—Os dejaré en la estación Grand Central. Allí podréis coger un tren a donde sea.
—No si estamos sin blanca. —Mi voz sonó increíblemente dura, incluso para mí—. ¿Se te ha ocurrido traer dinero?
Dana hizo una mueca.
—No he tenido tiempo. Me temo que como rescatadora soy un desastre.
—Lo estás haciendo muy bien —dijo Lucas—. Déjanos bajar y yo me encargaré del resto.
Dana detuvo el vehículo en una calle secundaria. Los rascacielos se alzaban imponentes, con las luces encendidas incluso a esas horas.
No había amanecido aún, pero el cielo empezaba a clarear. Las calles estaban vacías, salvo por algunos taxis. Para mi sorpresa, Dana bajó de la furgoneta al mismo tiempo que nosotros y la rodeó. Ella y Lucas se miraron fijamente.
—Todavía no sabes qué pensar, ¿verdad? —dijo Lucas.
Dana sacudió la cabeza.
—No. Pero eres lo más parecido a un hermano que tendré en la vida, Lucas. Prefiero equivocarme liberándote a actuar correctamente haciéndote daño.
Lucas hizo un ruidito ahogado con su garganta y, de repente él, y Dana se fundieron en un fuerte abrazo. Por la mejilla de Dana rodaban las lágrimas.
Cuando se separaron quise darle las gracias, pero seguía enfadada con ella. El hecho de que me equivocara al enfadarme con Dana en lugar de con Raquel me importaba poco en ese momento.
—¿Qué les dirás a los demás? —conseguí farfullar.
—Que Lucas me tomó como rehén.
—¿Te creerán? —dije. Milos ya tenía sus dudas sobre la «muerte» de Balthazar.
—Lo harán una vez que Lucas lo haga creíble —dijo Dana enderezando los hombros.
No la entendí, pero Lucas, por cómo torció el gesto, sí.
—No quiero hacerlo.
—Deja que te refresque un poco la memoria sobre cómo funciona esto —dijo Dana—. Yo te salvo a ti el pellejo y tú me lo salvas a mí. ¡Vamos!
Lucas le clavó un puñetazo en la cara tan fuerte que Dana se estampó contra la puerta trasera de la furgoneta. Solté un grito ahogado. Aunque se tambaleaba, mantuvo el equilibrio.
—¿Estás bien? —preguntó Lucas.
—Lo estaré —respondió con la voz pastosa. El labio le sangraba—. ¿Por qué tienes que ser tan bueno en tu trabajo?
—Dana —comencé—, ¿estás segura de…?
—¿Qué hacéis todavía aquí? —preguntó.
Lucas me cogió de la mano y echamos a correr. Me costaba respirar y la acera temblaba bajo mis pies, pero me obligué a correr más deprisa. Solo podía oír la voz de Dana gritando:
—¡Largaos ahora que podéis!
A
unque en la taquilla del metro tendría que haber habido un empleado, estaba vacía; quizá alguien pensó que las cuatro de la madrugada era una buena hora para tomarse un descanso. Eso nos dio la oportunidad de saltarnos los torniquetes para esperar un tren.
Nos sentamos en un viejo banco de madera que tenía varias capas de grafitis. Al principio, ninguno de los dos abrió la boca. Sentía como si todo lo que me rodeaba estuviera muy lejos, y me costaba recordar que no se trataba de una pesadilla o de un terrible recuerdo. Era como si mi cerebro quisiera hacerme creer que eso no podía estar sucediendo aquí y ahora.
Lo primero que se abrió paso en mi conciencia con el suficiente ímpetu para instarme a hablar fue el letrero que colgaba sobre nuestras cabezas.
—Centro ciudad —leí—. ¿Es esa la dirección?
Lucas apoyó la cabeza en la pared de azulejos.
—En realidad da igual. Mientras pongamos distancia entre nosotros y ellos, está todo bien.
«Todo bien» no eran las palabras que yo habría empleado para describir nuestra situación. Creí comprender lo que Lucas estaba intentando hacer.
