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Authors: Megan Maxwell

Deseo concedido (29 page)

—¡¿Estás loca?! —gritó Shelma acercándose al pozo para cogerla del brazo, pero su hermana se soltó de un tirón—. Espera que traigamos la soga y te atemos a ella para bajar. Sin nada, puedes matarte.

—Shelma, ¿recuerdas la angustia que pasaste cuando caíste al pozo de Mauled? —Ella asintió asustada—. ¡Pues, cállate! Un niño y su madre están ahí abajo y alguien tiene que ayudarlos.

—Milady
—dijo un anciano—. Esperad, bajaré yo.

—Ni hablar —negó con la cabeza Megan—. Mis brazos son más fuertes para agarrarme, pero sí necesitaré que traigáis pieles. Cuando salgamos, las necesitaremos para taparnos, ¿de acuerdo?

—Aquí las tendré,
milady
—asintió el hombre.

Shelma se retorcía las manos con nerviosismo.

—Que alguien vaya a buscar una cuerda fuerte, ¡ya! —les gritó Megan mientras con cuidado buscaba dónde agarrarse.

—Ve a la fortaleza y busca a Myles o a Mael —gritó Shelma a una mujer sin percatarse de que era Sabina, la furcia de la noche anterior, que salió corriendo asustada, pero a su casa en lugar de ir al castillo. ¡No pensaba ayudar a la mujer que la noche anterior la había avergonzado!

Shelma miraba cómo su hermana bajaba y la oscuridad poco a poco se la tragaba.

—¿Vas bien?

—Sí, tranquila —asintió Megan.

En un par de ocasiones, le fallaron los pies y las manos, pero poco a poco sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Con cuidado fue clavando la daga a la piedra del pozo y bajando. De pronto, una mano se le resbaló y notó cómo algo punzante rajaba su piel del brazo.

—¡Maldita sea! ¡Qué dolor! —Se mordió los labios al tiempo que escuchaba los sollozos del niño—. Tranquilo, Joel, ya llego.

La arenilla del pozo le entraba en los ojos y sintió cómo se le ponía la carne de gallina al sentir la humedad y el frío. Al mirar hacia abajo, distinguió al niño agarrado a una piedra, pero la madre flotaba intentando no hundirse.

—¡Dios mío! —susurró. Sin pensárselo, se dejó caer al agua para agarrar a la mujer mientras gritaba—: Joel, no te preocupes. Ahora mismo nos sacan de aquí.

Con las manos doloridas y ensangrentadas, se agarró como pudo de una piedra y, sacando fuerzas de donde no las tenía, clavó la daga en la pared y arrastró a la mujer con ella.

—Tranquila. Agárrate aquí.

—Milady
, mi hijo —susurró la mujer a punto de perder la consciencia.

—Joel está bien —dijo dolorida. La herida de su brazo sangraba, pero ya la curaría. Ahora necesitaba que la mujer no se desmayara—. ¿Cómo te llamas?

—Lena —murmuró la mujer cerrando los ojos, mientras los dientes le castañeteaban.

—¡Lena! Soy Megan, la mujer del
laird
McRae —gritó zarandeándola mientras tintaba de frío—. Necesito que me ayudes. ¡No cierres los ojos! Si te desmayas, no tendré fuerzas para agarrarte a ti y a Joel. ¡Por favor! No los cierres. Aguanta hasta que lleguen, no tardarán.

—Lo intentaré,
milady
—asintió la mujer.

En el exterior, un gentío cada vez más numeroso se arremolinaba alrededor del pozo. Shelma miraba a su alrededor desesperada. ¿Dónde estaría la ayuda?

—¿Qué ocurre? —preguntó Anthony, el inglés herido.

—Anthony —susurró Shelma, temblorosa—. Una mujer y su hijo han caído, y Megan ha bajado para ayudarles, pero la oí caer y no me habla. ¡Oh, Anthony!

Con celeridad Anthony se asomó al pozo, y al no ver nada se volvió hacia el gentío que miraba con cara angustiada.

—¡Una cuerda, maldita sea! —gritó el hombre. Al ver que nadie acudía, corrió hacia la fortaleza, donde encontró a Myles y al resto, que al ser alertados corrieron hacia el pozo con una larga cuerda.

