Despedida (21 page)

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Authors: Claudia Gray

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico

Pasábamos todas las noches en nuestra habitación, juntos.

No sabía que fuera posible desear más a una persona cuanto más estabas con ella. Lo único que sabía era que ya no me sentía cohibida, que ya no tenía dudas. Lucas me conocía como nadie, y nunca me sentía tan segura como cuando me entregaba a él plenamente. Después me acurrucaba a su lado y me sumergía en un sueño demasiado profundo para soñar siquiera.

Con excepción de la noche del 4 de julio. Quizá fueran los fuegos artificiales, o el subidón de azúcar por el algodón de azúcar, pero esa noche tuve el sueño más vívido de todos.


Estoy aquí —dijo la espectro
.

Estaba delante de mí, no con aspecto de fantasma, sino de persona viva. Podía sentir la muerte dentro de ella, cómo le robaba calor a mi cuerpo. No lo hacía por maldad, sino porque esa era su naturaleza
.


¿Dónde estamos? —Miré a nuestro alrededor, pero no podía ver nada. Estaba muy oscuro
.

Su única respuesta fue
:


Mira
.

Bajé la vista y vi la tierra a lo lejos. Estábamos suspendidas en el cielo de la noche. Como las estrellas, pensé, y por un momento me sentí feliz
.

Entonces me di cuenta de que reconocía las figuras que caminaban por la tierra. Lucas se dirigía cabizbajo a un árbol zarandeado por un fuerte viento, seguido de Balthazar
.


¿Qué hacen? —pregunté
.


Trabajar juntos
.


Quiero verlo
.


No —dijo la espectro—. Es mejor que no lo veas, créeme
.

El viento sopló con más fuerza, rizando el vestido blanco azulado de la espectro
.


¿Por qué no quieres que mire?


Mira si quieres. —Su sonrisa era triste—. Te arrepentirás de haberlo hecho
.

Tengo que mirar —no puedo mirar— ¡despierta, despierta!

Jadeando, me incorporé bruscamente en la cama. El corazón me latía con fuerza. ¿Por qué me había asustado tanto ese sueño?

El 5 de julio, después de que Vic nos telefoneara para informarnos de que él y su familia estaban en el aeropuerto, pedimos la cuenta del hotel. El trayecto en autobús hasta el barrio de Vic era largo y tuvimos que caminar varias manzanas desde la parada más próxima. Pero eso dejó de importar en el instante en que rodeamos la casa de Vic e introdujimos el código de seguridad de la puerta de la bodega.

—Uau —dijo Lucas cuando sus ojos se acostumbraron a la tenue luz—. Este lugar es enorme.

La bodega tenía el mismo tamaño que las demás plantas de la gigantesca casa de Vic. Estaba dividida en estancias, lo cual daba a entender que en otros tiempos, antes de ser convertida en bodega, había sido una vivienda. Me acordé de que Vic había contado que su padre no coleccionaba tanto vino como su abuelo, y me pregunté cuánto alcohol había habido antes aquí abajo. El suelo, de roble viejo, hacía dos generaciones que no se pulía.

Cuando nos adentramos en las habitaciones vimos que había una pequeña lámpara encendida: una lámpara hawaiana. Iluminaba un pequeño tesoro oculto: sábanas, colchas y mantas, un colchón hinchable todavía dentro de su bolsa, un somier de hierro plegable como los que ponen en los hoteles, una pequeña mesa de madera con sillas, una cesta repleta de diferentes juegos de platos y tazas azules y blancas, luces navideñas, un microondas, una mininevera (ya enchufada y funcionando), algunos libros y DVD, un viejo televisor con reproductor de DVD y hasta una alfombra persa enrollada en un rincón.

Levanté una hoja de papel que descansaba sobre la mesa y leí en voz alta: «Hola, chicos. Ranulf y yo os hemos bajado algunas cosas del desván. El televisor no tiene recepción, pero podéis ver DVD. En la nevera hay fruta y refrescos y Ranulf dejó un par de litros para Bianca. Espero que os sea útil. Volveremos a mediados de agosto. No hagáis nada que yo no haría. Os quiero, Vic».

Lucas cruzó los brazos.

—¿Qué no haría Vic?

—Ser aburrido —sonreí.

Convertimos un rincón vacío de la bodega en nuestro «apartamento». La mesa y las sillas formarían el comedor, y pusimos la lámpara hawaiana sobre la mesa. La alfombra persa fue a parar al suelo, y Lucas trepó por los botelleros (inquietándome) para colgar las luces navideñas, que eran blancas pero adquirían un suave tono dorado en las zonas enroscadas a las botellas de vino. El colchón era autohinchable y fácil de trasladar al somier plegable; me deleité cubriéndolo con sábanas blancas ribeteadas de encajes y algunas colchas para combatir el ligero frescor en el ambiente. Las paredes estaban pintadas de color verde oscuro y para cuando terminamos pensé que no había un apartamento en toda Filadelfia tan bonito como el nuestro. ¿Qué importaba si había botellas en las paredes?