—Sé que quieres ser fuerte por mí —dije suavemente—, pero ahora mismo me parece más importante que seas sincero.
—Fuerte. —Lucas cerró los ojos—. ¿Eso es lo que estoy siendo? Porque no lo siento así.
«La Cruz Negra era todo lo que Lucas tenía en este mundo —me dije—. Yo he pasado por cosas horribles, pero para él esta noche ha sido aún peor. Ha perdido a su madre, a su mejor amiga, lo ha perdido todo salvo a mí. Puede que ahora me toque a mí ser la fuerte».
—Todo irá bien. —Le levanté el brazo y examiné las heridas causadas por el agua bendita. Eran finas vetas rosadas que semejaban quemaduras causadas por el sol—. Ya lo verás.
En ese momento una ráfaga de viento atravesó el túnel, anunciando la llegada del tren. Al subirnos miré nerviosamente por encima del hombro, pero nadie nos seguía. En el vagón solo había un pasajero, un muchacho joven que dormía despatarrado sobre los asientos apestando a cerveza.
Cuando el tren arrancó, conduje a Lucas hasta un mapa del metro.
—Tú conoces Nueva York mejor que yo —dije—. Fíjate si vamos en la dirección correcta.
Lucas se movía despacio, como si caminara sobre agua. Miró atentamente el mapa, deseoso de hacer algo útil.
—Ya te he dicho que la dirección es lo de menos. Lo que importa es alejarnos de ellos.
—Por supuesto que la dirección importa. —Me sorprendía que Lucas no hubiera caído en la cuenta. Para mí la respuesta era más que obvia—. Necesitamos dinero y un lugar seguro donde escondernos durante un tiempo. En otras palabras, necesitamos encontrar a un amigo.
—Balthazar —dijo.
Asentí.
—Y ahora dime, ¿vamos en la dirección de Chinatown o no?
Lucas colocó las manos en ambos lados del mapa.
—Sí, vamos en la dirección de Chinatown.
Aunque Lucas recordaba el nombre de la calle a la que nos había llevado Balthazar, nos costó localizar la tienda. Era demasiado temprano para que los comercios estuvieran abiertos, de modo que todos nos parecían iguales: fachadas idénticas protegidas por rejas metálicas. No nos quedaba otra que esperar.
¿Esperar de madrugada cuando no tienes ni unas monedas para un café? No hay nada, absolutamente nada que hacer, y el tiempo parece alargarse eternamente.
No puedo decir, sin embargo, que fuera aburrido. Sabíamos que en cualquier momento podía pasar una patrulla de la Cruz Negra y reparar en nosotros. Eso mantenía alto nuestro nivel de adrenalina.
—Debimos quedarnos en el tren y echarnos a dormir como aquel borracho —dije cansinamente, después de dos horas dando vueltas a la manzana.
—¿En serio podrías dormir en estos momentos?
Suspiré.
—Probablemente, no.
Lucas me miró de reojo y esbozó una media sonrisa.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—No vale enfadarse.
—Es mi pelo, ¿a que sí? —Me giré para mirarme en la luna de una tintorería. Aunque mi reflejo aparecía algo borroso debido a la dieta que había tenido que seguir últimamente, pude advertir que, efectivamente, mis cabellos pelirrojos habían adoptado extraños ángulos. Era evidente que me habían sacado de la cama y no había tenido tiempo de peinarme. Me pasé rápidamente los dedos en un intento de mejorar su aspecto—. Oh, Dios.
—Estás bien —dijo Lucas—. Solo que un poco… ridícula.
—¿No me digas? —Le clavé una mirada entre burlona e indignada—. Tú también has tenido momentos mejores.
Lucas se frotó el mentón, reparando en su barba de varios días. Entre la barbilla ensombrecida, la ropa arrugada y el pelo alborotado, tenía bastante mala pinta. Casi me gustaba el hecho de que nadie salvo yo, supiera la clase de persona que era realmente.
—Creo que deberíamos hacer una visita al salón de belleza —dijo—. Para que nos hagan la manicura.
