Me pareció una historia terrible, pero más horrible me resultó conocer que la ondina había descubierto que detrás de todo este asunto estaba la mano invisible, poderosa y despiadada de Mari.
Según me refirió Caricea, Mari estaba encaprichada por su amado y fue capaz de matar a su padre y de encantarla a ella, sólo para poder capturar al general, al que tuvo esclavizado durante años, hasta que cansada de él, lo asesinó. Es por ello por lo que me instaba a tener precaución. Conocía, por haberla experimentado en sus propias carnes, la crueldad que era capaz de esgrimir la Señora de Amboto.
¿P
or qué la fatalidad parecía perseguir a muchas de las encantadas? Por unos motivos u otros, nos veíamos abocadas a permanecer cautivas de un destino inesperado, inimaginable, a veces triste, como en el caso de Caricea. Sin embargo, poco podíamos hacer al respecto.
Una vez me hubo relatado su vida y prevenido contra la fuerza de Mari, le pedí que me contara su sueño y el mensaje de Estrella.
—No sé mucho. Estrella tan sólo me dijo que existe un humano que necesita tu ayuda. Debes buscarle para comprobar si puedes hacer algo por él —explicó Caricea.
—¿Qué tipo de ayuda? ¿Te lo dijo? —inquirí.
—¡No!, no me explicó qué clase de necesidades tiene, pero tú ya deberías saber que no debemos intervenir a placer en los asuntos de los humanos. Las reglas invisibles nos lo impiden, y si llega a enterarse Mari, es muy probable que me castigue —advirtió.
—Y... ¿cómo sabré quién es esa persona? —pregunté.
—Vive en Madrid. Tan sólo debes dejarte guiar por tu instinto y lo encontrarás —dijo con rotundidad—. Además, según me dijo Estrella, tú ya le conoces.
—¿Cómo? ¿Quién? —inquirí de nuevo.
—Eso no me lo aclaró, lo lamento —repuso la ondina.
—Es igual, lo averiguaré. Gracias por tu ayuda. Ahora debo regresar —expuse.
Repetimos la misma operación que realizamos para descender al fondo del lago. En la orilla me esperaba el inquieto
Melquíades
.
Tras consumir los kilómetros que me separaban hasta el punto en el que me aguardaba
Tujú
, emprendimos de nuevo camino, pasando antes por los toros, para darles la carga energética que les hacía falta. Se había hecho de noche. La carretera que separaba el enclave megalítico del monte no estaba muy transitada, aunque de vez en cuando algún vehículo asomaba por la misma.
No pude contenerme, tuve la necesidad de asustaros, de gastaros una pesada broma. A las hadas nos encanta jugar al equívoco
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, hacer que creáis ver cosas que no son tales, confundiros, a veces llenaros de un temor gratuito. Como digo, no podemos evitarlo.
Me situé en una curva cercana, en pose de autoestopista en apuros, y pugné con la densidad de mi materia por hacerme visible a los ojos del primer coche que apareciese.
Poco después, un Ford Fiesta rojo, destartalado y sucio, se acercó y me vio. Me coloqué prácticamente en medio de la estrecha carretera, forzando así su detención. Pedí auxilio a las dos chicas que iban en el interior, a sabiendas de que poco después se llevarían el susto de su vida. Aduje una colisión, y sin esperar respuesta por su parte, me acomodé en el asiento trasero.
Alarmadas por el asunto, amablemente, se ofrecieron a llevarme al cuartel de la guardia civil más cercano y comenzaron a pedirme detalles sobre el siniestro. Se acercaba una curva muy cerrada. Preparé mi golpe de efecto. Al llegar a ella susurré con voz serpentina: «¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Aquí me maté yo!»
[40]
, tras lo que desaparecí del vehículo.
Me consta que conseguí aterrorizarlas, pues pocos metros más adelante, el coche dio varios bandazos hasta que frenó en seco. Las ocupantes bajaron y me buscaron angustiadas, sin hallar un solo rastro de mi presencia. Marché satisfecha a mi morada.
Todavía recordando el episodio del vehículo, me puse a pensar en lo que me había dicho la ondina y determiné que debía buscar a aquella persona que necesitaba de mí. No podía ser tarea muy difícil para un hada. Lo peor debía de ser, no obstante, internarse en la ciudad, pues el aire era impuro y dañino. Pero cuando Estrella, una vez muerta, se había tomado tantas molestias por desvelarme esta información, debía obedecer a alguna causa. Así que no lo pensé dos veces, cené algo ligero y salí de la cueva en dirección a la gran ciudad. Necesitaba saber...
Tujú
trató de disuadirme, pero de nada sirvió. Así que, llegados a las afueras de Madrid, no le quedó más remedio que dejarme en manos de
Cervás
, un murciélago hortelano de color pardo oscuro que acababa de abandonar su lugar de descanso, un viejo edificio abandonado, para seguirme en mis desplazamientos por la gran ciudad.
