Desde Rusia con amor (21 page)

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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Podría ser verdad. En su aspecto no había nada que desmintiera su historia. Bond quería que fuese verdadera.

Sonó el teléfono. Era Kerim.

—¿Nada nuevo?

—No.

—En ese caso, lo recogeré a las ocho.

—Estaré a punto.

Bond colgó el receptor y comenzó a vestirse con lentitud.

Kerim se había mostrado firme respecto a la velada. Bond habría preferido quedarse en la habitación y esperar a que se estableciera el primer contacto: una nota, una llamada telefónica, lo que fuera. Pero Kerim había dicho que no. La muchacha se había mostrado intransigente al puntualizar que ella escogería el momento y el lugar que más le convinieran. Sería un error que Bond pareciese un esclavo de la conveniencia de la joven.

—Es una mala política psicológica, amigo mío —había insistido Kerim—. A ninguna chica le gustan los hombres que corren en cuanto ella silba. Podría despreciarlo si estuviese demasiado disponible. Por su expediente y por su rostro, ella esperará que se comporte con indiferencia… incluso con insolencia. Ella querría eso. Lo que desea es hacerle a usted la corte, comprarle un beso —Kerim había hecho un guiño— a esa boca cruel. Es de una imagen que se ha enamorado ella. Compórtese como esa imagen. Represente su papel.

Bond se había encogido de hombros.

—De acuerdo, Darko. Supongo que tiene razón. ¿Qué me sugiere?

—Haga la vida que llevaría normalmente. Ahora márchese al hotel, tome un baño y una copa. El vodka local está bien si lo rebaja con agua tónica. En caso de que no suceda nada, lo recogeré a las ocho. Cenaremos en el local de un gitano amigo mío que se llama Vavra. Es jefe de una tribu. En cualquier caso, tengo que verlo esta noche. Es una de mis mejores fuentes de información. Está averiguando quién intentó volar mi oficina. Algunas de sus chicas danzarán para usted! No sugiero que deban entretenerlo más íntimamente. Usted debe mantener afilada su espada. Hay un dicho que dice: «¡De lo bueno, si poco, dos veces bueno!»

Bond estaba sonriendo al recordar el dicho de Kerim, cuando volvió a sonar el teléfono.

Cogió el receptor. Sólo era para avisarle que había llegado el coche. Mientras bajaba el corto tramo de escalera y se dirigía hacia Kerim, que aguardaba dentro del Rolls, Bond admitió para sí que se sentía decepcionado.

Ascendían hacia la colina lejana a través de los barrios más pobres que se encuentran por encima del Cuerno de Oro, cuando el chófer volvió la cabeza y dijo algo con tono poco concreto.

Kerim le respondió con un monosílabo.

—Dice que una Lambretta viene tras nosotros. Uno de los sin rostro. No tiene ninguna importancia. Cuando quiero, puedo moverme en secreto absoluto. A menudo han seguido a este coche durante kilómetros cuando en la parte trasera había sólo un maniquí. Un coche muy visible tiene su utilidad. Saben que este gitano es amigo mío, pero creo que no entienden por qué. No hay ningún mal en que sepan que vamos a pasar una noche relajada. Un sábado por la noche, con un amigo de Inglaterra, cualquier otra cosa parecería insólita.

Bond se volvió a mirar por la ventanilla trasera y contempló las concurridas calles. Desde detrás de un tranvía que estaba parado, una moto asomó durante un momento y luego quedó oculta por un taxi. Bond dejó de mirar. Reflexionó brevemente acerca de la manera en que los rusos dirigen sus centros de información: con todo el dinero y el equipamiento del mundo, mientras que el servicio secreto británico contaba con sólo un puñado de hombres aventureros y mal pagados para oponerse a ellos, como Kerim, con un Rolls de segunda mano y que se valía de sus hijos para que lo ayudaran. Y sin embargo, Kerim tenía el control de Turquía. Tal vez, a pesar de todo, era mejor el hombre correcto que la máquina adecuada.