Con gesto de preocupación, Shelma los vio llegar.

—Rápido, Myles —chilló Shelma, blanca por el miedo—. Echa la soga para que mi hermana pueda subir.

—¡Milady
! —gritó Myles, mientras Mael apartaba a la gente del pozo para que quedara espacio.

—¡Myles! —respondió Megan desde la oscuridad, agotada de sujetarse con una mano a la pared y agarrar con la otra a la mujer—. Echa la cuerda. Ataré a la mujer. Tirad de ella con cuidado. Luego volved a echarla para sacar al niño. ¡Rápido!

—Traed pieles o mantas —exigió Anthony.

—Aquí las tenéis —respondió un anciano llegando junto a él.

Con cuidado, Myles, Mael y Anthony fueron subiendo poco a poco a la mujer, que al ver la luz finalmente se desmayó.

—Mi palito —pidió el niño. Megan, al mirarle, sonrió. Cruzando el pozo a nado, cogió el palo y se lo entregó, ganándose una encantadora y mellada sonrisa.

—Caíste al pozo por esto, ¿verdad? —El niño, tiritando como ella, asintió—. Tienes que prometerme que nunca más volverás a colgarte de la pared del pozo. ¡Es muy peligroso! Esta vez te he podido sacar, pero, si vuelves a caer, quizá yo no esté aquí para salvarte. —El niño volvió a asentir, mientras la cuerda caía de nuevo a su lado—. Ahora ven —y comenzó a atarle la soga alrededor del cuerpo, notando cómo sus manos le fallaban por el frío y el dolor—. Ahora, agárrate a la cuerda. Nos vemos arriba, ¿de acuerdo?

El niño asintió.

—Myles —gritó, aunque su voz era más suave—. ¡Tira!

Esta vez, sin mucho esfuerzo, el niño salió del pozo.

McPherson y sus invitados llegaban en aquel momento a lomos de sus sementales de visitar las obras del futuro castillo. Al llegar a la gran arcada exterior de la fortaleza observaron con curiosidad el tumulto de gente.

—¿Qué ocurre allí? —preguntó Lolach en el momento en que se abrió el portón de la fortaleza.

Mary, sin color en la cara, corría. McPherson, que ya se había bajado de su caballo, la agarró del brazo y le preguntó:

—¿Qué ocurre en la aldea?

—Señor —susurró temblona porque lo que había escuchado no le había gustado nada—. Alguien ha caído al pozo, y
lady
Megan se ha metido para sacarle.

—¡¿Cómo?! —exclamó Duncan comenzando a correr seguido por Lolach y el resto. Según se acercaba al gentío, una enorme angustia comenzó a apoderarse de su cuerpo. ¿Qué hacía su mujer metida en el pozo?

Myles, que había tirado la cuerda, esperaba la orden para subir a su señora, pero esta vez Megan no tuvo fuerzas para gritar. El frío estaba comenzando a hacer mella en su cuerpo, por lo que como pudo, torpemente, se ató, y dio un par de tirones a la cuerda aunque no lo suficientemente fuerte para que ellos lo notaran.

Duncan llegó hasta el pozo. Vio a la mujer y al niño temblando tapados con las pieles, pero ¿dónde estaba su mujer?

—Mi
laird
—indicó Myles al verle llegar con cara inexpresiva—,
milady
es la siguiente en salir, estamos esperando que nos dé la orden.

—Está tardando mucho —sollozó Shelma mirando hacia el interior del pozo. Ni siquiera la cercanía de Lolach podía tranquilizarla—. ¡Megan!

Abrumado por los acontecimientos, Duncan apoyó sus manos en el pozo y miró a su interior con intención de lanzarse. La oscuridad lo llenaba todo, y con ello su alma. Ella estaba ahí abajo y no era capaz de verla.

—¡Megan! —bramó Duncan con fuerza, sentándose en el bordillo del pozo, dispuesto a bajar a por ella.

—Subidme —gimió lo suficientemente alto para que la escucharan.

Myles, Anthony y Mael volvieron a tirar de la cuerda. Poco a poco, la soga ascendió al tiempo que la impaciencia de Duncan crecía. Hasta que de la oscuridad emergió aquella que tantos quebraderos de cabeza le estaba dando. Se la veía empapada, con el pelo enmarañado, las ropas sucias y chorreando. Mary salió corriendo hacia la fortaleza, donde ordenó que subieran a la habitación una bañera con agua caliente.