Antes de proseguir, pedí unos instantes para concentrarme y tratar de captar algo, un indicio, una pista, que me sirviera de referencia. Cerré los ojos y sentí un leve hormiguero. Comencé a volar despacito y el hormigueo creció indicándome la dirección correcta. No abría los ojos, me guiaba, al igual que
Cervás
y sus congéneres, por un radar automático e invisible que me dictaba los impulsos y movimientos por los que debía optar.
Casi sin apercibirme de ello, llegué a un edificio sobrio y antiguo. Sin duda, la persona necesitada vivía allí, en el último piso, pues el hormigueo se hacía ya insoportable. Subí un poco hasta colocarme en el alféizar de una de las ventanas, y observé el panorama que se vislumbraba a través del cristal. En vista de las circunstancias,
Cervás
se colgó de un saliente, en actitud resignada.
El ruido de una radio llenaba el espacio. La luz, muy tenue y baja, se me antojó escasa. Desde la ventan podía ver los traseros de una butaca. Un brazo pequeño reposaba en uno de los lados. Sin embargo, desde esa posición, no me era posible distinguir el resto del cuerpo.
Decidí atravesar el cristal y penetrar en la habitación. Había que salir de dudas sobre la identidad de aquella persona. Dentro hacía calor. Sigilosamente, me situé frente a la butaca y quedé perpleja. ¡Era el niño de pelo trigueño que tantas veces se había introducido en mis sueños! Por unos instantes no supe cómo reaccionar ni qué hacer.
Tenía los ojos cerrados y parecía muy concentrado en la tertulia radiofónica. Llevaba un pijama azul claro y unas zapatillas de cuadros escoceses. De pronto, como si hubiese intuido mi presencia, abrió los ojos y me miró maravillado. Se tomó su tiempo antes de pronunciar palabra, y cuando por fin lo hizo, su voz sonó temblorosa, como si tuviese miedo a perder algo.
—¿Eres parte de un sueño? —preguntó inquieto.
—No, no lo soy —contesté sorprendida de que un humano pudiese verme espontáneamente.
—Entonces, ¿quién eres y por qué puedo verte? —inquirió intrigado.
—Me llamo Aura —dije sin revelarle mi auténtica naturaleza— y soy una amiga.
—¡Perteneces a un sueño! —gritó—. Pero pareces tan real... que no quiero despertar.
—¡Soy real! —argumenté—, aunque por lo general estamos en planos diferentes. A pesar de ello, algunas personas sensibles como tú sois capaces de verme.
—Sigo pensando que eres parte de una ensoñación, aunque me agradas —espetó el niño.
—Una amiga me dijo que tenías problemas —afirmé convencida—. ¿En qué podría ayudarte?
—Dudo que puedas hacer nada por mí —manifestó desilusionado—; nadie puede...
En ese momento, una mujer joven se asomó por la puerta, que permanecía entornada.
—¿Se puede saber con quién hablas, Jaime? —preguntó intrigada—. Ya es hora de acostarse, ¿no crees? —dijo sin esperar respuesta a una pregunta retórica, teniendo en cuenta que ella no podía verme.
—Sí, mamá. Ya voy —dijo el niño levantándose de la butaca, al tiempo que desplegaba un bastón para ciegos y se dirigía a la cama.
La madre se acercó a él y le dio un beso de buenas noches. Después, apagó la radio, la luz y salió de la habitación despacio, dejando la puerta medio abierta.
Ahora, la que estaba prepleja era yo. Ese niño era completamente ciego, y sin embargo, era capaz de verme a la perfección. ¿Cómo era posible?
Jaime se incorporó en la cama y se dirigió a mí.
—Tuve que disimular —dijo—; no me hubiera creído. ¿De veras eres real? —preguntó—. ¿Qué clase de ser eres? ¿Un fantasma? ¿Un extraterrestre? ¿Un ángel? —cuestionó rebosante de interés.
—Un hada encantada —maticé—. ¿Eres ciego de nacimiento? —quise saber.
—No —dijo agachando la cabeza—. No lo soy. Y para serte sincero, me cuesta creer que seas un hada, aunque algo extraordinario sí eres, puesto que por alguna extraña razón puedo verte.
—¿Quieres contarme cómo ocurrió? —dije con la esperanza de ayudarle.
—¡No! No quiero hablar de ello —dijo mientras accionaba uno de los botones de su reloj de pulsera.
—«Veintitrés horas y treinta y cuatro minutos» —señaló una voz aséptica proveniente del pequeño altavoz del reloj.
Me di cuenta de que no quería hablar sobre su ceguera, así que aproveché lo avanzado de la hora para despedirme. El niño ya había tenido demasiado impacto para una sola noche.
—Es tarde —repuse—; lo dice tu reloj. Ahora debes dormir. Yo regresaré otro día. Pero recuerda, no debes hablar de esto con nadie —le advertí.
—No soy tonto. Me tomarían por chiflado si lo hiciera —dijo sonriendo.
Salí por donde había entrado, y volví al bosque con la sensación de haber realizado una misión importante. Ahora debía intentar encontrar el medio de ayudar a ese niño. ¿Cuánto tiempo llevaría ciego? Quizás no fuese demasiado tarde para sanarle.