A las ocho y media se detuvieron en mitad de una calle empinada de la periferia de Estambul, ante un café al aire libre de aspecto sórdido que tenía unas pocas mesas vacías sobre la calzada.

Detrás del mismo se veían las copas de los árboles que asomaban por detrás de un alto muro de piedra. Salieron del coche y éste se marchó. Esperaron a la Lambretta, pero el zumbido de avispa había cesado y, de inmediato, el vehículo dio media vuelta y descendió la cuesta. Lo único que vieron del motorista fue un atisbo de un hombre bajo y rechoncho con gafas.

Kerim abrió la marcha entre las mesas, hasta el interior del café. Parecía vacío, pero un hombre que estaba detrás de la caja registradora se levantó rápidamente. Cuando vio de quién se trataba, le dedicó a Kerim una blanca sonrisa nerviosa. Algo cayó al piso con estrépito. Salió de detrás del mostrador y los condujo al exterior por la parte trasera, donde atravesaron una extensión de grava hasta una puerta que se abría en el alto muro y, después de llamar con un solo golpe, la abrió con una llave y les hizo un gesto para que pasaran.

Se encontraron en un jardín con mesas hechas con tablones desperdigadas aquí y allá bajo los árboles. En el centro había una pista de baile con piso de terrazo. En torno a la misma se veían sartas de luces de colores, ahora apagadas, sujetas a postes enterrados en el suelo. En el extremo más alejado, ante una larga mesa, unas veinte personas de todas las edades habían estado comiendo, pero acababan de dejar los cuchillos y miraban hacia la puerta. Unos niños habían estado jugando en la hierba que se extendía detrás de la mesa. Ahora, también ellos permanecían callados y observaban. La luna creciente, en tres cuartos de su plenitud, lo iluminaba todo con luz brillante y proyectaba sombras membranosas alrededor de los árboles.

Kerim y Bond avanzaron hacia la mesa. El hombre que estaba sentado a la cabecera de la misma les dijo algo a los demás. Se levantó y acudió a recibirlos. El resto volvieron a ocuparse de su cena y los niños de sus juegos.

El hombre saludó a Kerim con reserva. Permaneció de pie durante un largo momento, dando una explicación que Kerim escuchó con atención, haciendo una pregunta ocasional.

El gitano era una figura teatral e imponente ataviada con ropas macedonias: camisa blanca de mangas anchas, fruncidas en los puños; pantalones bombachos y botas de campaña de cuero blando, con cordones. Sus cabellos eran un enredo de negras serpientes. Un enorme mostacho caído de color negro le ocultaba casi por completo la boca roja de labios llenos. Entre los ojos feroces y crueles descendía una nariz de sifilítico. La luna destellaba en la línea definida de la mandíbula y en los altos pómulos. La mano derecha, que lucía un anillo de oro en el pulgar, descansaba sobre la empuñadura de una daga corta, curvada, enfundada en una vaina rematada por filigranas de plata.

El gitano acabó de hablar. Kerim dijo algunas palabras con acento imponente y al parecer elogioso acerca de Bond, al tiempo que tendía una mano hacia el agente británico, como si fuese el presentador de un club nocturno que anunciara con halagos un nuevo número. El gitano se acercó a Bond y lo escrutó. Hizo una abrupta reverencia. Bond lo imitó. El gitano dijo algunas cosas a través de una sonrisa sardónica. Kerim rió y se volvió hacia Bond.

—Dice que si alguna vez se queda sin trabajo, debe venir a verlo. Le dará un empleo… para domesticar a sus mujeres y matar en su nombre. Es un gran cumplido cuando se le dirige a un
gajo
, un extranjero. Debe responderle algo.

—Dígale que no logro imaginar que necesite ayuda ninguna para esas cuestiones.