Parecía que, finalmente, las cosas empezaban a irnos bien. Nuestros amigos nos habían ayudado a llegar hasta aquí, pero ya teníamos trabajo y con el tiempo podríamos devolverles el dinero. Habíamos escapado de la señora Bethany y de la Cruz Negra. El único espectro en las proximidades o era pacífico o quería mantenerse alejado de las obsidianas. No podía creer lo bien que estábamos ahora.

Hubo dos ocasiones, no obstante, en que pequeñas nubes me nublaron el ánimo.

La primera vez fue durante la cena —pizza de un pequeño establecimiento situado a unas manzanas de la casa—. La había traído Lucas y nos la comimos en los platos «nuevos». Mientras pensaba cómo íbamos a fregarlos en el lavabo del cuarto de baño pensé en las deliciosas comidas que solía prepararme mi madre. «Me pregunto cuál es la receta de aquella tarta de limón. No era necesario meterla en el horno, y sería idónea en un día caluroso como hoy».

Entonces recordé que no podía preguntárselo. También me pregunté cómo se las había ingeniado mi madre para cocinar cosas tan ricas; los vampiros no pueden saborear la comida como los humanos, de modo que no debió de resultarle nada fácil.

«Les escribiré muy pronto —me prometí—. Puede que envíe a Vic a Medianoche con una nota. Podría decirles que se la mandé por correo desde otro lugar. Querrán saber que estoy bien».

La segunda ocasión llegó poco después, cuando estábamos revisando los DVD. Las paredes estaban desnudas y me dije que sería una buena idea colgar algo, nada demasiado grande, para no crear desperfectos, quizá un dibujo que pudiéramos pegar con cinta adhesiva.

Eso me trajo a la memoria los
collages
de Raquel, los alocados batiburrillos de fotos y colores que tanto le gustaba crear. Solía enseñármelos con gran orgullo. Ahora me odiaba tanto que me había entregado a una gente que había intentado matarme.

Hubiera debido estar furiosa con ella, pero el dolor era demasiado profundo para poder enfadarme. Era una herida que sabía que nunca cicatrizaría del todo.

—¡Eh! —Lucas arrugó la frente preocupado—, ¿estás disgustada por algo?

—Por Raquel.

—Juro por Dios que si algún día vuelvo a verla…

—No harás nada —dije. Me mordí el labio para no llorar. Daba igual lo que Raquel pensara de mí; yo la quería y nada podía cambiar eso.

De modo que todo estaba yendo de maravilla, hasta que amaneció. Era nuestro primer día de trabajo. Yo nunca había trabajado, ni siquiera de canguro; mis padres decían que los niños percibían cosas que escapaban a los adultos, y que era mejor para los vampiros pasar el menor tiempo posible con ellos.

Por consiguiente, ignoraba que trabajar era un palo.

—¡Faltan los refrescos de la ocho! —chilló Reggie, mi supervisor en Hamburger Rodeo, el cual solo me llevaba cuatro años. Tenía el mismo destello cruel en los ojos que muchos vampiros de Medianoche, pero carecía de un poder que lo justificara. Solo una etiqueta plastificada que decía
ENCARGADO
—. ¿Qué ocurre, Bianca?

—¡Estoy en ello! —Una root beer, un refresco de cola y… ¿qué más? Me saqué la libreta del delantal; tanto una cosa como la otra estaban manchadas ya de vinagreta. Tras una hora de formación a primera hora de la mañana, que a todas luces no era tiempo de preparación suficiente, me habían lanzado a la muchedumbre de la hora de la comida. Como una bala, llené los vasos de cubitos de hielo y apreté el surtidor. «Vamos, vamos, vamos».

Los de la mesa ocho recibieron sus bebidas, pero, así y todo, no parecían muy contentos. Querían saber dónde estaban sus Buckaroos de beicon. Confié en que fueran las hamburguesas de beicon. Todo en la carta tenía un estúpido nombre vaquero que guardaba relación con la «temática», al igual que los carteles de viejas películas del Oeste de la pared y la camisa a cuadros con lazo de cuero que tenía que ponerme.

Regresé disparada a la cocina.

—¡Necesito Buckaroos de beicon para la ocho! —grité.

—Lo siento —dijo un camarero mayor que yo mientras salía con una bandeja de hamburguesas para su mesa—. El que no corre, vuela.

—Pero…

—¡Bianca! —aulló Reggie—. La doce no tiene cubiertos. ¡Cubiertos! Salen con los platos, ¿recuerdas?

—Vale, vale.

Iba y venía, iba y venía, una vez tras otra. Me dolían los pies y podía notar cómo la grasa se impregnaba en mi piel. Reggie no paraba de gritarme y los clientes no paraban de refunfuñar porque no les llevaba su asquerosa comida con la suficiente rapidez. Era un infierno, si es que en el infierno se servían patatas fritas cubiertas de queso.

Perdón. «Cheesy Wranglers». Así debíamos llamarlas.

