Eliza permaneció impasible.
—Estoy diciendo que deberías disolver tu comando.
—Llevamos mucho tiempo juntos —intervino Dana. Era la primera vez que abría la boca en toda la noche. Lucas y yo nos encogimos—. Yo prácticamente toda mi vida, y también Lucas.
—Hace ya tiempo que el comando debería haber sido mucho más flexible —dijo Eliza—. Lo sabes muy bien.
—Sí —dijo Kate—, lo sé. —Dejó caer el cucharón en el plato.
Advertí que Lucas tensaba los hombros. Pese a lo claustrofóbica y exigente que era su vida, pese al fanatismo en que se había criado, el comando de la Cruz Negra era el único hogar o familia que conocía. Sabía lo perdido y solo que debía de sentirse. Yo misma, pese a lo ocurrido, añoraba a veces la Academia Medianoche, donde al menos dormía caliente y cómoda, podía comer cuanto quisiera y sabía que mis padres se ocupaban de mí.
Aquí vivía atemorizada, y encima corría el riesgo de que mis mejores amigas se convirtieran en mis enemigas.
Levanté la vista del plato con la esperanza de cruzar una mirada con Raquel, pero ella estaba mirando a Dana. Su expresión era impenetrable.
—Dales tiempo —murmuró Lucas mientras los miembros del grupo se acostaban. Se acurrucó contra mí, como la noche anterior; nunca había agradecido tanto tenerlo cerca—. Seguro que todo se arregla.
—Pero, Dana… —Ella había crecido en la Cruz Negra. Había abandonado a Balthazar a su suerte. ¿Cómo iba a poder aceptarme tan deprisa?
—Chissst —dijo Lucas como para tranquilizarme, pero yo sabía que era un aviso. Teníamos a los demás muy cerca y podían oírnos.
Apagaron las luces y yací junto a Lucas, en sus brazos y al mismo tiempo a un millón de kilómetros de allí. No tardó en dormirse, a juzgar por su respiración profunda y regular y la relajación del brazo que tenía sobre mi cintura.
«¿Lo ves? Lucas cree que no corremos peligro. Él no está preocupado. No, él es cazador. Está acostumbrado a descansar cuando se le presenta la oportunidad para recuperar energías por si luego tiene que luchar. Entonces, yo también intentaré ser una cazadora».
En cuanto me rendí al agotamiento, el sueño me venció. Estaba más cansada de lo que creía. Todo me pesaba: la cabeza, los párpados, las piernas…
La oscuridad me envolvió, caliente y reconfortante como una manta.
—Arriba.
La luz de la linterna me cegó, despertándome bruscamente. Noté que Lucas se revolvía a mi lado.
—¿Qué ocurre? —le oí gemir.
Con más dureza esta vez, Eliza repitió:
—Arriba.
Me apoyé en los codos y parpadeé. A través de la penumbra divisé algunas siluetas. La mayoría de los cazadores de la Cruz Negra nos rodeaban en un semicírculo, empuñando sus armas.
«Dana les ha contado lo mío».
El estómago se me contrajo con tal violencia que pensé que iba a vomitar. El torrente de sangre en mis oídos, acelerándose junto con el pulso, me impedía oír nada más. Un frío intenso invadió mi cuerpo y solo podía pensar «Vuelve atrás, vuelve atrás», como si pudiera detener el tiempo y hacer que todo eso no estuviera sucediendo. Me decía que tenía que haber una salida, pero no la había.
Lucas me cogió de la mano. Aunque sabía que tenía que estar tan asustado como yo, dijo con firmeza:
—Será mejor que nos digas de qué va esto.
—Lo sabes muy bien —replicó Eliza—. ¿O no?
—Imagino que sí.
