No era tan sencillo, y los dos lo sabíamos. No obstante, si Lucas estaba realmente dispuesto a dar ese paso conmigo, podía considerarlo.
—Tú también te convertirías en vampiro —dije—. Haríamos el cambio juntos. ¿Te ves capaz?
Lucas negó con la cabeza.
—No.
—¿Qué?
—Bianca, tienes que prometerme, tienes que jurarme por lo que más quieras en este mundo, que una vez que esté muerto me destruirás antes de que vuelva en mí. No permitas que resucite como un vampiro. Quiero morir.
De modo que podía aceptar mi transformación pero no la suya. La frágil esperanza que había sentido durante unos segundos se hizo añicos.
Lucas tiró del cuello de su camisa, dejando su cuello al descubierto. Quedamente, repitió:
—Bébeme.
—Quieres que te mate —susurré—. Darías tu vida por salvarme.
Me miró como diciendo que era algo obvio, algo necesario, y los ojos se me llenaron de lágrimas.
—Sé lo que hago —dijo. Las sombras de la habitación le enmarcaban la cara como si la luz lo enfocara solo a él—. Estoy listo. Lo último que sabré es que tú estarás bien. No necesito más.
Sacudí la cabeza.
—No.
—Sí —insistió, pero todavía me quedaban fuerzas para oponerme.
—¿Cómo esperas que siga viviendo sabiendo que diste tu vida por salvarme? Viviría torturada por el sentimiento de culpa, Lucas. No puedo. No me pidas que haga eso.
—¡No tienes que sentirte culpable! ¡Quiero que lo hagas!
—¿Podrías tú? —le pregunté—. ¿Podrías matarme, aunque fuera para salvar tu propia vida?
Me miró fijamente, tratando sin conseguirlo de imaginarse haciendo eso.
—Tienes que prometerme que tendrás una buena vida —dije—. Que no te pasarás los días llorando mi muerte.
—Oh, Dios. —Lucas contrajo el rostro y supe que estaba al borde de las lágrimas. Enterró la cara en las mantas y posé una mano en su pelo—. Bianca, por lo que más quieras, hazlo. Sálvate. —Pude ver en sus ojos que su determinación comenzaba a flaquear, que si le insistía me dejaría convertirlo en vampiro. Pero sabía que para él eso sería mayor sacrificio aún que morir. Comprendí entonces que no podía pedirle que lo hiciera, ni para salvarme a mí, ni por ninguna otra razón.
—No —dije, y esta vez sabía que comprendería que mi respuesta era definitiva—. Prométemelo, Lucas.
—¿Qué clase de vida quieres que tenga sin ti? Tú eres lo único bueno que me ha ocurrido en la vida.
Rompí a llorar. Lucas me apretó la mano con fuerza. Luego apoyó la cabeza en mi hombro y me reconfortó saber que al menos lo tenía cerca.
Transcurrido un rato, ya no pude seguir sosteniendo su mano con la misma fuerza. Me pareció que las sombras de la habitación se oscurecían. La preocupación de Lucas fue en aumento, pero no podía prestar atención a sus palabras, y tampoco tenía fuerzas para responder.
Me trajo agua, pero apenas pude beber. Me venció el sueño —creo que era sueño— y cuando desperté tuve la impresión de que había pasado mucho tiempo.
Lucas estaba con la espalda y las manos apoyadas contra la pared, como si la estuviera sosteniendo. Su mirada era desesperada.
Al ver que estaba despierta, dijo:
—He estado a punto de pedir una ambulancia. No serviría de nada, pero aquí tampoco puedo hacer nada por ti.
—Solo deseo tenerte cerca —susurré. El pecho me pesaba enormemente. Me costaba mucho hablar.
Un fuerte escalofrío me recorrió por dentro. Mi cuerpo se me antojaba demasiado pesado y febril para poder soportarlo. Quería salir de él. Quería liberarme.
