Authors: Megan Maxwell
—Niall —susurró Megan al ver que se alejaba—, no te preocupes. Estoy bien.
—Dudo mucho lo que dices —contestó observando su triste mirada mientras volvía el color a su cara—. Por favor, dime qué pasa.
—Le mentí —admitió para ver cómo Niall levantaba la ceja igual que su hermano—. Le dije que Anthony, el hombre que encontramos herido, había huido de unos ladrones. Cuando en verdad Anthony es como yo, medio inglés, y estaba en esa situación porque su cuñado había intentado matarle al enterarse de que por sus venas corría sangre inglesa.
—¿Y cómo sabes tú todo eso? —preguntó Niall observando que su hermano les miraba.
—Él me lo contó —respondió—. Yo pensé que si lo descubríais le abandonaríais para que muriera en el camino. Tu hermano se enteró y por eso me odia.
Al escuchar aquello, Niall lo comprendió todo. Duncan odiaba la mentira. Su relación con Marian le había dejado muy marcado.
—Megan, tu padre es inglés y nunca te abandonamos. No somos unos monstruos —señaló viendo cómo ella asentía—. Mi hermano no soporta la mentira. Pero, tranquila, no te odia.
—¡Claro que no sois unos monstruos! —se disculpó mirándole—. Todavía no sé por qué no dije algo. Quizás estoy tan acostumbrada a ocultar mi propia identidad que, cuando Anthony me reveló la suya, simplemente hice lo mismo.
—Escúchame —dijo viendo que Duncan volvía hacia ellos—, dale tiempo. Le conozco. Se le pasará y…
—¿Secretitos entre mi hermano y mi mujer? —bufó poniéndose entre los dos.
—Le hablaba del abuelo Marlob —disimuló Niall. Echándose hacia atrás, preguntó—: Hermano, ¿existe algún problema por hablar con mi cuñada?
Duncan iba a responder, pero alguien pronunció su nombre.
—¡Duncan! —gritó de pronto Zac apareciendo a su lado—. ¿Puede venir Megan un momento a mi mesa? Quiero enseñarle lo que me has regalado.
—¿Te ha hecho un regalo mi hermano? —bromeó Niall tocando la cabeza del muchacho mientras Duncan se sentaba en su sitio.
—Me regaló una daga de guerrero —asintió el niño, encantado, mientras Duncan examinaba a Megan. Ya no llevaba los puntos en la frente y estaba un poco pálida—. Pero me la cuida Ewen. Duncan cree que todavía soy demasiado pequeño para ir con ella encima.
—¿La daga es de empuñadura rayada y grabada? —preguntó Megan con una sonrisa, consiguiendo que el corazón de Duncan latiera con fuerza.
—Sí —exclamó el niño con felicidad—. Es muy parecida a la que Mauled y el abuelo te regalaron. Duncan hizo grabar mi inicial al herrero.
—Megan, ve con él —dijo Duncan. Cuando ella comenzó a levantarse, la agarró del brazo con fuerza y le susurró atrayendo su rostro hacia el de él—: Es más, puedes quedarte el resto de la noche con tu hermano en su mesa.
—Gracias,
laird
—indicó con gesto serio y se marchó.
De la mano del niño, Megan llegó hasta la mesa, donde Myles, Ewen y Mael rápidamente hicieron un hueco para que ella se sentara. Duncan, sin quitarle la vista de encima, vio cómo Zac, entusiasmado, le enseñaba la daga y ella, emocionada, sonreía y le abrazaba.
—¿Sabes, hermano? Eres rematadamente tonto si permites que Megan deje de sonreír —señaló Niall antes de levantarse.
Poco después, entró en el enorme salón un grupo de mujeres de miradas y cuerpos insinuantes. Los guerreros, al verlas, silbaron y gritaron encantados. Eran las mismas que Megan había visto a su llegada. Contoneando sus caderas fueron hasta la mesa presidencial, donde desplegaron todos sus encantos alrededor de Kieran, McPherson, Duncan y Lolach.
