Desde Rusia con amor (20 page)

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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

—¿De dónde diablos ha sacado eso, Darko?

—De la marina turca. Excedentes de guerra. —El tono de voz de Kerim no invitaba a hacer más indagaciones—. Ahora, el departamento Q de Londres está intentando inventar algo para pertrechar el condenado trasto con equipo de sonido. No va a resultar fácil. El objetivo de la parte superior de esto no es mayor que el extremo de un encendedor de cigarrillos. Cuando lo subo, queda al nivel del suelo de la habitación donde están ellos. En el rincón de la sala por donde sale, hemos abierto un agujero de cueva de ratones. Lo hicimos bien. En una ocasión, cuando vine aquí a echar un vistazo, lo primero que vi fue una trampa grande para ratones con un trozo de queso encima. Al menos parecía grande a través del objetivo. —Kerim profirió una breve carcajada—. Pero no queda el espacio suficiente para añadir un micrófono a lo largo del objetivo. Y no hay ninguna esperanza de poder meterse otra vez ahí para hacer más arreglitos en la estructura del edificio. La única manera que tuve de conseguir instalar este trasto fue hacer que mis amigos del ministerio de Obras Públicas sacaran a los rusos de ahí durante unos días. La historia que se les contó fue que el tranvía que sube por la cuesta estaba dañando los cimientos de las casas a causa de las vibraciones. Había que echarles un vistazo. Me costó unos centenares de libras esterlinas en los bolsillos correctos. Los de Obras Públicas inspeccionaron media docena de edificios a ambos lados de éste, y declararon que no había peligro. Para entonces, mi familia y yo habíamos terminado los trabajos de construcción. Los rusos estaban tan suspicaces como el demonio.

»Supongo que cuando volvieron peinaron el lugar de una punta a otra en busca de micrófonos, bombas y demás. Pero ese truco no podemos usarlo una segunda vez. A menos que al departamento Q se le ocurra algo muy inteligente, tendré que contentanne con no apartar los ojos de ellos. Uno de estos días me proporcionarán algo de utilidad; Interrogarán a alguien en quien estemos interesados o algo por el estilo.

Junto al alojamiento del periscopio, abierto en el techo del nicho, había una burbuja colgante de metal, dos veces más grande que un balón de fútbol.

—¿Qué es eso? —preguntó Bond.

—La mitad inferior de una bomba… una bomba grande. Si a mí me sucediera cualquier cosa, o si estallara la guerra con Rusia, esa bomba sería activada por radiocontrol desde mi oficina. Es triste —Kerim no parecía triste—, pero me temo que mucha gente inocente moriría junto con los rusos. Cuando hierve la sangre, los hombres son tan insensibles como la naturaleza misma.

Kerim había estado limpiando el visor protegido que había entre las dos asas que sobresalían a ambos lados de la base del periscopio. Ahora miró su reloj, sé inclinó, aferró las dos asas y las hizo ascender lentamente hasta la altura de su mentón. Se produjo un siseo hidráulico cuando la barra del periscopio ascendió deslizándose dentro de su vaina de acero incrustada en el techo del nicho. Kerim inclinó la cabeza para mirar por el visor y fue subiendo con lentitud las asas hasta que pudo ponerse de pie. Giró suavemente. Enfocó el objetivo y llamó a Bond.

—Los seis están ahí.

Bond se acercó y cogió las asas.

—Écheles una buena mirada —pidió Kerim—. Yo ya los conozco, pero será mejor que usted grabe sus caras en la memoria. El que está en la cabecera de la mesa es el director residente. A su izquierda se encuentran sus dos adjuntos. Ante ellos están los tres nuevos. El último que llegó, que parece un tipo bastante importante, se encuentra a la derecha del director. Si hacen cualquier cosa que no sea hablar, dígamelo.

El primer impulso de Bond fue decirle a Kerim que no hiciera tanto ruido. Era como si estuviera en la habitación con los rusos, como si se hallara sentado en el rincón, como un secretario, quizá, tomando notas taquigráficas de la reunión.

El gran angular que abarcaba toda la estancia, diseñado para ver aviones además de barcos, le daba una imagen curiosa: una vista de ratón de un bosque de piernas bajo el borde exterior de la mesa, y varios aspectos de las cabezas que pertenecían a esas piernas. El director y sus dos colegas los veía con claridad: serios rostros rusos aburridos, cuyas características memorizó Bond. Estaba el atento rostro profesional del director, con sus gafas, sus mejillas chupadas, frente ancha y cabello ralo peinado hacia atrás. A su lado había un rostro cuadrado e inexpresivo con profundos surcos a ambos lados de la nariz y cabello castaño claro cortado en forma de cepillo, a cuya oreja izquierda le faltaba un trozo. El tercer miembro del personal permanente tenía un semblante ingenioso estilo norteamericano con brillantes ojos inteligentes color almendra. Era el que hablaba en ese momento. Adoptaba una falsa expresión de humildad. En su boca relumbraba el oro.

