Diecinueve minutos (38 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

—¿Tú quieres que lo sea? —preguntó Matt.

Peter se acercó al mostrador.

—Tenemos que seguir con el trabajo —espetó.

Los ojos de Matt se clavaron en los de Peter.

—¿Quieres dejar de mirarme, marica?

Josie se interpuso entre ambos, de forma que Matt no pudiera ver a Peter.

—¿A qué hora?

—A las siete.

—Allí nos vemos —dijo ella.

Matt dio un golpe con ambas manos sobre el mostrador.

—Genial —repuso, y salió de la tienda.

—Saran Wrap —dijo Peter—. Vaseline.

Josie se volvió hacia él, confusa.

—¿Qué? Ah, sí.

Recogió los trabajos que había estado grapando y amontonó unas cuantas hojas más, unas sobre otras, alineando los bordes.

Peter cargó de papel la fotocopiadora con la que estaba trabajando.

—¿Te gusta? —preguntó.

—¿Matt? Supongo.

—¿No lo sabes? —dijo Peter. Apretó el botón de copia y se quedó mirando cómo la máquina comenzaba a parir un centenar de bebés idénticos.

Al ver que Josie no contestaba, se colocó a su lado junto a la mesa de clasificación. Formó un juego de hojas y lo grapó, y acto seguido se lo pasó a ella.

—¿Cómo se siente uno? —le preguntó.

—¿Cómo se siente uno cuándo?

Peter se lo pensó unos segundos.

—Cuando está en la cresta de la ola.

Josie tomó otro juego de hojas y lo metió en la grapadora. Repitió la operación tres veces, y cuando Peter ya estaba seguro de que ella iba a ignorar su pregunta, Josie dijo:

—Que al primer paso en falso, te caes.

Al decir aquello, Peter apreció en su voz un tono que le recordó a una canción de cuna. Le asaltó el vívido recuerdo de un caluroso día de julio, sentado con Josie en el camino de entrada de casa de ésta, mientras intentaban hacer fuego con virutas de madera, sus anteojos y la acción de los rayos del sol. Y aún podía escuchar los gritos de Josie por encima del hombro al volverse hacia él desafiándolo a que la atrapara en el trayecto de vuelta a casa desde el colegio. Vio aparecer un ligero rubor en sus mejillas, y comprendió que la Josie que había sido su amiga seguía allí, atrapada bajo varias capas, como esas muñecas rusas que cada una encierra a otra más pequeña.

Si al menos pudiera lograr que ella compartiera con él aquellos recuerdos. A lo mejor el ser popular no era lo que había hecho que Josie empezara a salir con Matt y compañía. A lo mejor sólo era que se había olvidado de que le gustaba ir con Peter.

Miró a Josie con el rabillo del ojo. Ella se mordía el labio inferior, concentrada en colocar recta la grapa. A Peter le habría gustado saber cómo hacía Matt para estar tan suelto y natural, en cambio él toda la vida le había parecido que siempre se reía demasiado fuerte, o a destiempo; que se daba cuenta demasiado tarde de que era de él de quien se reían los demás. No sabía cómo se hacía para ser diferente a como siempre se había sido, así que respiró hondo y se dijo que, no hacía tanto tiempo, a Josie le había parecido bien siendo como era.

—Ven —le dijo Peter—. Te enseñaré una cosa.

Se metió en el despacho adyacente, en el que el señor Cargrew tenía una foto con su mujer y sus hijos, y la computadora, a la que nadie podía tener acceso y que estaba protegido con una clave de seguridad.

Josie le siguió y se quedó de pie detrás de la silla en la que se sentó Peter. Éste apretó algunas teclas, y de pronto la pantalla se abrió.

—¿Cómo lo has hecho? —le preguntó Josie.

Peter se encogió de hombros.

—Últimamente me ha dado por jugar con computadoras. La semana pasada conseguí meterme en este de Cargrew.

—Creo que no deberíamos…

—Espera.

Peter fue abriendo carpetas hasta llegar a un archivo de descargas muy protegido, del que abrió la primera página.

—¿Qué es eso… ? ¿Un… enano? —murmuró Josie—. ¿Y un burro?

Peter ladeó la cabeza.

—Yo creía que era un gato muy grande.

—Sea lo que sea, es de pésimo gusto —dijo Josie con un escalofrío—. Agh. ¿Cómo voy a aceptar ahora un cheque de la mano de ese tipo? —Miró a Peter—. ¿Qué más puedes hacer con esta computadora?

—Cualquier cosa —se jactó él.

—¿Como… meterte en otras computadoras, por ejemplo? ¿Del colegio y esas cosas?

—Pues claro —dijo Peter, aunque en realidad eso aún no sabía hacerlo. Estaba empezando a aprender cosas sobre codificaciones y cómo sortearlas.

—¿Serías capaz de encontrar una dirección?

—Pan comido —replicó Peter—. ¿De quién?