Lucas debió de leer en mi rostro lo que estaba sintiendo, porque abrió los ojos de par en par. Se acercó y me puso una mano en la mejilla. Durante unos segundos buscó algo que decir, pero finalmente susurró:
—Te quiero.
—Te qui… —No pude terminar la frase. La habitación se sumió en la oscuridad y el rostro de Lucas desapareció. Sería tan fácil dejarse ir.
Me entregué a la marea que tiraba de mí hacia abajo.
Y fallecí.
N
o había ya ninguna conexión; esa es la única manera en que se me ocurre describirlo. Por ejemplo, era consciente de que la ley de la gravedad seguía funcionando —podía sentir la diferencia entre la tierra y el cielo—, pero no parecía afectarme. Podía flotar hacia arriba y hacia abajo y a veces tenía la sensación de estar haciendo ambas cosas al mismo tiempo.
Después de días con el cuerpo cada vez más dolorido, hasta que al final sentía que no existía otra cosa que pesadez y sufrimiento, ahora era ligera y libre como una pluma. Pero era una sensación vacía. Me sentía hueca. Perdida.
Traté de abrir los ojos, hasta que caí en la cuenta de que ya podía ver. Pero lo que veía carecía de sentido. El mundo entero se había teñido de un color gris azulado, lechoso, por el que flotaban sombras que nunca adquirían un contorno reconocible. Intenté moverme, pero las piernas, pese a no tenerlas atadas, no me respondían.
«¿Cuánto tiempo llevo así?», pensé. Había perdido la noción del tiempo. Podía llevar diez segundos como un año, y no podía recordar cómo distinguir una cosa de otra. «Boba, empieza por contar tus respiraciones. O tus pulsaciones. Una u otra cosa te lo dirá».
Entonces me di cuenta de que no tenía pulsaciones. Allí donde debería tener el pulso —el calor y el ritmo regular, constante, justo en el centro de mi cuerpo— no había nada.
El descubrimiento me impactó; fue un golpe en cierto modo aún más fuerte por no tener un cuerpo que lo recibiera. Mi pánico cortó la neblina que me envolvía y por un momento el espacio se aclaró y pude ver dónde me encontraba.
Seguía en la bodega, pero ya no estaba en la cama, sino flotando cerca del techo. Desde lo alto podía verme tendida en la cama. Estaba blanca como las sábanas y mis ojos miraban al vacío.
Junto a la cama estaba Lucas, de rodillas, la frente sobre el colchón, al lado de mi mano inerte. Se había cubierto la cabeza con los brazos, como si intentara protegerse de algo, aunque ignoraba de qué. Los hombros le temblaban, y comprendí que estaba llorando.
Al verle sufrir de ese modo quise consolarle. ¿Por qué no me incorporaba y le consolaba? Estaba ahí mismo, tumbada a su lado.
«Un momento, esa no soy yo. Yo soy yo.» ¿Cómo podía existir una diferencia entre la persona que veía tumbada en la cama y la que estaba viéndolo todo? No tenía sentido.
«Lucas —le llamé—. Lucas, estoy aquí. Mira hacia arriba. Solo tienes que mirar hacia arriba». Pero carecía de voz, de lengua, de labios con los que pronunciar las palabras.
Para mi asombro, Lucas levantó la cabeza. Pero no miró hacia arriba, y no parecía que hubiera oído nada. Tenía los ojos apagados y rojos. Se secó las mejillas con el dorso de la mano y alargó el brazo hacia mí, hacia ese yo que yacía en la cama. Horrorizada y fascinada a la vez, vi cómo posaba sus dedos en mis párpados para cerrarlos. Ese gesto pareció agotar las pocas fuerzas que le quedaban, porque se desplomó hacia delante y permaneció tan inmóvil como el cuerpo que reposaba en la cama. Mi cuerpo.
No. Eso no podía ser así. No iba a pensar esas cosas. Lo que fuera que estaba pasando ahora mismo era un error, un gran error, y podríamos solucionarlo en cuanto encontráramos la manera.