Reí.
—Regresarías en otoño a la Academia Medianoche antes que hacerte la manicura.
Eso también le hizo sonreír.
—Puedo imaginármelo: «Hola, señora Bethany, ¿qué, me ha echado de menos?».
Bromear nos hacía bien, aligeraba el peso del cansancio y el miedo. Nos abrazamos, y nos habríamos quedado así mucho tiempo si no hubiera notado un fuerte pinchazo en el abdomen.
—¡Ay! ¿Qué dem…?
Cuando bajé la vista vi el broche de azabache todavía prendido a la cinturilla de mis vaqueros. Acaricié suavemente los pétalos.
—Aún lo conservas —dijo Lucas—. Ya que solo podíamos llevarnos una cosa, me alegro de que fuera ésta. Si hubiéramos podido llevarnos dos, la otra habría sido, naturalmente, mi lata de café con el dinero.
No me hacía ninguna gracia mencionarlo, pero tenía que hacerlo.
—Podríamos empeñar de nuevo el broche, como la primera vez que huimos.
Lucas sacudió la cabeza con pesar.
—Esta vez no podría recuperártelo.
Transcurrida aproximadamente otra hora, las tiendas abrieron al fin. Todavía nos costó reconocer la que buscábamos porque casi todas parecían ofrecer la misma mercancía: baratijas para turistas en su mayor parte, como abanicos y sombrillas de papel, kimonos y zapatillas de poliéster. Finalmente vislumbré a una mujer detrás de un mostrador cuyo rostro me resultaba familiar.
—Disculpe —dije mientras Lucas y yo nos acercábamos sorteando la mercancía—. Estoy buscando a Balthazar.
La mujer se quedó inmóvil y por un momento pensé que la habíamos asustado. La verdad es que dábamos miedo. Entonces me reconoció y relajó el rostro. Corrió hasta el fondo de la tienda, descorrió una cortina de cuentas y gritó algo en chino. El viejo al que había visto con anterioridad apareció por detrás de la cortina; al ver a Lucas afiló la mirada, pero luego me reconoció. Cruzamos la cortina y subimos dos tramos de escalones destartalados. Golpeando dos veces la puerta, el hombre llamó a Balthazar y nos indicó que pasáramos.
Abrí la puerta. Dentro había un cuarto pequeño con el techo muy inclinado; un viejo trastero o desván que había sido convertido en un apretado dormitorio. Una cama doble se comía casi todo el espacio y el resto lo ocupaban cajones con sombrillas y abanicos de papel. La única lámpara del cuarto tenía una pantalla con bordados naranjas y rosas que, curiosamente, proyectaba una agradable luz cálida. En el centro de la cama, bajo una colcha de seda negra con un dragón estampado en medio y recostado sobre varias almohadas, yacía Balthazar.
—¿Bianca? —Nos miró como si no pudiera dar crédito a lo que veían sus ojos—. ¿Lucas?
—Tienes mejor aspecto —dije. Era verdad, hasta cierto punto. Todavía tenía cicatrices en las mejillas y el mentón. Llevaba el torso desnudo, por lo que pude ver que en medio de su pecho había una estrella oscura e inflamada: el lugar donde Lucas le había clavado la estaca. Pero todo eso perdía importancia al lado de la sonrisa que iluminaba su cara.
—Os agradezco la visita —dijo—, pero es peligroso.
—Te equivocas. —Lucas cerró la puerta—. Esta vez somos nosotros los fugitivos.
—¿Qué?
—Cometí un error —confesé—. Raquel me vio beber sangre y… me delató. Escapamos por los pelos.
—¿Raquel? Imposible, ella sería incapaz de algo así. —Balthazar se lo repensó, desestimando su rechazo inicial—. Lo siento.
—Cambiemos de tema —dije enseguida—. Si empiezo a llorar me temo que no podré parar.
Con una mueca de dolor, Balthazar se enderezó por completo. Su voz sonó dulce cuando dijo:
—Sentaos.
