas. Era un gran pescador y su fama se había propagado por todo el mar Negro. Se dedicaba a pescar peces espada. Son difíciles de atrapar y la lucha con ellos es dura, y mi padre siempre superaba a todos los demás que buscaban estos peces. A las mujeres les gusta que sus hombres sean héroes. Él era una especie de héroe en un rincón de Turquía donde es una tradición que los hombres sean recios. Era un tipo grandote y romántico. Así que podía tener cualquier mujer que quisiera. Él quería tenerlas a todas y a veces mataba a otros hombres para conseguirlas.

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