—De alguien totalmente al azar —dijo ella, inclinándose por encima de Peter para teclear. Le llegaba el aroma de su pelo, que olía a manzanas, y podía sentir la presión de su hombro contra el suyo. Peter cerró los ojos, esperando la caída del rayo. Josie era guapa, y era una chica, y aun así… él no sentía nada.

¿Se debería tal vez a que ella le resultaba demasiado familiar… como una hermana?

¿O porque ella no era él?

«¿Quieres dejar de mirarme, marica?».

A Josie no se lo había dicho, pero cuando encontró la página porno del señor Cargrew, se había sorprendido a sí mismo mirando a los chicos en lugar de a las chicas. ¿Quería eso decir que le atraían? Pero bueno, también había mirado a los animales. ¿No podía deberse a la curiosidad? ¿Incluso al deseo de compararse con los hombres que salían en esas imágenes?

¿Y si resultara que Matt, y todos los demás, tenían razón?

Josie buscó con el ratón hasta que en la pantalla apareció un artículo del
Boston Globe
.

—Por ejemplo —dijo ella, señalando con el dedo—. Ese tipo de ahí.

Peter entornó los ojos leyendo el titular.

—¿Quién es Logan Rourke?

—Y qué más da —contestó ella—. Alguien que tiene cara de tener una dirección que no sale en las guías.

Así era, en efecto, pero Peter imaginó que cualquiera que se dedicara a una carrera pública era lo bastante listo como para suprimir su información personal de la guía telefónica. Tardó diez minutos en averiguar que Logan Rourke era profesor en la facultad de derecho de Harvard, y otros quince en introducirse en los archivos de recursos humanos de la institución.

—¡Ta-chán! —exclamó Peter—. Vive en Lincoln. En la calle Conant.

Se volvió hacia Josie por encima del hombro y notó cómo se le dibujaba una sonrisa al ver el rostro de ella. Josie se quedó mirando largo rato la pantalla.

—Eres bueno —dijo.

Suele decirse que los economistas conocen el precio de todas las cosas y el valor de ninguna. Lewis pensaba en ello en su despacho mientras abría un enorme archivo en la computadora: el Estudio Mundial sobre Valores. Los datos, recogidos por expertos noruegos en ciencias sociales, se habían obtenido a partir de encuestas realizadas a cientos de miles de personas de todo el mundo, y constituían una serie interminable de detalles, algunos de ellos muy sencillos, como la edad, el sexo, el orden de nacimiento, el peso, la religión, el estado civil, el número de hijos; y también informes más complejos, como las opiniones políticas y la filiación religiosa. El informe había tenido en cuenta incluso la organización del tiempo: cuántas horas pasaba una persona en el trabajo, con cuánta frecuencia iba a misa, cuántas veces por semana tenía relaciones sexuales, y con cuántas parejas.

Lo que a la mayor parte de la gente le habría parecido tedioso, para Lewis era como un viaje en montaña rusa. Cuando uno se ponía a organizar los patrones que encerraban una cantidad de datos tan ingente, no sabía adónde lo iban a llevar, cuán profunda sería la caída o cuán elevada la subida. Había examinado aquellos números lo bastante a menudo como para saber que a duras penas era capaz de elaborar una ponencia para la conferencia de la semana siguiente. Pero bueno, no tenía por qué ser perfecta; la reunión era reducida, y sus colegas de mayor prestigio no estarían presentes. Siempre podía hacer ahora algo con lo que salir del paso y pulirlo más tarde para su publicación en una revista académica.

El artículo debía centrarse en el dilema de ponerle un precio a las variables de la felicidad. Todo el mundo decía que el dinero daba la felicidad, pero ¿qué cantidad de dinero? ¿Tenían los ingresos económicos un efecto directo o causal en la felicidad? La gente más feliz, ¿era también la que tenía más éxito en el trabajo, o bien obtenían un salario más alto precisamente porque eran personas más felices?

Sin embargo, la felicidad no podía reducirse a los ingresos monetarios. El matrimonio, ¿era más valioso en Norteamérica o en Europa? ¿Era el sexo importante? ¿Por qué las personas que frecuentaban la iglesia alcanzaban mayores niveles de felicidad que quienes no lo hacían? ¿Por qué los escandinavos, que estaban muy arriba en la escala de la felicidad, tenían uno de los mayores índices de suicidio del mundo?

Mientras Lewis empezaba a cotejar los diferentes elementos a través de un análisis de regresión multivariable con el programa Stata, reflexionó acerca del valor que daría a las variables de su propia felicidad. ¿Qué compensación monetaria habría sido necesaria a cambio de no tener en su vida a una mujer como Lacy? ¿O de no ocupar una plaza titular en la Universidad de Sterling? ¿O a cambio de su salud?

Al ciudadano medio no le haría demasiada gracia saber que su estado civil repercutía sólo en un 0,07% de aumento de nivel de felicidad (con un margen de error de un 0,02%). Es decir, que estar casado tenía sobre la felicidad en general el mismo efecto que una bonificación anual de cien mil dólares.