Lucas respiró hondo mientras echaba una rápida ojeada a la habitación. Dana, la muy cobarde, no estaba, y seguro que se había llevado consigo a Raquel para que no protestara. Entonces me di cuenta de que a quien buscaba era a su madre. Kate no estaba. ¿Sabía lo que estaba pasando? Seguramente, no. Se habían inventado un pretexto para llevársela de allí. Eso significaba que la única persona que tenía alguna posibilidad de ayudarnos no estaba.
—¿Y ahora qué? —dijo Lucas.
Eliza esbozó una sonrisa gélida.
—Ahora subimos y tenemos una pequeña charla.
Se refería a la habitación de la planta baja donde Balthazar había estado retenido.
Tuve la sensación de que no podía moverme, de que iban a tener que arrastrarme. Lucas me apretó la mano y dijo:
—Vamos, Bianca.
Su fuerza me infundió ánimos y conseguí ponerme en pie.
—¿Puedo vestirme? —Me sorprendió la firmeza de mi voz.
Eliza se encogió de hombros.
—Ponte los vaqueros, pero deprisa.
Con vaqueros y camiseta, ascendimos por la escalera que conducía al puerto. Era muy tarde, o muy temprano, según se mirara. Reinaba una oscuridad total. No había barcos flotando en el río, y el fragor omnipresente del tráfico era poco más que un murmullo. Permanecimos fuera unos instantes, experimentando el gusto burlón de la libertad, antes de que nos metieran en el almacén. En el suelo había manchas de sangre.
Estaba segura de que iban a esposarnos, como habían hecho con Balthazar, pero me equivocaba. Lucas y yo nos quedamos en medio de la habitación. Los demás nos rodearon. Cuando se encendieron las luces, la crudeza de la escena —los rostros enojados y las armas empuñadas— me contrajo el estómago un poco más.
—¿Qué es ella? —inquirió Eliza a Lucas.
—Es hija de vampiros —comenzó—. A veces los vampiros pueden…
—Ahórrate esa parte. —La mano de Eliza descansaba sobre la estaca de su cinturón—. Ya la conocemos. Ahora lo que queremos son datos. ¿Cuál es su fuerza? ¿Qué poderes tiene?
—La has visto entrenar y luchar con el resto de nosotros —contestó Lucas. Tenía medio cuerpo delante de mí, como si quisiera protegerme—. Si a estas alturas no sabéis de qué es capaz, la culpa es solo vuestra.
—No es momento para impertinencias —le advirtió Eliza.
Lucas aguzó la mirada.
—Desde mi posición, éste es muy mal momento y punto.
—En eso tienes razón —dijo alguien.
Advertí que todos los cazadores miraban a Lucas, no a mí. Era a él a quien hablaban, de él de quien querían explicaciones. Aunque estaban enfadados con él, Lucas seguía siendo un ser humano. Una persona.
Yo solo era un monstruo.
Los dedos de Eliza apretaron la estaca. ¿Sería capaz de utilizarla conmigo? Yo estaba viva, de modo que la estaca no me paralizaría: me mataría. Sabía que a ninguno de los presentes, con excepción de Lucas, le importaría que la utilizara. Por muy fuerte que fuera, Lucas no podría defenderme contra veinte cazadores adiestrados y armados. Y mi fuerza y mis técnicas de lucha apenas aumentarían nuestras posibilidades.
—¿Cuántos hay? —preguntó alguien desde el fondo del círculo—. Me refiero a hijos de vampiros.
—Somos pocos —solté demasiado fuerte, casi gritando. Pero por lo menos podía hablar en mi nombre—. Puede que nazcan unos cinco por siglo. Es lo que siempre me han contado.
Una sensación de reserva flotaba en el aire. Podía sentir que querían hacerme más preguntas y averiguar más cosas, pero se resistían a hablar conmigo, a tratarme como una persona.
Porque entonces les sería más difícil matarme.
El miedo se alojó en mi estómago, frío y pesado. Me suponía un gran esfuerzo permanecer de pie cuando mis piernas querían rendirse. Solo la presencia de Lucas a mi lado conseguía mantenerme erguida. Presa de la angustia, pensé en mis padres, que nunca sabrían qué había sido de mí. Quería que viniesen a salvarme. Quería que me abrazaran por última vez.
