Diario de un Hada (14 page)

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Authors: Clara Tahoces

Tags: #Fantástico, Infantil y Juvenil

en San Juan solución hallarás,

mas...

... precaución deberás mostrar

en contar el remedio

antes de la salida del Sol...

o sin ayuda quedarás.

Parecía que las hadas habían querido redactar el manuscrito en forma de pequeñas coplillas, precisamente para que fuesen pegadizas, y fáciles de recordar. Hay que tener en cuenta que cuando el tratado fue escrito se creían en grave peligro.

Otra de las cosas que resaltaban las hadas sobre las hierbas era la importancia de saber prepararlas:

Quien sus propiedades desee extraer,

especial cautela habrá de poner,

no debiéndose colocar

ni más ni menos cantidad,

pues efectos adversos traerá.

Además, hacían hincapié en la necesidad de que el estado de ánimo del recolector fuese óptimo, pues de otra manera podía influir en el preparado final. Así lo exponían:

Alma serena,

mente relajada,

visión clara

y gran concentración,

fuentes de inspiración son.

También es necesario realizar una preparación física previa, pues el cuerpo (aunque sea diferente al vuestro) debe estar en consonancia con el alma:

Ayunos y limpiezas habrás de observar,

pues cuerpo y alma

juntos deberán perseverar,

para la evolución alcanzar.

No pegué ojo estudiando todas aquellas premisas mágicas. No obstante, el tratado era tan voluminoso que aún no había descubierto lo que buscaba, es decir, una fórmula capaz de devolver la visión a una persona.

En el día de la brisa

A
la mañana siguiente tuve que continuar con mis tareas diarias. No podía dejarlas de lado. Empleaba las noches para seguir aprendiendo del libro de las hadas, repleto de sabiduría y buenos consejos. Mi impaciencia por absorber todos aquellos conocimientos hacía que me pusiese nerviosa... No en vano, la noche de San Juan estaba a la vuelta de la esquina, y con ella mis ilusiones y temores.

Una madrugada, por fin, encontré la información que aludía a la curación de la ceguera. En el manuscrito se detallaban todas las hierbas necesarias para la preparación de una pomada mágica.

Quisiera exponerlas aquí, una por una, igual que yo di con ellas. Sin embargo, esta receta, en manos de una persona de escasa moralidad, puede acarrear el efecto contrario al deseado. Y no necesariamente porque el humano quiera causar un mal, sino porque las leyes de la naturaleza son inexorables, y saben distinguir cosas que tal vez nos afanamos por ocultar. Por ello, para evitar posibles tentaciones, prefiero omitir los componentes.

Tan sólo diré que una de las hierbas imprescindibles para poder elaborar la pomada crece en un enclave muy concreto, al que no tuve más remedio que desplazarme: en los bosques cercanos a Riopar (Albacete), y en concreto en las inmediaciones del nacimiento del río Mundo.

En ese lugar habita una encantada que tan sólo sale en la noche de San Juan para buscar marido o, en su defecto, alguien que tenga la capacidad de desencantarla. Todos los años, repite el mismo ritual, y todos... fracasa. Esto es, al menos, lo que ella me explicó cuando viajé hacia la región.

Para llegar al nacimiento del mencionado río era menester atravesar varios puertos de montaña. El aire allí —pese a la tala de árboles, empleados para abastecer las pequeñas cabañas, refugio de los amantes del turismo rural— se respiraba pruo, la vegetación era muy vasta y los animales salvajes todavía tienen ahí un pequeño reducto en el que vivir.

De acuerdo con el tratado, las indicaciones eran manifiestas:

Si...
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quieres recolectar,

a Riopar habrás de viajar,

mas no la podrás tocar,

tan sólo admirar...

hasta la fecha que debes observar.

Además, el tratado especificaba que esta hierba exigía un tratamiento especial. El receptor no podía dormirse hasta que la fórmula hubiese sido aplicada:

Si sus propiedades quieres comprobar,

despierto debes estar,

o efectos no deseados

habrás de notar.

Por eso, cuando conocí a la encantada de la cascada, Furiela, lo primero que hice fue preguntarle por aquella extraña hierba.

—Ahí la tienes. Aquí crece por todas partes —señaló—. ¿Para qué la quieres? Que yo sepa, sus utilidades no justifican un viaje tan largo, sobre todo cuando existen otras hierbas que cumplen sus mismas funciones.

—Es cierto —manifesté—, pero combinada con varias, se convierte en un remedio muy eficaz, de propiedades que van más allá de las meramente curativas; se transforma en una hierba mágica, una planta de poder —susurré por temor a que nos escuchase alguien.

—¿Serviría para que algún muchacho del pueblo se fijase en mí? —preguntó intrigada.

—Me temo que no. ¿Por qué buscas un marido tan afanosamente? —inquirí.

—Es lo que se supone que debo hacer para alcanzar el desencantamiento. Hace casi setenta años... creí haberlo logrado... Sin embargo, el chico huyó —dijo Furiela apenada.