—Ya te tengo —suspiró Duncan balanceando su cuerpo para agarrar a su mujer y cogerla antes de que llegara a la superficie.

Ella estiró su mano y una corriente de tranquilidad se adueñó de ambos cuando Duncan la asió con fuerza. Al tenerla arriba, la abrazó con ansia notándola temblar de frío. Pero ya estaba con él. Con rápidos movimientos, Lolach le desató los nudos del cuerpo, y Duncan, sin hablar con nadie pero abrazándola con fuerza, se encaminó hacia la fortaleza, donde su mujer podría entrar en calor. Kieran observó la angustia en su cara y apartándose lo dejó pasar.

Al ver cómo Duncan agarraba a su hermana y la abrazaba, Shelma sonrió. Ese
highlander
cabezón la quería. ¡Gracias al cielo! Por lo que, tras abrazar a su marido, miró hacia la mujer y el niño, y tomando las riendas de la situación dijo:

—Llevad a esta mujer y a su hijo a casa —ordenó a unos soldados—. Necesitan calor. —Luego, mirando a Anthony, dijo viendo cómo la sangre enrojecía las vendas—: El esfuerzo ha debido de saltarte algún punto. Vuelve a la cabaña, ahora iré a curarte.

Volviéndose hacia los capitanes de la guardia que ella conocía gritó:

—¡Mael! Necesito que vayas a mi habitación y me traigas la talega con mis medicinas. ¡Myles! ¿Podrías traerme algo para vendar? ¡Vosotros, coged a la niña y llevadla con su madre!

—¡Das más órdenes que un guerrero! —rio Lolach al observar cómo su mujer manejaba a toda aquella gente—. Veo que diriges y mandas muy bien.

—¿Tú crees? —inquirió dedicándole una maravillosa sonrisa, y luego, acercándose a él, le dijo entre susurros—: Si a Megan la llamaban la Impaciente, debes saber, esposo mío, que a mí me llamaban la Mandona.

Con una divertida sonrisa, se volvió para seguir a los guerreros que llevaban a la mujer y al niño, y con picardía Shelma sonrió a su marido, que divertido por aquel último comentario la siguió.

Duncan llegó a la fortaleza, donde subió las escaleras de dos en dos. Cuando alcanzó la puerta de su habitación, de una patada la abrió y encontró a Mary encendiendo el hogar. Poco después, entraron unos criados con una bañera, que llenaron con varios cubos de agua caliente. Duncan esperó a que salieran. Con el ceño fruncido y angustiado, le quitó las ropas empapadas y sucias a su mujer, que castañeteaba los dientes de frío.

—Laird
McRae —dijo Mary antes de cerrar la arcada—. Si os parece, pediré que le suban un caldo caliente. Eso la reconfortará.

—Es una excelente idea —asintió Duncan, y volviéndose hacia ella la llamó—: ¡Mary!

—¿Señor? —preguntó mirándole sorprendida al ver que recordaba su nombre.

—Gracias por todo —susurró mientras ella, sonrojándose, cerraba la puerta.

Cuando quedó con su mujer a solas, la miró inquieto. Aún tiritaba. Cogiéndola en brazos la llevó hasta la bañera, donde la metió poco a poco, notando cómo los vapores y el calor hacían que el color volviera a sus mejillas. Duncan la lavó, la envolvió en una piel, la metió en la cama y se tumbó junto a ella para darle su calor. Mientras la observaba, el miedo que había pasado por ella desaparecía junto a su enfado.

¿Por qué su mujer tenía que ser tan intrépida? ¿Acaso no tenía miedo a nada?

Tenerla junto a él le reconfortaba. Sabía que estaba a salvo. Sin poder contener sus impulsos, le repartió dulces besos por la cara, hasta que finalmente acabó en sus labios. Megan, al notar que la calidez y el calor volvían a su cuerpo, abrió los ojos y se sorprendió cuando se encontró entre los brazos de su marido, que la miraba muy serio.

—No vuelvas a hacer lo que has hecho. Te lo ordeno —le susurró con tanta dulzura que pareció cualquier cosa menos una orden.