Kerim tradujo. El gitano enseñó los dientes con cortesía. Dijo algo, regresó a la mesa y golpeó las palmas entre sí con fuerza. Dos mujeres se levantaron y fueron hacia él. El gitano les habló con aspereza, y ellas volvieron a la mesa, cogieron un gran plato de terracota y desaparecieron entre los árboles.

Kerim cogió a Bond por un brazo y lo apartó a un lado.

—Hemos venido en una mala noche —dijo—. El restaurante está cerrado. Aquí hay problemas familiares que deben ser resueltos… de manera drástica, en privado. Pero yo soy un viejo amigo y nos han invitado a compartir su cena. Será repugnante, pero he pedido que nos traigan raki. Luego podemos observar, pero con la condición de que no intervengamos. Espero que lo entienda, amigo mío. —Kerim apretó un poco más el brazo de Bond—. Con independencia de lo que vea, no debe moverse ni hacer comentarios. Acaba de celebrarse un juicio y va a aplicarse la justicia… la justicia de ellos. Se trata de un asunto de amor y celos.

»Dos muchachas de la tribu están enamoradas de uno de los hijos de Vavra. Se palpa la muerte en el aire. Las dos han amenazado con matar a la otra para conseguir al chico. Si él escoge a una de ellas, la otra amenaza con matarlo a él y a la elegida. Es un
impasse
. Hay muchas discusiones dentro de la tribu. Así que el hijo ha sido enviado a lo alto de las montañas, y las muchachas van a pelear esta noche para resolver el asunto… y van a pelear a muerte. El hijo ha accedido a quedarse con la ganadora. Ellas están ahora encerradas en caravanas separadas. No será algo para estómagos delicados, pero el acontecimiento es notable. Constituye un gran privilegio que nos permitan estar presentes. ¿Lo comprende? Somos
gajos
. ¿Olvidará usted sus nociones del decoro? ¿No intervendrá para nada?

»Si lo hiciera, lo matarían, y probablemente a mí también.

—Darko —replicó Bond—, yo tengo un amigo francés. Se llama Mathis, y es el jefe de la Deuxiéme. Una vez me dijo: «
J'aime les sensations fortes
.» Soy como él. No lo dejaré en mal lugar. Hombres luchando contra mujeres, es una cosa. Mujeres luchando contra mujeres, es otra muy distinta. Pero, ¿qué hay de la bomba? La bomba que estalló en su oficina. ¿Qué le ha dicho sobre eso?

—Fue el jefe de los sin rostro. Él mismo la colocó. Bajaron por el Cuerno de Oro en un bote y él subió por una escalerilla de cuerda y la fijó al muro exterior. Fue sólo por mala suerte para ellos que no me pilló. La operación estaba bien planificada. Ese tipo es un gángster. Un «refugiado» búlgaro llamado Krilencu. Voy a tener que ajusfarle las cuentas. Sabe Dios por qué, de repente, quieren matarme, pero yo no puedo permitir este tipo de molestias. Puede que decida emprender la acción esta noche, más tarde. Sé donde vive. Por si acaso Vavra ya tenía la respuesta, le dije a mi chófer que regresara con todo lo necesario.

Una muchacha ferozmente atractiva, ataviada con un vestido negro anticuado, y que llevaba sartas de monedas de oro en torno al cuello y unos diez brazaletes de oro en cada muñeca, se acercó desde la mesa y le hizo una tintineante reverencia a Kerim. Dijo algo y Kerim respondió.

—Nos llaman a la mesa —explicó—. Espero que sea bueno comiendo con los dedos. Veo que esta noche van todos vestidos con sus mejores galas. Merece la pena casarse con esa muchacha. Lleva mucho oro encima. Es su dote.

Avanzaron hacia la mesa. A ambos lados del gitano jefe habían dejado dos sitios libres.