Me había comunicado con él hacía solo un instante, ¿o no? Cuando dije su nombre me oyó, aunque él no fuera consciente de ello. Tenía que llamarle de nuevo. «Lucas, estoy aquí. Justo aquí. Solo tienes que mirarme».
No se movió.
«Quizá me oiga si me acerco un poco más», pensé. Pero ¿cómo? Ahora que parecía estar separada de mi cuerpo, todavía no sabía muy bien cómo —o si— podía moverme.
Miré de nuevo a Lucas y vi la angustia reflejada en su cara. Parecía terriblemente solo y perdido. Quise abrazarle, tranquilizarle…
Y ese deseo fue como un cable que tiró de mí desde el techo hasta Lucas. De repente podía sentir el calor de su cuerpo a mi alrededor, reconfortante como una manta, y me percaté de que había penetrado en él. «¡Lucas!».
Pegó un brinco. Puso los ojos como platos, se apartó de la cama y se arrastró hasta la pared.
¿De qué tenía miedo? «Lucas, estoy aquí».
Ya sabía, sin embargo, que no había oído mis últimas palabras, y no creía que pudiera verme. Lucas parpadeó un par de veces y se desplomó contra la pared. Era evidente que creía haberlo imaginado.
De pronto, tampoco yo podía verle a él. La neblina gris azulada me envolvió de nuevo y volví a sentir que flotaba. ¿Estaba subiendo o bajando? De hecho, ¿me estaba moviendo? No tenía forma de saberlo.
«Tengo que volver a encontrar mi cuerpo —me dije—. Si lo encuentro, podré deslizarme dentro de él». Imaginé que sería como entrar en un saco de dormir y subir la cremallera. Parecía muy fácil. Entonces, ¿por qué no podía encontrar mi cuerpo?
«Ya no es tuyo».
Sobresaltada, intenté mirar a mi alrededor para ver quién había hablado, pero no podía mirar hacia ningún lado, y aún menos ver algo aparte de la espesa neblina. Además, más que oír una voz, la había percibido.
«Voy a regresar a la bodega —me dije—. Quiero estar con Lucas, así que voy a estar con él, ahora mismo».
Y dicho esto, volví a estar con Lucas, pero no en la bodega. Estaba en el camino de entrada de la casa de los Woodson; yo parecía estar justo detrás de él, como si estuviera mirando por encima de su hombro. Estaba a punto de amanecer; el cielo había empezado a clarear. Un coche acababa de detenerse en el camino y de él salió una figura alta.
Balthazar echó a andar hacia Lucas con el rostro demacrado y tenso. Todavía tenía la piel marcada y caminaba más despacio de lo normal, pero se había recuperado de casi todas sus heridas.
—¿Cómo está? —dijo. Entonces miró detenidamente a Lucas y se detuvo en seco—. Oh, no.
—Bianca… —Lucas no pudo continuar. Podía ver el movimiento de los músculos de su mandíbula, como si estuviera esforzándose por hablar—. Bianca ha muerto.
—No. —Balthazar sacudió la cabeza. Su expresión era casi de pánico—. Te equivocas.
—Está muerta —repitió Lucas.
Oírlo de su boca lo hizo real. Quise gritar, pero no pude. Quise correr, pero también eso me fue imposible. No podía seguir negando lo que había sucedido.
—Déjame verla —dijo Balthazar.
Lucas respondió apartándose. Cuando Balthazar pasó raudamente junto a él, tuve la sensación de que me atravesaba. Fue una sensación extraña, desde luego, pero alucinante, porque durante un segundo toda la fuerza y la desesperación y el amor de Balthazar resonaron dentro de mí. No era como estar viva, pero era algo real, más real que yo.
Cuando Balthazar entró corriendo en la bodega, fue como si me arrastrara con él. Quizá se debiera a la forma en que me había atravesado; no estaba segura. Solo sabía que avanzaba flotando por los largos pasillos de botellas hacia la silueta de Balthazar, que lo adelantaba y de pronto estaba en la habitación mirándole mientras él contemplaba mi cuerpo.