M
e acosté en el camastro tratando de borrar los acontecimientos recién vividos. Pero no resultaba sencillo. Aún recordaba con claridad la expresión ilusionada de Jaime, al comprobar que podía verme. No debemos interferir en vuestras cosas, y menos en temas tan serios. Sin embargo, no me parecía incorrecto en este caso.
Debía averiguar más detalles sobre el niño y obrar en consecuencia. No obstante, antes tenía pendiente la misión encomendada por Mari: el viaje a la comunidad
feérica
de Tivissa.
Al despertar, fui hasta el río y me di un baño. Robé algo de grano de los campos y consumí algunas peras. Tras energetizar a los toros, partí hacia ese trozo de Cataluña, en busca de respuestas al enigma del silencio. ¿Qué podía haber pasado para que toda una comunidad de hadas dejase de dar señales de vida?
Mi compañero de viaje en esta ocasión sería un jabalí llamado
Zisral
, quien me explicó que algo muy extraño estaba ocurriendo en toda la zona colindante de los pueblos de Tivissa, Pratdip, Jvlora de Ebro y Vandellós.
Afirmaba que hacía días que no veía a ninguna de las hadas locales por allí, cuando lo usual es que saliesen a lavar sus pañoletas en los ríos. El área de los alrededores de este pueblo tarraconense había sido habitada desde antaño por los elementales. Tanto es así, que una de las poblaciones cercanas había sido denominada Fatarela.
Tampoco era infrecuente la visión de perros
feéricos
en lugares como Pratdip
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. Estos animales han estado, desde el principio de los tiempos, al servicio de las hadas, como vigilantes. A veces, se dejan ver en forma de jaurías espectrales, capaces de amedrentar el más osado
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.
Algo insólitamente sospechoso debía estar teniendo lugar en la región; pese a que en apariencia el paisaje no había cambiado, el silencio que se respiraba era misterioso. Los pájaros no trinaban como de costumbre. Todo parecía quieto, como muerto. Nadie vino a recibirme. Estos indicios me hicieron desconfiar, estar alerta, preparada ante cualquier eventualidad.
Fui hasta la cueva en la que habitaba la comunidad. ¡No había nadie! ¡Ni una sola de nosotras! Decididamente, aquello no era normal. Daba la impresión de que los enseres habían sido abandonados con precipitación, de forma inesperada.
Zisral
estaba muy inquieto y quería marcharse de la zona cuanto antes.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
—Esto no me gusta —dijo mirando hacia la lejanía—. ¿Te has fijado en que desde que llegamos tan sólo hemos visto alacranes? —inquirió.
—Es cierto. ¿Por qué hay tantos? —quise saber.
—No lo sé. Tal vez tus amigas sepan algo sobre ello. Puedo asegurar que antes no eran tan numerosos —explicó alarmado, mientras trataba de espantar a los que se le acercaban.
—Si es que logramos dar con ellas —señalé.
Rastreamos toda la zona en busca de las hadas. No había forma de localizarlas. Anochecía y no estaba segura de la opción qué debía tomar: quedarme en la comunidad abandonada para proseguir la búsqueda a la mañana siguiente o regresar a mi hogar.
Cuando casi me había decidido por lo primero, de repente creí recibir una señal telepática de socorro. Era muy débil. Tuve que hacer uso de todas mis capacidades sensitivas para llegar hasta el lugar de emisión. Procedía del mismo corazón del monte, del centro de la montaña.
Guiada por la enigmática señal, pude dar con la entrada a la cueva. Nadie hubiera sospechado que allí había una cavidad capaz de albergar a una veintena de hadas del entorno. La palidez de sus rostros delataba que llevaban cierto tiempo sin ver la luz del sol. Sus cabellos habían perdido su brillo característico. Parecían enfermas. Las ojeras surcaban su rostro, indicando que habían sido víctimas del desvelo. Aun así, resultaban hermosas.
—¿Qué sucede? —pregunté temiéndome lo peor.
—Seguro que ya los has visto —dijo una de las hadas llamada Severina—; son los alacranes.
—He visto muchísimos. ¿Qué ha pasado?
Zisral
afirma que antes no había tantos —dije mirándolas una a una.
—No lo sabemos con exactitud. Pero pensamos que puede estar relacionado con los seísmos
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que antaño azotaron nuestras tierras —explicó Severina contrariada.
—¿Qué fue lo que pasó? —inquirí una vez más.
—Fue horrible. Gaia se revolvió y expulsó de sus entrañas grandes piedras negras que desprendían olor a azufre. La región vivió momentos de pánico. En el epicentro, que estaba en los bosques de Manou, quedaron a la vista enormes agujeros que conducían al mismo centro de la Tierra. A partir de ese momento, los alacranes empezaron a salir de aquellas aberturas. Al principio, no eran muchos, así que no les dimos importancia. Pero de unos años a esta parte, sin que sepamos la causa, han aparecido tantos que ignoramos cómo obrar. Además, son bastante más agresivos. Tenemos miedo, por eso nos refugiamos aquí —concluyó.