—Será mejor que averigüemos lo que podamos sobre ellos —dijo Milos—. Cuáles son sus puntos flacos.
Temblé al reconocer lo que sostenía en la mano: la pistola de agua verde fosforescente, sin duda cargada con agua bendita. Empezarían por abrasarme la piel. «Sé valiente», pensé. ¿Podía el agua bendita afectarme? Los lugares sagrados y las cruces siempre me habían supuesto un problema, de modo que probablemente me quemaría la piel como a cualquier otro vampiro.
No retrocedería, ni siquiera giraría la cara. Querían verme atemorizada, pero por lo menos podía negarles el gusto.
—Detente. —Lucas levantó las manos, tratando en vano de razonar con ellos—. Maldita sea, tenéis que escucharnos.
Milos me disparó agua bendita y Lucas se interpuso entre el chorro y yo. Cómo se lo agradecí, al menos durante la fracción de segundo que transcurrió antes de comprender que Lucas había cometido el peor error de su vida.
Cuando el agua bendita le tocó, empezó a echar humo. Gritó mientras le quemaba la piel como se la quemaría a un vampiro.
—¿Qué demonios…? —gritó Milos al tiempo que los demás cazadores, perplejos, empezaban a blasfemar.
Yo estaba casi tan conmocionada como ellos, pero solo por un instante; Lucas había estado desarrollando poderes y flaquezas vampíricas desde la primera vez que bebí su sangre. Ahora el agua bendita era tan peligrosa para él como para mí. La expresión de Lucas era de dolor, pero unos segundos después se tornó en horror. Nos miramos y supe que había comprendido: ahora también él sería un monstruo para ellos.
Eliza dio un paso al frente. No hay palabras para describir el desprecio en su voz cuando dijo:
—Lucas la alimenta.
Se hizo un silencio sepulcral. Pensé en algo que decir, pero no se me ocurría nada. Le di la mano a Lucas y traté de sentir eso, solo eso, sus dedos en los míos. Quería que fuera lo único que existiera en el mundo.
—Tenéis que escucharme —comenzó.
Milos alzó la pistola para advertirle que cerrara el pico. Lucas calló.
—Tenemos que llevárselos a uno de los profesores —dijo Eliza—, para que los estudie y averigüe hasta qué punto han cambiado y por qué. Necesitamos toda la información posible.
«Antes de matarlos», le faltó por decir.
—Esposadlos y subidlos a una de las furgonetas. —Con la mirada gélida, añadió—: Sacad a esta escoria de aquí.
Nos esposaron las manos por delante y nos trasladaron a una furgoneta. Sobresaltada, advertí que Dana estaba sentada en el asiento del conductor, y no se dignó mirarnos mientras nos acercábamos a ella. ¿Debido a la culpa? ¿Al asco? ¿Era posible que ya no le importáramos?
Milos se sentó a su lado pertrechado con estacas y agua bendita. Otros cazadores nos esposaron a unas barras de metal soldadas a la pared de la furgoneta; siempre me había preguntado por qué las furgonetas tenían esas barras. Ahora ya lo sabía. Dana se acercó un momento para asegurarse de que estábamos bien atados. La miré con todo el odio de mi corazón, más del que me había creído capaz de sentir por un ser humano. Ella no pareció reparar en el odio de mi mirada cuando se volvió para comprobar las esposas de Lucas.
Hecho esto, regresó a su asiento y arrancó. Sabía que nos seguían dos coches; veía sus faros a través de las ventanillas traseras de la furgoneta.
—Te apuesto lo que sea a que no quemaron al otro —dijo Milos a Dana—. Tendremos que buscar a esa cara bonita.
«Genial. Ahora también Balthazar está sentenciado».