Kerim profirió lo que sonó como un cortés saludo a los presentes. Le respondieron con un brusco asentimiento de cabeza. Se sentaron. Ante cada uno de ellos había un enorme plato de algún tipo de guisado que despedía un fuerte olor a ajo, una botella de raki, una jarra de agua y un vaso barato. Sobre la mesa se veían más botellas de raki, intactas. Cuando Kerim cogió la suya y se sirvió medio vaso, todos lo imitaron. Kerim le añadió agua y alzó el vaso. Bond hizo lo mismo.

Kerim pronunció un corto y vehemente discurso y todos alzaron sus vasos y bebieron. La atmósfera se relajó un poco. Una mujer anciana que se encontraba sentada junto a Bond le pasó una larga barra de pan y dijo algo. Bond sonrió y dio las gracias. Rompió un trozo de pan para sí y le pasó la barra a Kerim, que estaba picoteando en su guisado con el pulgar y el índice. Kerim cogió la barra de pan con una mano y, al mismo tiempo, se metió un trozo grande de carne en la boca y comenzó a masticar.

Bond estaba a punto de hacer lo mismo cuando Kerim, en voz baja y penetrante, dijo:

—Con la mano derecha, James. La izquierda se utiliza para un solo propósito, entre esta gente.

Bond detuvo la mano izquierda en el aire y la desplazó para coger la botella de raki más cercana. Se sirvió otro medio vaso de raki y comenzó a comer con la derecha. El guisado estaba delicioso, pero humeaba de tan caliente. Bond daba un respingo cada vez que hundía los dedos en él. Todos les observaban comer y, de vez en cuando, la anciana hundía los dedos en el plato de Bond y escogía un trozo de carne para él.

Cuando hubieron limpiado los platos con pan, fue puesto entre Bond y Kerim un cuenco de plata lleno de agua en la que flotaban pétalos de rosa, y un trozo de tela limpia. Bond se lavó los dedos y el grasiento mentón, y se volvió hacia su anfitrión para pronunciar el debido discurso corto de agradecimiento, que tradujo Kerim. Los comensales murmuraron su aprobación. El jefe gitano le hizo una reverencia a Bond y dijo, según Kerim, que detestaba a todos los
gajos
excepto a Bond, a quien se enorgullecía de llamar amigo. Luego dio unas fuertes palmadas y todos se levantaron de la mesa y comenzaron a retirar los bancos y disponerlos en torno a la pista de baile.

Kerim rodeó la mesa hasta donde estaba Bond, y se alejaron juntos.

—¿Qué tal se siente? Han ido a buscar a las dos muchachas.

Bond asintió con la cabeza. Estaba disfrutando de la velada. El escenario era hermoso y emocionante: la luna blanca que resplandecía sobre el círculo de figuras que estaban acomodándose en los bancos, el destello del oro o las piedras preciosas cuando alguien se movía, el resplandeciente círculo de terrazo y, alrededor, los silenciosos árboles como centinelas que hacían guardia con sus negras faldas de sombra.

Kerim condujo a Bond hasta un banco donde el jefe gitano se encontraba sentado a solas.

Ocuparon puestos a su derecha.

Un gato negro de ojos verdes atravesó la superficie de terrazo y se reunió con un grupo de niños que permanecían sentados en silencio, como si alguien estuviese a punto de subir a la pista de baile para impartirles una lección. El animal se sentó y comenzó a lamerse el pecho.

Allende el alto muro, relinchó un caballo. Dos gitanos miraron por encima del hombro en dirección al sonido, como si interpretaran el grito del caballo. Desde la calle llegó el argentino tintineo de un timbre de bicicleta que descendía la cuesta a toda velocidad.

El pesado silencio fue roto por el sonido metálico de un cerrojo que se descorría. La puerta del muro se abrió estrepitosamente y dos muchachas que bufaban y peleaban como gatas la traspasaron a toda velocidad, corrieron por la hierba y subieron a la pista.

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