Éstas eran las conclusiones a las que había llegado por el momento:

A mayores ingresos económicos, mayor felicidad, pero no en progresión constante. Por ejemplo, una persona que ganaba cincuenta mil dólares manifestaba ser más feliz que otra con un salario de veinticinco mil dólares. Sin embargo el incremento adicional de felicidad que resultaba de un aumento de cincuenta mil dólares a cien mil dólares era mucho menor.

A pesar de la mejora de las condiciones materiales, la línea de la felicidad con el tiempo tiende a la horizontalidad. Los ingresos relativos pueden ser más importantes que las ganancias absolutas.

El grado de bienestar era mayor entre las mujeres, las personas casadas, las personas con educación elevada y aquellas cuyos padres no se habían divorciado.

La felicidad en la mujer ha ido disminuyendo a través del tiempo, posiblemente por haber logrado una mayor equilist Item ción con los hombres en el mercado laboral.

En Estados Unidos, la población negra era mucho menos feliz que la blanca, pero su satisfacción iba incrementándose.

Según los cálculos, la «indemnización» necesaria para compensar ser un desempleado sería de sesenta mil dólares anuales; la «indemnización» por ser negro, treinta mil dólares por año; la «indemnización» por ser viudo o separado, cien mil dólares al año.

Había un juego al que Lewis solía jugar consigo mismo, cuando sus dos hijos habían nacido ya, y él se sentía tan ridículamente feliz que estaba seguro de que algo trágico tenía que pasar. Se tumbaba en la cama y se forzaba a escoger entre qué preferiría perder primero, su matrimonio, su trabajo o un hijo. Se preguntaba cuánto podía soportar un hombre antes de quedar reducido a nada.

Cerró la ventana de datos y se quedó mirando el fondo de pantalla de su computadora. Era una foto de cuando sus hijos tenían ocho y diez años, en un zoo infantil de Connecticut. Joey llevaba a su hermano a la espalda, y ambos sonreían, con una rosada puesta de sol como telón de fondo. Momentos después, un gamo (que debía de haber tomado esteroides, según dijo Lacy luego) había hecho perder el equilibrio a Joey dándole un topetazo, y los dos hermanos se habían caído al suelo, deshaciéndose en lágrimas… Pero no era así como a Lewis le gustaba recordarlo.

La felicidad no sólo era lo que podía consignarse con datos objetivos, sino también aquello que uno elegía recordar.

Había otra conclusión más que había incluido en su ponencia: la felicidad tenía forma de U. Las personas eran más felices cuando eran muy jóvenes y cuando eran muy mayores. El bajón se producía, más o menos, al cumplir los cuarenta.

O, en otras palabras, pensó Lewis con alivio, eso era lo peor que podía pasar.

Aunque sacaba sobresalientes y le gustaba la asignatura, la nota de matemáticas era por la que Josie más debía esforzarse. No tenía una facilidad extraordinaria para los números, si bien era capaz de razonar con lógica y de escribir un ensayo sin esfuerzo. En eso era como su madre, suponía.

O posiblemente como su padre.

El señor McCabe, el profesor de matemáticas, se paseaba por los pasillos entre las filas de pupitres, arrojando una pelota de tenis hacia el techo y cantando un remedo de una canción de Don McLean:

Bye-bye, ¿cuál es el valor de pi?

Calculen los dígitos con los dedos.

Hasta el final de clase, McCabe

A los de noveno hace sudar y suspirar.

Y ellos dicen: venga, McCabe, ¿por qué?

Oh, señor McCabe, ¿por qué, por qué… ?

Josie borró una coordenada del papel milimetrado que tenía delante.

—Si hoy no entra el número pi —dijo un chico.

El profesor giró en redondo y lanzó la pelota de tenis, que botó sobre el pupitre del chico que había hablado.

—Andrew, estoy muy contento de que te hayas despertado a tiempo para darte cuenta de eso.

—¿Va a contar para nota?

—No. A lo mejor tendría que ir a la tele —reflexionó el señor McCabe—. ¿No hay ningún programa tipo «Quiere ser matemático»?

—Dios, espero que no —murmuró Matt, sentado detrás de Josie. Le dio un empujoncito en el hombro, y ella colocó su hoja en la esquina superior izquierda del pupitre, de forma que él pudiera ver mejor sus respuestas.

Aquella semana estaban trabajando con gráficas. Además de un millón de tareas a partir de las cuales había que obtener datos y encajarlos en gráficas de barras y tablas, cada uno de los alumnos había tenido que idear y presentar una gráfica de algo que les resultara familiar y estimado. El señor McCabe reservaba diez minutos al final de las clases para las presentaciones. El día anterior, Matt había mostrado con presunción una gráfica con la edad relativa de los jugadores de hockey sobre hielo de la NHL. Josie, que debía presentar la suya al día siguiente, había encuestado a sus amigos para comprobar si existía una relación proporcional entre el número de horas que empleaban para hacer los deberes y la media de las notas obtenidas.

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