Bond podía ver menos detalles de los tres visitantes. Estaban de espaldas a él, y sólo el perfil del más cercano, y presumiblemente el más joven, se veía con claridad. También la piel de este hombre era oscura. También él sería de una de las repúblicas del sur. Tenía la mandíbula mal afeitada y el ojo que se le veía era bovino y apagado bajo una gruesa ceja castaña. Su nariz era carnosa y porosa. Su labio superior, largo, formaba parte de una boca de expresión resentida bajo la cual podía verse el comienzo de una papada. Llevaba el grueso cabello negro muy corto, hasta tal extremo que la mayor parte de la nuca y el arranque de la cabeza parecían casi azules hasta la altura de las puntas de las orejas. Era un corte de pelo militar hecho con máquina.

Los únicos detalles que servían para individualizar al hombre que estaba a su lado eran un hinchado forúnculo en la gorda nuca calva, un traje azul brillante y unos zapatos marrones muy lustrados. Permaneció inmóvil durante todo el rato que Bond estuvo mirando y, al parecer, no habló en ningún momento.

Ahora, el visitante de más edad, que estaba sentado a la derecha del director, se acomodó en el asiento y comenzó a hablar. Era una cara de cortes abruptos con huesos grandes y mentón prominente bajo un espeso bigote castaño cortado al estilo de Stalin. Bond podía ver un frío ojo gris bajo una enmarañada ceja y una frente baja coronada por grueso pelo castaño entrecano. Era el único hombre que estaba fumando. Chupaba constantemente una diminuta pipa de madera en cuya cazoleta había colocado un cigarrillo a medio consumir. De vez en cuando sacudía la pipa a un lado para que la ceniza cayera al piso. Su perfil transmitía más autoridad que cualquiera de los otros rostros, y Bond supuso que era un oficial superior enviado desde Moscú.

A Bond estaban cansándosele los ojos. Hizo girar las asas con suavidad y echó una mirada por el resto de la oficina hasta donde se lo permitían los borrosos bordes desiguales de la cueva de ratones. No vio nada de interés: dos archivadores color verde oliva, una percha para sombreros junto a la puerta —en la cual contó seis sombreros de fieltro grises más o menos iguales—, y un aparador con una gran garrafa de agua y algunos vasos. Bond se apartó del visor mientras se frotaba los ojos.

—Si pudiéramos oírles… —comentó Kerim sacudiendo la cabeza con aire triste—. Eso valdría su peso en diamantes.

—Solucionaría muchos problemas —convino Bond—. Por cierto, Darko —prosiguió—, ¿cómo llegó hasta este túnel? ¿Para qué fue construido?

Kerim se inclinó, echó un rápido vistazo a través del periscopio y se incorporó.

—Es un canal de desagüe perdido del Salón de las Columnas —respondió—. El Salón de las Columnas es ahora un lugar de visita turística. Está encima de nosotros, en la parte alta de Estambul, cerca de Santa Sofía. Se construyó hace un milenio como reserva de agua en caso de asedio. Es una cisterna subterránea enorme, de cien metros de largo y más o menos la mitad de ancho. Lo construyeron para contener millones de litros de agua. Fue redescubierto hace cuatrocientos años por un hombre llamado Gyllius. En una ocasión leí su relato del hallazgo.

»Decía que en invierno lo llenaban con «una gran tubería que hacía un ruido imponente». A mí se me ocurrió que podría haber otra «gran tubería» para vaciarlo con rapidez en caso de que la ciudad cayera en manos del enemigo. Acudí al Salón de las Columnas, soborné al guarda y remé entre las columnas durante toda una noche en un bote salvavidas con uno de mis chicos.

»Revisamos las paredes con un martillo y una sonda acústica. En un extremo, en el punto más probable, se produjo un sonido a hueco. Le pagué más dinero al ministro de Obras Públicas, y él cerró el lugar durante una semana… «por limpieza». Mi pequeño equipo estuvo muy atareado.

—Kerim volvió a agacharse para mirar por el visor, y continuó—. Excavamos en la pared por encima del nivel del agua y salimos a la parte superior de un arco. El arco era el comienzo de un túnel. Nos metimos en el túnel y descendimos por él. Fue bastante emocionante no saber adonde íbamos a salir. Y, por supuesto, descendía la colina en línea recta, pasando por debajo de la Calle de los Libros, donde los rusos tienen su central, y continuaba hasta salir al Cuerno de Oro, junto al Puente Gálata, a veinte metros de distancia de mis almacenes. Así que tapamos el agujero que habíamos hecho en el Salón de las Columnas y comenzamos a cavar desde nuestro lado. Eso fue hace dos años. Nos llevó un año y muchos trabajos de inspección llegar justo debajo de los rusos.

—Kerim se echó a reír—. Y supongo que ahora, uno de estos días, los rusos decidirán trasladar sus oficinas. Para entonces, espero que el jefe del puesto T sea algún otro.

Kerim se inclinó sobre el visor de goma. Bond vio que se tensaba. Kerim dijo, con tono de urgencia:

—La puerta está abriéndose. Rápido. Mire usted. Ahí llega ella.