El único lugar para sentarse era a los pies de su cama. En cuanto entré en contacto con el colchón, supe que necesitaba tumbarme y eso hice. Lucas se sentó a mi lado, con las piernas cruzadas, mientras me acariciaba las pantorrillas a través del vaquero. La cama se me antojó el lugar más cómodo del mundo; hasta ese momento no había caído en la cuenta de que hacía más de seis semanas que no dormía sobre un colchón de verdad. Casi había olvidado que pudiera haber algo tan blando.
—Decidme qué necesitáis —dijo Balthazar.
—Dinero —respondió Lucas sin rodeos—. Si tienes.
Balthazar señaló hacia un rincón.
—Tengo la cartera en el bolsillo de esos pantalones. Cógela, por favor.
Lucas obedeció y se la lanzó. Boquiabierta, le vi sacar un fajo de setecientos dólares y plantárselo a Lucas en la mano.
—Os daría más, pero es todo lo que tengo encima.
—Uau. —Lucas contempló los billetes con estupefacción—. Es… es mucho dinero.
—Me salvaste la vida —dijo Balthazar—. Lo que quiere decir que estoy en deuda contigo.
Sacudiendo la cabeza, Lucas replicó:
—Tú no tienes una vida que poder salvar, colega.
—Ya sabes lo que quiero decir.
—Sí, supongo que sí.
Lucas guardó silencio.
—Balthazar, no queremos que nos des todo tu dinero —protesté.
Para mi asombro, soltó una carcajada.
—No es, ni de lejos, todo mi dinero. —Cuando le miré sin comprender, Balthazar se recostó en la cabecera de la cama y sonrió—. En el siglo
XVIII
invertí en azúcar. En el
XIX
en carbón. A principios del
XX
compré acciones de Ford Motor Company. A finales del
XX
vendí las acciones e invertí en informática. El dinero no es uno de mis problemas. —Suspiró—. Si pudierais quedaros en Nueva York otra semana, para entonces estaría en condiciones de ir al banco y conseguiros una buena suma.
—No te preocupes, ricachón —dijo Lucas—. Esto nos sacará de la ciudad.
—Si es por orgullo, te ruego que lo medites bien. —Balthazar se puso serio—. Proteger a Bianca es más importante que acumular puntos.
Lucas le fulminó con la mirada.
—Esto no tiene nada que ver con el orgullo. No podemos pasar ni un día más en Nueva York. Esta tarde se pondrán a vigilar las estaciones de trenes y autobuses, si no han empezado ya.
Balthazar alzó una mano.
—¿No podéis parar ni un rato para descansar?
—Me temo que no —dije. Con gran pesar, me obligué a levantarme del mullido colchón—. ¿Podremos localizarte aquí?
—Aún tardaré una o dos semanas en poder ponerme en pie. Entretanto, no me moveré de aquí.
—Pero, después de eso, ¿podrá la gente de abajo pasarte una carta? ¿O tienen un número de teléfono al que podamos llamar? —Se me había empezado a formar un nudo en la garganta—. Tiene que haber una manera de que podamos hablar de nuevo. Esto no puede ser una despedida definitiva.
Balthazar y Lucas se miraron. Sabía que ambos pensaban que una despedida definitiva sería lo más prudente. Por otro lado, intuía que Balthazar tampoco quería que este fuera nuestro último encuentro, y que a Lucas no le hacía la menor gracia. Mirando a Lucas directamente a los ojos, Balthazar dijo:
—Coge una de las tarjetas que hay en la tienda, junto a la caja registradora. Mientras esté aquí podréis llamarme a ese número de teléfono. Después iré comprobando regularmente si habéis dejado algún mensaje. También podéis preguntarles cómo abandonar la ciudad. Existe una manera de salir de Nueva York sin tener que pasar por una estación de tren. —Siguió una pausa algo incómoda, por lo que enseguida añadió—: Y pedidles sangre antes de marcharos. Ayer me trajeron algunas bolsas del hospital y seguro que no os iría mal un par de litros.