Mi cuerpo yacía exactamente donde lo había visto por última vez, y me pareció que tenía buen aspecto. Algo enfermizo, quizá, pero exactamente igual que el que supuse que tenía cuando dormía. La única diferencia era que no respiraba. Y eso podía arreglarlo, ¿no? Solo tenía que meterme otra vez dentro.
Parecía fácil, pero no lo era. Contemplé fijamente mi cuerpo, tratando de sentir la misma atracción magnética que Lucas y Balthazar ejercían ahora en mí. Si pudiera acceder a esa misma energía, razoné, sería arrastrada de nuevo hasta mi cuerpo y resucitaría.
Pero la atracción no se produjo.
Transcurrido un rato —varios minutos, pensé, pero no podía asegurarlo—, Balthazar se levantó. Detrás de él, oí los pasos de Lucas. Ahora estaban los dos de pie frente a la cama, mirándome.
La voz de Balthazar sonó ronca cuando preguntó:
—¿Qué ha pasado?
—Lo que te explicaba en la carta. —Lucas parecía agotado. Me pregunté cuánto tiempo llevaba sin dormir—. Cada vez estaba más débil. Sabíamos que los médicos no podían hacer nada, así que tuve que limitarme a ver cómo…
Tragó saliva. Balthazar vaciló y por un momento pensé que iba a darle una palmada en el hombro, pero me equivocaba.
—Traté de convencerla para que se transformara —prosiguió Lucas—. Le ofrecí que me utilizara para convertirse en vampira, pero se negó a hacerlo a menos que yo me transformara también. Le dije que no. —Clavó un puño en la pared—. Maldita sea, ¿por qué no le dejé hacerlo?
Balthazar sacudió la cabeza.
—Bianca tomó la decisión adecuada. No solo por ti, sino también por ella. Hay cosas peores que la muerte.
—Tendrás que perdonarme, pero en estos momentos no puedo compartir tu opinión.
—Lo entiendo.
Se quedaron contemplándome como centinelas. Yo quería gritarles que todo eso era un error, que podíamos hacer algo para resolverlo, si bien había empezado a dudarlo.
«Estoy muerta. Esta es la experiencia extracorporal sobre la que he leído tantas veces, y en cualquier momento aparecerá una luz brillante y tendré que caminar hacia ella».
Quería llorar, pero para llorar necesitaba un cuerpo. Ni siquiera podía contar con ese desahogo. Toda mi pena y mi miedo permanecían encerrados dentro de mí, sin otro lugar adónde ir.
Finalmente, Lucas dijo:
—No puedo llamar a la policía ni a una ambulancia. Son muchas las cosas que no puedo explicar.
—No, no puedes hacerlo —convino Balthazar—. Tendrás que enterrarla aquí, y antes de que salga el sol para que nadie te vea. Yo te ayudaré.
Lucas soltó un suspiro largo y trémulo.
—Gracias. —Era la primera vez que le veía bajar la guardia con Balthazar. Se miraron sin rencor; los celos y la desconfianza habían desaparecido.
Balthazar rodeó la cama y me apartó el pelo de la cara. Se inclinó y me besó en la frente; tuvo un estremecimiento y me di cuenta de que estaba luchando por contener las lágrimas. Segundos después había recuperado su determinación y solemnidad. Retiró la colcha y me ciñó la sábana al cuerpo antes de levantarme en brazos.
«Van a enterrarme. ¡Si me entierran no podré volver!». Me resistía a aceptar que seguramente no podría volver de todos modos. Solo podía pensar en que tenía que impedir que me enterraran. «Balthazar, Lucas, deteneos, por favor. ¡Tenéis que deteneros!».
En lugar de eso, Balthazar me alejó unos pasos de la cama. Tenía la mirada inquieta, y no se atrevía a bajarla.