Con curiosidad, Megan miró la escena. Estuvo a punto de lanzar su daga cuando vio cómo una mujer de grandes pechos, ojos azabache y pelo negro se restregaba contra la ancha y fornida espalda de Duncan, para luego decirle algo al oído y ambos sonreír. ¿Qué le habría dicho?
Shelma, que se había levantado para ver la daga de su hermano, con gesto serio se cruzó de brazos molesta al ver cómo Lolach sonreía a la pelirroja que le hacía morritos para atraer su atención.
—Vaya, ¡llegaron las fulanas de la aldea! —exclamó Shelma intentando atraer la mirada de su marido, que seguía sin mirarla.
—Tú lo has dicho —susurró Megan obligándose a no mirar. Aquel espectáculo no le gustaba nada. Conociendo a su marido, se regocijaría en atenciones a la fulana, y más estando ella delante.
En ese momento, se escuchó el ruido de unos platos al caer al suelo. Al volver la cara, Megan vio que Mary, avergonzada, pedía disculpas a una de las mujeres mientras intentaba recoger el estropicio. Pero su sangre se calentó cuando vio cómo una de las furcias le daba un bofetón a Mary haciéndola caer al suelo. Sin pensárselo dos veces, Megan saltó como una gata salvaje hasta situarse junto a la pobre criada, que, avergonzada, continuaba tirada en el suelo con los ojos anegados de lágrimas.
—Mary, ¿estás bien? —preguntó preocupada ayudándola a levantarse, sin percatarse de que todo el mundo las miraba, en especial Duncan, que se había levantado para seguirla con la mirada al verla correr.
Varios criados se acercaron para recoger rápidamente los destrozos.
—Milady
—susurró la criada, nerviosa al verse convertida en el centro de atención—, no os preocupéis por mí. Soy muy torpe y a veces las cosas se me caen.
—Eso no justifica que nadie tenga que ponerte la mano encima —dijo mirando con odio hacia la mujer que le había pegado.
—¡Además de fea, eres una torpe! —gritó la fulana a la criada.
—No vales para nada, Mary —afirmó otra de ellas.
—¡Basta ya! —indicó Kieran, que de pronto se había colocado junto a ellas.
—Sabina —se mofó la morena que momentos antes compartía risas con Duncan—, la atontada esa que no vale para nada te ha puesto perdida de ciervo.
Harta de escuchar cómo aquellas fulanas arremetían contra la pobre criada, Megan no pudo más y con cara de pocos amigos se dirigió a la morena.
—¿A ti nadie te ha enseñado que a las personas no se las debe tratar así?
Kieran la miró sorprendido. Acababa de descubrir un nuevo encanto en aquella mujer.
—¿Me hablas a mí? —preguntó la morena con una significativa sonrisa.
—A ti y a tu amiga —asintió Megan acercándose lentamente con las manos en las caderas—. ¿Qué clase de personas sois, tratando así a la pobre Mary?
Las fulanas, al escucharla, se carcajearon con desagrado.
—Veo que ya te has bañado y quitado la mugre del camino —dijo la morena mirando a Duncan, que no movió un músculo.
Estaba hechizado por el coraje de su mujer, aunque la morena creyó que no se movía porque la suerte le acompañaba a ella.
—Y yo veo que tienes una lengua muy larga, aparte de llevar escrita la palabra fulana en la frente. —Al decir aquello todo el mundo murmuró y Megan, con gesto duro, continuó—: Es más. Hemos visto todos cómo buscas descaradamente con quién compartir lecho esta noche.
—Mi lecho ya tiene dueño esta noche y muchas más. —La morena miró a Duncan. Acercándose con descaro a Megan, dijo con malicia—: Lo compartimos cada vez que viene y lo pasamos muy bien. Le doy lo que busca y él me da a mí lo que necesito; por ello,
milady
, esta noche —le susurró al oído enfureciéndola— dormirás sola.
