—¡Este coche no es de los vampiros! Sabes muy bien que lo han robado. Lo que significa que si la policía nos encuentra con él, pensará que lo hemos robado nosotros.
—No nos encontrará si reduces la velocidad y dejas de conducir como una loca. —Lucas me colocó una mano en el hombro—. Vamos, respira hondo. Oh, eh… gira a la izquierda.
Giré a la izquierda y me di cuenta de que reconocía la calle por mis viajes en autobús; estábamos cerca del barrio de Vic y nuestro hogar temporal. Eso me ayudó a calmarme. Antes o después tendríamos que deshacernos del coche, pero por el momento estábamos a salvo.
Llegamos hasta el final del camino de la casa de Vic y atravesamos el impecable césped. Confié en que los neumáticos no se hundieran demasiado en la tierra. Cuando el coche hubo quedado relativamente oculto detrás de la casa, me detuve.
Se me hizo extraño volver a entrar en la oscura y silenciosa bodega. No había cambiado, pero sentía que yo sí. Me quité las chanclas y me solté el pelo con manos temblorosas.
Lucas apoyó las manos en la pared y dejó caer la cabeza, como si no pudiera dar un paso más. La cinta plateada le había dejado marcas rojas en las muñecas. Me estremecí al observar la silueta de sus anchos hombros.
Me miré las muñecas, la delicada pulsera que Lucas me había regalado. Un regalo de cumpleaños, un feliz símbolo de un día que parecía que hubiera ocurrido hacía una eternidad en lugar de hacía solo unas horas.
—Charity no dejará de buscarte —dijo Lucas—. Está obsesionada contigo. Cree que eres la barrera entre ella y Balthazar.
—Eso no importa —susurré.
—Bianca, no podemos quedarnos en Filadelfia. Tenemos que irnos a otro lugar. Ignoro adonde, pero…
—Eso no importa esta noche —repetí.
Lucas se volvió para replicar, pero nuestras miradas se cruzaron y calló. Posé una mano en su pecho para sentir el ritmo de su respiración, los latidos de su corazón.
«Estamos vivos —pensé—. Estar vivos es esto».
—Bianca…
—Chissst.
Deslicé los dedos por sus labios, por su robusto cuello, por su protuberante nuez. Notaba cómo su respiración se aceleraba con mis caricias. Pero seguía estando demasiado lejos. Las manos me temblaban cuando le saqué la camiseta por la cabeza. Ahora podía rodearle la cintura con las manos y descansar la cabeza en su pecho. Podía oír su pulso raudo contra mi oreja, como el mar en una caracola. Seguía sin bastarme.
—Más cerca —susurré, pidiéndole un beso.
Lucas me besó y sus manos empezaron a tirar de mi vestido como yo había tirado de su ropa. Le ayudé a retirar los tirantes sin interrumpir en ningún momento el beso, porque no quería dejar de tocarle.
El vestido cayó al suelo. Sentí su piel contra mi piel, su olor a cedro era el único aire que podía respirar. Lo único que llevaba puesto ahora era la pulsera de coral, que brilló sobre su piel desnuda cuando me condujo hasta nuestra cama.
Amanecí en un estado deplorable. Probablemente se debía a que había sido perseguida por vampiros y aporreada por aguanieve, además de haberme congelado, pero Lucas se asustó.
—Me dijiste que te has encontrado mal otras veces. —Colocó una mano en mi frente, un gesto inútil teniendo en cuenta que su temperatura corporal casi siempre era más alta que la mía—. ¿Has vuelto a tener mareos?
—¿Cómo voy a saber si estoy mareada si aún no me has dejado salir de la cama? —Señalé la colcha que me cubría y las almohadas que tenía debajo de la cabeza—. Normalmente tienes que levantarte para saberlo.
—Solo estoy preocupado.
—Bueno, pues ya somos dos. Pero no quiero que te inquietes.
Lucas se sentó pesadamente en una esquina de la cama y apoyó la frente en una mano.
—Te quiero, Bianca, de modo que no puedo evitar preocuparme. Te está ocurriendo algo que ni tú ni yo comprendemos. Es preciso que hablemos con vampiros, pero no con el tipo de vampiros con los que peleamos anoche.
—He estado considerando la posibilidad de hablar con mis padres —confesé—. No porque quiera… aunque quiero…
Me cogió la mano para indicarme que me comprendía.
—… aunque dudo mucho que estén dispuestos a escucharnos.
Por mucho que me disgustara aceptar eso, sabía que era cierto. Mis padres responderían a mi llamada de una única manera: vendrían a buscarme, harían lo que fuera por separarme de Lucas y probablemente también intentarían obligarme a convertirme en vampira.
Lucas lo meditó unos instantes. Parecía que tuviera dificultades para hablar.
—Esto… ¿y si hablamos con Balthazar?
Sabía que le había costado mucho admitir que quizá Balthazar fuera el único que podía ayudarme. Pero era otro callejón sin salida.
—Ya se lo pregunté en el internado hace un año. Ignora qué les ocurre a los hijos de vampiros que no terminan la transformación.
—Maldita sea.