Desesperada, miré a Lucas. No parecía ni la mitad de angustiado que yo. En realidad, no parecía angustiado en absoluto. De hecho, parecía
animado
.
Lentamente, abrió un puño para mostrarme las llaves de las esposas.
«¿Cómo lo ha hecho?». Lo único que sabía era que podíamos abrir las esposas y que teníamos una posibilidad de escapar.
Dana encendió la radio y la música inundó la furgoneta. Rápidamente, Lucas se puso manos a la obra. Forcejeó unos segundos con sus esposas hasta que estas se abrieron y flexionó las manos, comprobando su fuerza. Miramos hacia la parte delantera de la furgoneta, pero ni Dana ni Milos nos estaban vigilando, así que Lucas se inclinó como un rayo hacia delante y depositó las llaves en mis manos.
Tenía las manos sudadas y temía que las llaves se me resbalaran, pero no fue así. Intenté introducir la llave en la cerradura; era más difícil de lo que parecía y me producía calambres en los dedos. Me pregunté qué haríamos una vez que nos hubiéramos soltado. ¿Saltar por la parte de atrás y echar a correr? Con dos coches siguiéndonos, pocas probabilidades tendríamos de escapar, pero era mejor que nada.
—Para —dijo Milos—, está ámbar.
—Tengo tiempo —replicó Dana con desenfado.
—Maldita sea. —Milos se inclinó para mirar por el espejo retrovisor derecho—. Los demás se han quedado en el semáforo. Y no pueden saltárselo porque hay un coche de policía.
—No importa —dijo Dana—. Saben adónde nos dirigimos.
Lucas saltó hacia delante y agarró a Dana por el cuello.
—Baja de la furgoneta o le rebano la garganta —gruñó a Milos.
«¿De dónde ha sacado el cuchillo?». Con mano temblorosa, seguí forcejeando con la llave y finalmente las esposas se abrieron. Milos miró a Dana asintiendo con la cabeza y Dana paró el vehículo dando un bandazo.
Milos bajó, pero dijo:
—No llegaréis muy lejos.
—Eso ya lo veremos —replicó Lucas mientras se inclinaba hacia delante para cerrar la puerta.
Dana apretó el acelerador. Los neumáticos chirriaron.
—¿Crees que se lo ha tragado? —dijo Lucas.
Quise preguntarle qué se suponía que debía tragarse, pero Dana se me adelantó.
—Quién sabe, pero ahora tenemos que actuar con rapidez.
—¿De qué va todo esto? —espeté.
La furgoneta avanzaba dando tumbos por la calzada, zarandeándonos a todos. Lucas me dio un abrazo fugaz.
—Dana me pasó las llaves de las esposas. Yo sabía cómo actuar a partir de ahí. Lo que no sé es si tiene otro plan a partir de ahora.
—No —dijo Dana—. Esto es todo en lo que a planes se refiere. Lo siento, pero tenía muy poco tiempo.
—¿Por qué haces esto? —le pregunté—. ¿Qué sentido tiene que nos delates y luego nos ayudes a escapar? ¿Al final te han entrado remordimientos de conciencia?
Hubo una pausa breve, durante la cual solo se oyó la música de la radio. Finalmente, Dana dijo:
—Bianca, yo no os he delatado.
«Raquel».
El sentimiento de traición me quemó por dentro como un fuego. Hubiera debido enfadarme, pero no lo hice. Solo podía pensar en el almuerzo que Raquel y yo habíamos compartido en los jardines de Medianoche, el que preparó para levantarme el ánimo. Comimos bocadillos en la hierba y señalamos los nuevos brotes amarillos de diente de león. Había hecho eso por mí en primavera, y en verano me había sentenciado a muerte.
—No te enfades con ella —dijo Dana—. Todo esto es demasiado nuevo para ella. Se confundió. Sé que lo lamentará.
—Dejemos eso para más tarde —nos interrumpió Lucas—. ¿Qué hacemos ahora?