Deseando cogerla por el cuello, Megan cerró los ojos. No podía rebajarse a la vulgaridad de aquella fulana. Zac estaba delante. Pero la furia que crecía en ella era tan enorme que no sabía si la iba a poder controlar.
—Por mí como si te lo quedas el resto de tu vida —respondió con dignidad haciéndose oír por su hermana, Niall y Kieran.
—Oh…, Dios mío —susurró Shelma mirando a Niall. Conocía a su hermana y sabía que aquello podía acabar fatal, por lo que poniéndose junto a ella gritó—: ¡Tú, mujerzuela! Te recuerdo que estás hablando con la mujer del
laird
McRae. Cuida tus modos si no quieres tener problemas.
Al escuchar aquello, las fulanas miraron a su
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McPherson, que, dando un resoplido incómodo y al comprobar que Duncan no decía nada, indicó con un gesto que se marcharan. Molestas las fulanas por aquella batalla perdida, tras una retadora mirada a las hermanas, dieron la vuelta con la intención de marcharse. Pero Megan, que estaba rabiosa, no se lo permitió.
—¡Sabina! —rugió haciendo que todos la mirasen de nuevo—. Antes de marchar, pide disculpas a Mary.
—Milady
—gimió la criada mientras el resto del servicio la miraba con admiración—, no es necesario, yo estoy bien.
—Sí es necesario —asintió Megan que, al ver que Sabina sonreía, la asió del brazo y dijo—: O vas ahora mismo, y ante todos pides perdón a Mary, o te juro por la tumba de mis padres que esta noche es la última que ves la luna.
Aquella amenaza provocó un murmullo general.
—¡Por todos los santos celtas! —murmuró McPherson al escucharla—. No quisiera ser yo enemigo de tu mujer.
Con el pecho henchido de orgullo, Duncan la observó. Pero, consciente de lo enfadado que estaba con ella, continuó sin moverse del sitio.
—¡Vaya carácter! —exclamó Myles dando un codazo a Niall, que estaba sorprendido por el cambio de actitud de su cuñada. De parecer la mujer más triste del mundo había pasado a ser la más impetuosa que hubiera conocido.
Pero las fulanas, en especial Sabina, no daban su brazo a torcer.
—¡Sabina! —volvió a gritar Megan, que con un rápido movimiento de faldas hizo aparecer en su mano la daga que siempre la acompañaba—. No soy persona de mucha paciencia, y en mi tierra se me conoce como la Impaciente —amenazó mientras jugaba con la daga entre sus manos—. Ten por seguro que hoy mi paciencia ya está acabada.
—Te pido disculpas, Mary —dijo por fin la fulana, asustada y roja de rabia.
La morena, llamada Berta, tras chasquear la lengua ante lo que acababa de ocurrir, salió del salón seguida por las otras mujeres, provocando una carcajada general, incluida la del
laird
McPherson.
—Gracias,
milady
—le susurró Mary cogiéndola de las manos.
Al escucharla, Megan le dio un beso en la mejilla. Arremangándose la falda, se guardó la daga y le dedicó una cariñosa sonrisa.
—¡Cuñada! —dijo Niall acercándose a ella—. En la próxima batalla que libre, te quiero como compañera. ¿Quién te enseñó a mover la daga entre los dedos de esa manera?
Sonriendo a su cuñado y a todos los que levantaban su cuenco de cerveza para brindar por ella, Megan, clavando sus oscuros ojos en su marido, que la observaba con una mirada feroz, le contestó:
—Alguien que si pudiera te la clavaría por alejarte de ella.
—¡Por todos los santos! —exclamó Nial, sorprendido—. ¿Ella?
—Nunca menosprecies la valía de una mujer —señaló Megan sonriendo—. Gillian me enseñó a mover la daga y yo, a cambio, le enseñe a manejar la espada.