Capítulo 17
Matando el tiempo

Eran las siete de esa misma tarde y James Bond estaba de regreso en su hotel. Había tomado un baño caliente y una ducha fría. Pensaba que al fin se había arrancado el olor a zoológico de la piel.

Vestido sólo con un pantalón corto, se encontraba sentado ante una de las ventanas de su habitación, bebiendo vodka con tónica y contemplando el núcleo de la trágica puesta de sol sobre el Cuento de Oro. Pero sus ojos no veían la rasgada tela de oro y sangre que flotaba tras el escenario de minaretes debajo del cual había captado su primer atisbo de Tatiana Romanova.

Estaba pensando en la hermosa muchacha alta que, con los largos pasos de una bailarina, había entrado por la puerta gris amarillento con una hoja de papel en la mano. Se había detenido junto al jefe y le había entregado el papel. Todos los hombres habían alzado la mirada hacia ella.

La joven, ruborizada, había bajado los ojos. ¿Qué significaba aquella expresión en los rostros de los hombres? Era algo más que la manera en que algunos hombres miran a las muchachas hermosas. Habían manifestado curiosidad. Era algo razonable. Querían saber qué decía el mensaje, por qué los interrumpían. Pero, ¿qué más? Había socarronería y desprecio… la forma en que la gente mira a las prostitutas.

La escena había sido rara, enigmática. Esta gente formaba parte de una organización paramilitar muy disciplinada. Eran oficiales en servicio activo, cada uno de los cuales desconfiaría de todos los demás. Y aquella joven era sólo un miembro del personal, con grado de cabo, que en ese momento realizaba una tarea rutinaria. ¿Por qué todos ellos, sin la más mínima consideración, la habían mirado con inquisitivo desprecio… casi como si se tratara de una espía que había sido descubierta y estuviera a punto de ser ejecutada? ¿Acaso sospechaban de ella? ¿Se había delatado ella misma de alguna manera? Pero eso parecía menos probable a medida que la escena continuaba. El director residente leyó el mensaje y los otros hombres apartaron los ojos de la muchacha para posarlos sobre él. Este dijo algo, presumiblemente repitiendo el texto del mensaje, y ellos le devolvieron una mirada taciturna, como si el tema no les interesara. Luego el director residente alzó la vista hacia la joven y las miradas de los demás siguieron la misma dirección. Dijo algo con una expresión cordial, interrogante. La muchacha sacudió la cabeza y respondió con una frase breve. Recién entonces, los otros hombres parecieron interesados. El director preguntó algo. La muchacha se puso muy roja y asintió, mirándolo a los ojos con aire de obediencia. Los demás hombres le dedicaron sonrisas de aliento, socarronas quizá, pero con aprobación. Allí no había ninguna sospecha. No había condena. La escena concluyó con unas pocas frases del director, a las que la muchacha pareció responder con el equivalente de «sí, señor», para luego volverse y salir de la habitación. Cuando hubo salido, el director dijo algo con aire de ironía, y los hombres rieron de buena gana y la expresión socarrona reapareció en sus caras, como si lo que acababa de decir fuese una obscenidad. Luego volvieron a su trabajo.

A partir de ese momento, durante el camino de regreso por el túnel y más tarde, en la oficina de Kerim, mientras comentaban lo que él había visto, Bond había estado estrujándose el cerebro en busca de una solución para este estúpido rompecabezas; ahora, contemplando la puesta de sol sin mirarla, continuaba perplejo.

Bond acabó la bebida y encendió otro cigarrillo. Apartó el problema a un lado y centró sus pensamientos en la muchacha.

Tatiana Romanova. Una Romanov. Bueno, ciertamente tenía el aspecto de una princesa rusa, o el de la idea tradicional de una de ellas. El cuerpo alto, de huesos finos, que se movía con tanta gracilidad y permanecía de pie con tal perfección. La espesa mata de cabello largo hasta los hombros y la tranquila autoridad de su perfil. La maravillosa cara estilo Garbo con su curiosa serenidad tímida. El contraste entre la auténtica inocencia de los grandes ojos de un azul profundo y la apasionada promesa de la boca grande. Y la manera en que se había sonrojado, y el modo en que las largas pestañas habían descendido sobre los ojos bajos. ¿Había sido eso el remilgo de una virgen? Bond pensaba que no. En los orgullosos pechos y en la insolencia que marcaba los movimientos rítmicos de la muchacha, había la confianza que confiere el haber sido amada: la afirmación abierta de un cuerpo que sabe para qué puede servir.

Basándose en lo que Bond había visto, ¿podía creer que era el tipo de joven capaz de enamorarse de una fotografía y un expediente? ¿Cómo podía saberse? Una muchacha así tendría una naturaleza profundamente romántica. Había sueños en aquellos ojos y aquella boca. A esa edad, veinticuatro años, la máquina soviética no habría destrozado aún sus sentimientos más íntimos. La sangre Romanov también podría haber generado un anhelo por otros hombres que no fueran el moderno oficial soviético que podría conocer: serio, frío, mecánico, básicamente histérico y, debido a la educación del Partido, infernalmente aburrido.

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