Cuando la actividad del mediodía comenzó a amainar, corrí hasta el bufé de ensaladas para realizar mi «tarea complementaria», es decir, un trabajo que todos teníamos que hacer además de servir mesas. La mía, hoy, consistía en asegurarme de que el bufé de ensaladas estuviera bien surtido en todo momento. Hice una mueca al comprobar que quedaba muy poco de casi todo: salsas, picatostes, tomates y demás. Tardaría por lo menos diez minutos en reabastecerlo.

—No es un buen primer día —me susurró Reggie al oído, como si no lo supiera ya. Sin hacerle caso, regresé rauda a la cocina para trocear tomates.

Agarré el primer tomate, empuñé el cuchillo y empecé a cortar con rapidez… con demasiada rapidez.

—¡Ay! —aullé, agitando el dedo que acababa de cortarme.

—¡Que no caiga sangre en la comida! —exclamó otra camarera. Me llevó hasta el fregadero y abrió el agua fría sobre mi mano—. Es una norma sanitaria.

—No se me da bien esto —dije.

—Todo el mundo la pifia el primer día —repuso con dulzura—. Cuando lleves dos años como yo, lo harás con los ojos cerrados.

La idea de pasar dos años en Hamburger Rodeo me produjo vértigo. Tenía que pensar en otra cosa que hacer con mi vida.

Entonces comprendí que mi sensación de vértigo no venía de ahí. Me encontraba mal. Muy mal.

—Creo que voy a desmayarme —dije.

—No digas tonterías. El corte no es tan profundo.

—No es por el corte.

—Bianca, ¿no irás…?

Se hizo la oscuridad durante lo que me pareció un segundo, como si hubiese simplemente parpadeado. Pero cuando abrí los ojos estaba tumbada sobre la alfombrilla de goma del suelo. Me dolía la espalda y comprendí que había caído con contundencia.

—¿Estás bien? —me preguntó la camarera. Sostenía un trapo sobre el corte de mi mano. Estaba rodeada por algunos camareros y cocineros, las mesas olvidadas a la luz de lo acontecido.

—No lo sé.

—No pensarás vomitar, ¿verdad? —preguntó Reggie. Cuando negué con la cabeza, dijo—: ¿Has sufrido una lesión en el lugar de trabajo que requiera rellenar papeleo?

Suspiré.

—Solo necesito irme a casa.

Reggie apretó los labios, pero probablemente dedujo que podía demandarle si me despedía por estar enferma, así que me dejó marcharme.

Continué mareada mientras esperaba el autobús y durante el largo trayecto a casa. Dentro del bolsillo se apretujaba la penosa calderilla de mis propinas. Si no me hubiera encontrado tan mal, me habría deprimido tener que volver a Hamburger Rodeo al día siguiente.

En lugar de eso, traté de aguantar… y de no pensar.

Traté de no pensar que me había sentido igual el día que Lucas y yo estábamos despejando de escombros el túnel de la Cruz Negra, y que el malestar me duró dos días.

O que últimamente mi sed de sangre, que había ido en aumento desde el día que mordí por primera vez a Lucas, casi había desaparecido.

«No alucines —me dije—. No puedes estar embarazada». Habíamos tomado precauciones y, además, esa sensación había empezado antes de que Lucas y yo hiciéramos el amor por primera vez. No, no temía estar embarazada.

Fuera lo que fuese, sabía que me estaba pasando algo. Se avecinaba un cambio.

Capítulo quince

—N
o tiene gracia —repetí por cuarta vez, pero no pude evitar sonreír.

—Sé que no la tiene. Necesitamos el dinero. —Lucas consiguió mantener la seriedad hasta que añadió—: Y el de Hamburger Rodeo es un trabajo tan difícil que la mayoría de la gente no aguantaría ni cuatro días.

—Cierra el pico.

Le propiné un puñetazo en el hombro, pero me estaba riendo tanto como él. Aunque resultaba bochornoso volcar una bandeja repleta de vasos de agua en medio del restaurante, por lo menos había conseguido empapar a Reggie en el intento. Había perdido mi trabajo dos días después de regresar de mi baja por enfermedad, lo cual me habría preocupado si no hubiese sido tan cómico.

Lucas estaba retirando el celofán de un par de pizzas de microondas, que era lo que cenábamos la mayoría de las noches. Aunque ahora teníamos libertad para comprar lo que quisiéramos en lugar de conformarnos con las tristes raciones que servía la Cruz Negra, no nos sobraba el dinero. Además, ninguno de los dos sabía cocinar. Tampoco me importaba. Últimamente no tenía mucho apetito.

—¿Qué tal te ha ido el día? —le pregunté. Lucas no hablaba mucho de su trabajo en el taller; simplemente llegaba a casa oliendo a gasolina. Pero no me importaba. Lo primero que hacía era meterse en la ducha, y salía caliente, húmedo y con un olor delicioso.

—Como siempre —se limitó a decir—. Oye, no te preocupes más por la hamburguesería. Encontrarás algo mejor. Deberías rellenar algunas solicitudes en las librerías de la ciudad. A ti te encanta leer.

—Es una buena idea.

¿Qué prefería recomendar? ¿Jane Austen o Buckaboos de beicon? La respuesta era obvia.

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