Lucas se puso a caminar de un lado a otro. Yo le observaba desde mi enredo de sábanas. «Olvídalo —quería decirle—. Tal vez no sea nada. Hemos logrado escapar de Charity, ¡deberíamos estar celebrándolo!».
Ahí estaba yo, tratando de simular que todo iba bien. Le había contado la verdad a Lucas, en parte, para dejar de hacerlo. Había llegado el momento de afrontar la situación.
Lucas se detuvo en seco.
—Estamos dando por sentado que lo que te pasa tiene que ver con tu parte vampira. Pero ¿y si no es así? Puede que simplemente estés enferma, que estés pillando la neumonía del paseante o algo parecido.
—Puede. También lo he pensado.
Los vampiros nunca pillaban virus ni padecían apendicitis, pero durante mi infancia había tenido resfriados y dolores de barriga como cualquier niño. En los últimos años había gozado de una salud excelente y mis padres decían que era mi fuerza vampírica fortaleciendo mi sistema inmunológico. Sin embargo, todavía existía la posibilidad de que pudiera enfermar como cualquier otra persona.
—Dana tuvo la neumonía del paseante hace dos años. Le quitaba el apetito y la dejaba sin fuerzas. Puede que solo sea eso.
—Puede.
La idea me gustaba. Demasiado, a decir verdad… Nadie debería desear tener neumonía, pero era preferible a la otra alternativa.
Lucas volvió a sentarse en la cama, más animado de lo que lo había estado desde la visita al planetario.
—Por lo tanto, te llevaremos al médico. Que te examine y averigüe qué tienes.
Me parecía una buena idea, salvo por un detalle. Vacilante, pregunté:
—¿Podemos pagar un médico?
—Tenemos dinero suficiente para una visita a un consultorio. Se llevará nuestros ahorros, pero nos apañaremos.
—¿Y si necesito antibióticos? Lucas, los antibióticos son muy caros…
—Si necesitas antibióticos, venderemos el coche.
—¿El coche robado?
—¿De qué otro coche quieres que hable? —Lucas se negó a mirarme a los ojos.
—¡Lucas, eso no estaría bien! Ese coche pertenece a alguien que seguro que quiere recuperarlo. —No podía creer que hubiera dicho eso—. Además, ¿cómo piensas hacerlo? Es un coche robado. No es fácil vender un coche robado. Lo he visto en la tele. Hay números de serie y un montón de cosas para identificarlo.
Lucas soltó un largo suspiro.
—Bianca, trabajo en un
chop shop
.
Le miré sin comprender. ¿Qué era un
chop shop
? Lo primero que me vino a la cabeza fue el
chop suey
y pensé que se refería a un restaurante chino. Pero Lucas trabajaba en un taller.
—No entiendo.
—Un chop shop es un taller de coches robados. —Lucas hablaba mirándose las manos, frotándose distraídamente la piel levantada de las muñecas—. Les borramos los números de identificación, los desmontamos para obtener las piezas, los repintamos, amañamos matrículas, lo que la gente necesite. No me enorgullece, pero sé hacerlo.
—¿Por qué trabajas en un lugar así?
—Sé realista, Bianca. Aún no he cumplido los veintiuno y ni siquiera tengo el título de secundaria, por no hablar del título de mecánico. ¿Quién más crees que estaría dispuesto a contratarme? Odio trabajar con sinvergüenzas. Lo odio tanto que algunas mañanas siento ganas de vomitar. Pero tengo que hacer algo para mantenernos, y esos son prácticamente los únicos lugares donde puedo encontrar trabajo.
Las mejillas me ardían. Me sentía una estúpida por no haber sido más consciente de nuestra situación. Su orgullo debía de atormentarle cada día; Lucas tenía un fuerte sentido del bien y el mal. Hacía este trabajo únicamente porque pensaba que tenía que hacerlo, por nosotros.
Le acaricié la mano.
—Lo entiendo.
—A veces me gustaría entenderlo yo. —Lucas se enderezó—. Oye, sé que el dueño de ese coche merece recuperarlo, pero te apuesto un millón de pavos a que no necesita recuperarlo porque necesita el dinero para comprar medicamentos a alguien a quien quiere. Si supiera lo mucho que tú lo necesitas, ¿crees que su enfado sería menor?
Asentí enérgicamente. Me había convertido en una carga, y nos estábamos convirtiendo en delincuentes. Me dolía, pero tenía que aceptar las consecuencias de nuestras elecciones… y de mi naturaleza.
Al final resultó que había un consultorio gratuito en uno de los hospitales de la ciudad, de modo que Lucas se tomó el día libre y me acompañó. En cuanto entramos, comprendimos por qué era gratuito. Todas las sillas de la sala de espera estaban ocupadas, algunas con gente mayor que parecía estar sola y perdida, otras con familias enteras que parecían haber llegado en tropel. Se oían toses por todos los rincones. En las paredes, carteles ya amarillentos advertían de diferentes riesgos para la salud, en especial sobre las enfermedades de transmisión sexual.
Anoté mi nombre en una vieja tablilla, al final de una larguísima lista que ocupaba varias hojas. El lugar olía a desinfectante.