Entonces, me contó la táctica que le había sido encomendada emplear para tal fin, sin que pudiera salirse de estos parámetros. Era necesario que esperara a la noche de San Juan para mostrarse visible a vuestros ojos. Con posterioridad, estaba obligada a aguardar a que un muchacho se adentrase hasta la cascada. Allí, colocaba una pañoleta en el suelo con varios objetos: un peine de oro, un espejo o unas tijeras, entre otros.

Cuando el joven aparecía, ella le formulaba la siguiente pregunta: «¿Qué prefieres, el peine o mis cabellos?».

Si el muchacho contestaba que quería el peine, nada se podía hacer, más que esperar hasta la siguiente noche de San Juan. La respuesta que debería haber dado el hombre sería algo así como: «El peine es valioso, pero tus dorados cabellos me agradan más».

Si se diese el casual de que esto sucediese, el hada quedaría desencantada y o bien el chico tiene la opción de casarse con ella (siempre que respete el tabú del silencio, no pudiendo revelar nunca en qué condiciones conoció a su esposa) o, si el joven no desease desposarse con ella por estar ya comprometido, o simplemente porque no entra dentro de sus planes el matrimonio, puede aceptar las joyas que el hada le ofrecerá en gratitud por su liberación.

Ya teniendo la hierba localizada, me despedí de Furiela, asegurándole que regresaría por ella en la noche de San Juan.

—¿Has venido desde tan lejos sólo para contemplarla? ¿No piensas llevártela? —preguntó contrariada.

—Pues no. Sólo puedo recolectarla en esa fecha —dije sin dar ninguna explicación sobre el tratado que tenía en mi poder.

Dejé a Furiela en la cascada, peinándose sus brillantes cabellos, y aprovechando la hora que era fui a ver a Jaime para explicarle lo que debía hacer.

Estaba sentado en su sillón, con la luz apagada, escuchando la radio. Se alegró notablemente al verme. Parecía convencido de que me había olvidado de él. Acaso aún seguía dudando un poco de mi existencia. No estaba del todo persuadido de que fuera un hada. Sin embargo, la mejor prueba que podía mostrarle era que pudiese verme como, de hecho, lo hacía.

—Tienes lo que algunos llaman «segunda visión» —le expliqué—, es decir, que puedes ver cosas que otras personas jamás serán capaces siquiera de intuir. Ahora, más que nunca, es necesario que tengas fe en mí. Que me hagas caso en todo, y que sigas mis instrucciones al pie de la letra. Si no, nada podré hacer por ti. ¿Lo entiendes? —pregunté.

—Sí, pero no puedo evitar sentir miedo —dijo Jaime—. ¿De veras vas a curarme? Y... ¿cuándo? —inquirió.

—Voy a intentarlo. Será pasado mañana. En la noche de San Juan. Ese día te daré algo y te ungirás los ojos con ello —advertí.

—¿Qué es? —quiso saber intrigado.

—Es un ungüento mágico. Pero no puedo revelarte la fórmula —dije tajante.

—Vamos, dime al menos alguno de los ingredientes. A fin de cuentas me lo voy a poner en los ojos... —suplicó.

—Bien, si tanto insistes, te diré que lleva tréboles de cuatro hojas. Es lo único que voy a contarte, así que no me presiones —sentencié.

—Bueno, tú eres el hada. Después de aplicarme el ungüento ése, ¿podré ver todo? —dijo inquieto.

—Todo... lo que veías antes del accidente. Sin embargo, a mí no volverás a verme —dije preparándole para lo que habría de venir.

—Y... ¿eso por qué? ¿No dijiste que yo era un dotado? ¿Por qué no seré capaz de verte? —dijo inquieto.

—Porque las leyes de nuestro mundo así lo exigen —mentí—. Una vez que realizamos una acción de estas características por un humano, éste pierde la capacidad de la «segunda visión» de la que antes te hablé. No obstante, lo mejor es que podrás ver a tus padres, a tus amigos, todo lo que te rodea...

—¿Es algo así como que... me quedo ciego para el mundo de lo mágico y vidente para el natural? —preguntó de nuevo.

—Algo así... —contesté—. Conviene que no olvides que tú perteneces a este plano, y no al nuestro —manifesté antes de despedirme.

Al hacerlo, le dije que en la noche de San Juan regresaría con el ungüento mágico
[50]
y que era imprescindible que me esperase completamente despierto. No podría dormirse bajo ningún concepto. En caso contrario, la fórmula no serviría de nada, o tal vez actuase de forma insospechada.

En la noche de San Juan

N
o me gustaría dejar este diario inacabado. Debo dar cuenta de los acontecimientos apenas vividos, antes de que el cansancio me venza para siempre.

El tiempo restante hasta la llegada de esta noche, lo dediqué a energizar los toros. Me hubiera gustado despedirme de
Malaquita
, y de las demás criaturas del bosque, pero nada en mi comportamiento podía salirse de lo habitual, o las sospechas habrían alertado de que iba a hacer algo fuera de la norma.