En la mesa principal, todos hablaban de lo ocurrido. Duncan seguía con la mirada a Kieran, que se acercó a Megan y, tras besar su mano, dijo algo que la hizo sonreír.
—¡Por san Fergus, Duncan! Te has buscado a una mujer con mucho carácter —rio McPherson mirando a su amigo—. Dudo mucho que dejaras que alguien te la arrebatara. ¿En serio la llamaban la Impaciente?
—No lo dudes —asintió ardiendo de deseo por besarla mientras observaba cómo ella besaba a Zac—. McPherson, no lo dudes.
Por la noche, cuando Megan vio a Shelma desaparecer con su marido, sintió una pequeña punzada de celos. La dicha de su hermana le agradaba, pero su propia infelicidad la carcomía por dentro. Nerviosa por los acontecimientos del día, el cansancio comenzó a vencerla. Con deleite pensó en la amplia cama que había en la habitación. ¡Una cama! Por fin iba a dormir en un sitio blandito, y no en el suelo, como llevaba haciendo desde que salieran de Dunstaffnage.
Una vez que se aseguró de que Zac estaría bien custodiado, miró a su alrededor buscando a Duncan, pero él había desaparecido.
«Seguro que está con su fulana», pensó sintiendo cómo la cólera se apoderaba de su cuerpo. Con ira se acercó a una de las mesas, agarró un vaso y una jarra de cerveza, y echó un buen trago. Beber no era bueno para olvidar, decía su abuelo, así que prefirió desear buenas noches a Niall y a algunos de los guerreros McRae, para subir por la estrecha y curvada escalera. Su cabeza la traicionaba con imágenes de Duncan y la morena retozando en algún lugar.
—La tristeza de vuestros ojos, ¿a qué se debe? —preguntó Kieran apareciendo de entre las sombras.
—¿A qué os referís? —preguntó ella alejándose de aquel joven.
—No voy a hacer nada que no queráis,
milady
—sonrió como un lobo con los ojos vidriosos por la bebida.
Ella asintió.
—Me parece bien, así no haré nada que vos me obliguéis —respondió poniendo todos sus sentidos alerta.
—Milady
, esta noche me habéis hecho envidiar a Duncan por primera vez en mi vida.
—¿A qué se debe esa envidia?
—Sólo pensar en cómo él debe de disfrutar de vos en el lecho, me encela.
Aquel comentario estaba fuera de lugar y Megan se enfadó.
—¿Cómo os atrevéis a…?
—Porque sois deliciosa y lo delicioso me gusta —dijo el hombre aplastándola contra la pared. Inmovilizándole las manos, llevó su boca contra la de ella. El beso fue breve. Megan, sin amilanarse, le propinó un rodillazo a la altura de los testículos, haciéndole retroceder blanco y encogido de dolor.
—No volváis a intentarlo, o juro que os mataré —advirtió con seriedad, y señalándole con el dedo dijo—: Esto no ha ocurrido nunca. No quisiera tener más problemas de los que tengo por culpa de un imbécil como vos.
Una vez dicho aquello, continuó subiendo las escaleras, dejándole en el suelo casi sin resuello.
Al entrar en su habitación, encontró silencio y un maravilloso fuego en el hogar que reconfortó sus nervios. Atraída por las llamas, se sentó encima de una mullida piel que alguien había colocado frente al hogar, sin percatarse de que unos ojos salvajes la observaban en silencio desde la cama.
Duncan, hechizado por la suavidad que las llamas reflejaban en la piel de su mujer, procuró no hacer ningún ruido que la asustara. La noche había sido una larga tortura. Tener a Megan tan cerca y no gozar de sus comentarios, de sus sonrisas o de sus besos le había enloquecido de celos. Pero ahora estaba allí, callada y pensativa ante el fuego, mientras con sus manos se recogía, mechón a mechón, el azulado cabello. ¡Cómo le gustaba su color, su olor, su tacto! Pero, realmente, ¿qué no le gustaba de su mujer?