—Siéntate —dijo Lucas—. Tienes que descansar las piernas.
Aunque me habría gustado decirle que no me hiciera tanto de madre, lo cierto era que necesitaba sentarme. Me sentía débil, y tan pronto tenía frío como calor. A veces quería una manta; otras veces me sobraba hasta el vestido de tirantes.
Lucas se sentó a mi lado y hojeamos algunas de las revistas repartidas por la sala de espera. Trataban, en su mayoría, sobre la función de los padres con niños pequeños. Las portadas mostraban niños sanos y felices que poco tenían que ver con los niños que gimoteaban a nuestro alrededor. Las revistas estaban gastadas y dobladas por las esquinas; la primera que cogí tenía casi dos años.
—Este lugar da escalofríos —susurré a Lucas.
—A mí no me parece tan horrible —repuso él, encogiéndose de hombros.
Comprendí que Lucas no había estado nunca en otro lugar para recibir atención médica. La Cruz Negra no estaba dispuesta a pagar más, y nunca pasaban en un mismo lugar el tiempo suficiente para tener un médico de cabecera.
Me acordé de mi pediatra en Arrowwood, el doctor Diamond. Era un hombre amable, con gafas, que siempre me dejaba elegir tiritas con mis personajes de dibujos animados favoritos antes de pincharme. Mamá contaba que me había llevado a él desde que era un bebé, y que cuando nos mudamos a Medianoche ya era demasiado mayor para seguir visitándole. Durante todo ese tiempo que pasó administrándome vacunas y comprobando mis reflejos nunca notó nada raro en mí, aunque sí mencionó en una ocasión que parecía que por mi madre no pasaran los años.
Mi experiencia con el doctor Diamond me había convencido de que si lo que tenía era simplemente un virus, un médico podría ayudarme. Si el problema era algo vampírico, mala suerte para mí, pero por lo menos el médico no se daría cuenta.
Tardaron una eternidad en decir mi nombre, pero finalmente lo hicieron. Lucas me dijo adiós con la mano cuando entré.
Una enfermera de constitución robusta, en cuya placa se leía
SELMA
, entró en la sala de reconocimiento conmigo.
—¿Cuál es el problema?
—Tengo mareos. —El papel que cubría la camilla se arrugó cuando tomé asiento—. Y no tengo hambre.
Selma me lanzó una mirada.
—¿Alguna probabilidad de que estés embarazada?
—¡No! —Me puse roja como un tomate. Sabía que los médicos podían hacer esa clase de preguntas, pero así y todo me sorprendió—. Bueno, tengo… tengo relaciones sexuales, sí, pero tomamos precauciones. Estoy segura de que no estoy embarazada, en serio.
—Te examinaré. —Selma me metió un termómetro en la boca, que mantuve obedientemente bajo la lengua mientras buscaba el manguito para tomarme la tensión—. ¿Cómo te encuentras hoy?
Giré la mano a un lado y otro.
Así, así
.
Selma asintió, y se disponía a ponerme el manguito en el brazo cuando se detuvo en seco. Miré de soslayo y vi que estaba contemplando la pantallita del termómetro. Marcaba 32,8 grados.
Siempre había tenido la temperatura un poco baja —el doctor Diamond solía bromear de que estuviera a 36—, pero esa cifra no estaba por debajo de lo normal. Por lo visto, 32,8 sí.
—Dámelo. —Selma me sacó el termómetro de la boca, volvió a ponerlo a cero y volvió a metérmelo. Me colocó el manguito en el brazo y empezó a inflarlo; una estrecha tira de presión me exprimió el bíceps.
Mantuve los ojos clavados en la pantallita del termómetro. «Vamos —pensé—. Sube. Por lo menos hasta 36. Eso no le parecerá tan raro».
La lectura descendió a 32,2 grados.
Selma abrió los ojos de par en par. Al principio creí que había visto el resultado, pero luego comprendí que también le pasaba algo a mi tensión arterial. Me quitó el manguito.
—Túmbate —me ordenó—. Voy a llamar ahora mismo al doctor.
—No corre prisa —dije débilmente—. En serio, solo me noto algo mareada.
—Túmbate antes de que caigas redonda al suelo. —Selma me empujó los hombros hacia atrás. Pese a su contundencia, tenía maneras amables; debía de ser una buena enfermera. Salió como una exhalación y yo permanecí tumbada en la camilla, con las manos cruzadas sobre la barriga, tratando de convencerme de que mi problema no era grave.
Por desgracia, sabía que sí lo era.
«Si tuviera la neumonía del paseante no estaría tan baja de temperatura —pensé—. O la gripe u otro tipo de virus. La gente tiene fiebre cuando contrae esa clase de enfermedades. Y no creo que afecten a la tensión».
En otras palabras, tuviera lo que tuviese no se trataba de una enfermedad humana.
Desde el fondo del pasillo me llegaba la voz de la enfermera hablando enérgicamente con alguien, seguramente con uno de los médicos. ¿Consideraban lo mío un caso urgente? Si así fuera, ¿me dejarían volver a casa?