Pese a encontrarme presa de un estado de gran nerviosismo, traté de evitar que éste se trasluciera al exterior, guardando mis emociones de forma hermética. Al llegar el momento señalado, recolecté aquellas hierbas necesarias para la elaboración del ungüento.

Todas estaban cercanas geográficamente, a excepción de esa que ya mencioné. Debía apurarme y llegar hasta Riopar a tiempo para tomarla de las mismas entrañas de la tierra.
Tujú
me seguía sin saber qué hacer. Había tratado de disuadirme, sin éxito, de que marchara hasta los parajes albaceteños. Pero nada podía hacer por detener los acontecimientos.

Ahí estaba Furiela, con su pañoleta extendida sobre una roca, esperando la llegada de un caballero que la desencantara. A decir verdad, a estas horas, todas las hadas del país que permanecían bajo hechizo estarían haciendo lo propio. Todas... menos yo, aunque no me importaba.

Apenas sí la saludé. Tenía mucha prisa; mi temor era que, por azar, el niño se quedase dormido. Con estos pensamientos, arranqué la hierba y la guardé en un pequeño zurrón, en el que atesoraba las demás plantas. Al meterla, ¡el zurrón cobró luz! A continuación se apagó con rapidez.

Emprendí viaje de regreso a la cueva para mezclar y machacar esas plantas descritas en el tratado, que se convertirían en la deseada pomada. La luna, testigo de mis movimientos, brillaba con una intensidad fuera de lo común, iluminando tanto el bosque, que llegaba a asemejarse a los minutos anteriores del crepúsculo.

Al llegar, extraje todos los elementos del zurrón y los introduje en un mortero. Tras seguir con extrema cautela las indicaciones del libro de mis antepasadas, fui dando forma a una espesa crema de penetrante e hipnótico olor. Cuanto más los mezclaba, más cambiaba de color aquel remedio mágico. Pasó del verde inicial a cobrar una tonalidad azulada y luminosa, especialmente cuando añadí la hierba final, la de Riopar.

Había que andar con ojo, no se podía batir en exceso ni en defecto. Así lo especificaba el tratado:

Crema muy batida,

resultará fallida.

Crema poco batida,

no es bien recibida.

Tras varios intentos infructuosos, di con la textura requerida para el ungimiento. Lo supe gracias al tratado:

Crema apropiada,

brilla cual espada.

Tapé el mortero con hojas secas, y salí de la cueva en dirección a la casa de Jaime. Ésa era al menos mi pretensión. Pero, en la misma entrada, me encontré con una enorme luz roja cegadora que desprendía un fuerte calor, casi abrasador. Tan apurada como estaba, y por sus dotes de transformista, no la reconocí de inmediato... Tuvo que gritar mi nombre varias veces para que reparara en que ¡aquella «luz» era... Mari!

—¡Sé que lo tienes! —dijo dando grandes voces.

—¿El qué? —contesté a modo de pregunta y haciéndome la tonta. La verdad, no sabía si se refería al ungüento o al tratado.

—No me hagas perder la paciencia. Hasta ahora he sido excesivamente benévola contigo. ¡Dame el libro de una vez! Nuestros secretos ya han estado vagando por el mundo durante mucho tiempo —sentenció con sequedad—. De lo contrario..., te aseguro que de aquí no saldrás esta noche; tu amigo humano te espera, ¿no es cierto? —amenazó—. ¿Sabías que si no consigues llevarle el ungüento a tiempo, ya nunca podrá recuperar la visión?; el tratado lo dice: «Crema ofrecida y no traída, enfermedad indefinida».

—Si lo que buscas es el tratado..., claro que lo tengo. No me importaría cedértelo, si tuviese la certeza de que me dejarás marchar. ¿Puedo tener tu palabra? —inquirí inquieta por la hora. Temía que a Jaime le hubiese vencido el sueño de San Juan.

—Tienes que apurarte si es que quieres llegar a tiempo —dijo—. Sólo me interesa el manuscrito. A fin de cuentas, tu suerte ya fue echada desde el mismo momento en que regresaste de Rojales. Tienes mi palabra —afirmó.

Saqué el manuscrito del zurrón y lo acerqué a la ardiente luz. De entre el fuego, salió una especie de garra negra que me arrebató el libro con avidez. Aproveché para salir volando, no fuese que la Señora de Amboto cambiase de opinión, aunque deduzco que decía la verdad; no daba la impresión de que quisiera interponerse en mi camino.

Un dato significativo de ello era que
Tujú
, mi guardián, ya no me seguía. Por primera vez desde que llegué a este mundo estaba sola. Alcancé la ventana de la habitación de Jaime con tanto temor como ansia. Había sufrido un notable retraso, y era muy tarde...

Por fortuna, el niño me esperaba deseoso de recibir la pomada que podría devolverle la visión. La saqué del zurrón y la deposité en sus manos.

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