—No me ordenes las cosas —sonrió al escucharlo—, o tu vida será un infierno, Halcón.

Escuchar su voz le hizo sonreír, y sin apartar sus ojos de ella preguntó:

—¿Te encuentras bien?

—Sí —asintió encantada por aquella cercanía—, y me encontraré mejor cuando dejes de mirarme con esa cara tan seria. —Luego, frunciendo el ceño, dijo notando el dolor del brazo—: Duncan, tengo que pedirte un favor.

—Dime.

—Necesito mi talega de medicinas. Está encima del hogar, ¿la ves?

Él miró en la dirección que ella indicaba.

—Sí —asintió levantándose para cogerla—. ¿Para qué la necesitas?

—Me lastimé en el brazo —dijo al mirar entre la piel y ver la sangre—. Y tengo que…

—¡Oh, Dios mío, cariño! —bramó al levantar la piel y ver la sangre alrededor del brazo, sintiéndose culpable—. ¿Cómo no lo vi?

—No te preocupes —murmuró al ver el feo corte mientras cogía un tarro—. Creo que necesitaré algún punto. ¿Sabes coser?

—¡No y menos en tu piel! —le especificó asustado. Al ver la sonrisa en ella, le preguntó—: ¿Qué te parece tan divertido?

—Tú. El terrible Halcón, un fornido guerrero, asustado por tener que dar unos puntos en el brazo a su mujer —dijo tendiéndole el tarro—, ¿Podrías darme un poco de este ungüento para que no se me infecte?

—Claro que sí, pero espera —dijo cogiendo un paño limpio. Tras mojarlo en agua, le susurró—: Primero, lo limpiaré.

Con delicadeza, limpió la herida mientras ella le miraba incrédula por aquella manera tan cariñosa de atenderla. En un par de ocasiones, sus ojos se encontraron y, sin permiso ni explicación, Duncan acercó sus labios a los de ella y la besó. Al acabar, cogió el ungüento y, tras destaparlo, lo aplicó sobre la herida con delicadeza.

—Ahora que la has limpiado, no es tan fea como parecía —comentó Megan, intentando no mover el brazo, que le dolía horrores—. Creo que no necesitaré que nadie me cosa.

—Mejor —murmuró él cerrando el bote—. ¿Por qué no llamaste a alguno de los hombres para que bajara al pozo? ¡Podrías haberte matado! Me han dicho que bajaste sin cuerda, agarrada a las piedras. ¿En qué estabas pensando?

Al ver el gesto de preocupación en él, con una sonrisa le explicó:

—Cuando llegamos a Dunstaffnage, Shelma tenía catorce años. Era tan inquieta como lo es ahora Zac. Un día, jugando con una espada de madera, la tiró tan alto que cayó al pozo. Recuerdo que ambas nos asomamos para ver si podíamos cogerla, pero era imposible. Entonces, le dije que esperara mientras iba en busca del abuelo, pensando que él sabría qué hacer. Me marché, pero al rato volví y ella no estaba. Comencé a llamarla. De pronto, su voz asustada y sus lloros sonaron desde el pozo. Me dijo que se asomó y cayó. Yo, desesperada, busqué la forma de sacarla. Pero no podía. Al ver que ella dejaba de hablar, decidí tirarme al pozo también.

—De ahí tu apodo de la Impaciente, ¿verdad? —bromeó Duncan haciéndola sonreír mientras la pellizcaba en la mejilla.

—El abuelo y Mauled llegaron poco después. Al no encontrarnos, fueron a la zona que ellos sabían que nos gustaba, la zona del pozo. Allí, al escucharles, yo comencé a gritar. Shelma se había desmayado del frío. Asustados, y con la ayuda de Felda, tiraron una cuerda, que yo até a la cintura de Shelma. La sacaron y, posteriormente, a mí. Tras ese día, Shelma cogió un miedo enorme a los pozos, por lo que el abuelo y Mauled construyeron una especie de cubierta, para que ninguno de nosotros pudiera volver a caer. Desde entonces, Shelma no se había vuelto a acercar a un pozo, hasta hoy. Sé la angustia que se pasa allí abajo. Cuando escuché llorar al niño, los recuerdos me vinieron a la cabeza y no dudé en ayudarlo.

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