Diecinueve minutos (39 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

Aquel día le tocaba el turno a Peter Houghton. Ella le había visto llevar su gráfica a clase, en forma de póster enrollado.

—Vaya, qué les parece —dijo el señor McCabe—. Resulta que hoy tenemos quesitos de postre.

Peter había optado por un diagrama circular, con sectores triangulares en forma de quesito. Resultaba muy claro y esquemático, con colores y etiquetas hechas con computadora que identificaban cada una de las secciones. El título de la parte superior del gráfico decía: POPULARIDAD.

—Cuando quieras, Peter —dijo el señor McCabe.

Peter parecía como si fuera a perder el conocimiento de un momento a otro pero, por otra parte, siempre tenía ese aspecto. Desde que Josie trabajaba en la copistería, volvían a hablar y relacionarse, aunque, siguiendo una norma tácita, sólo fuera del ámbito escolar. Dentro del instituto era diferente, como una pecera en la que nada de lo que hicieran o dijeran era observado y tenido en cuenta por ninguno de ellos.

Cuando eran pequeños, Peter nunca parecía darse cuenta de si llamaba la atención. Como cuando le dio por hablar en marciano en el recreo, por ejemplo. Josie suponía que el reverso de la moneda de esa actitud, es decir, su lado positivo, era que Peter no intentaba imitar nunca a nadie, lo cual no era algo que ella pudiera decir de sí misma.

Peter se aclaró la garganta.

—Mi gráfica es sobre el estatus en este instituto. Mi muestra estadística está sacada de los veinticuatro alumnos de esta clase. Aquí se puede ver —continuó, señalando uno de los quesitos del círculo —que algo menos de un tercio de la clase son populares.

En violeta, el color de la popularidad, había siete quesitos, cada uno de ellos con el nombre de un alumno diferente de la clase. Estaban Matt y Drew, y algunas de las chicas que se sentaban con Josie a la hora del almuerzo. Pero también el payaso de la clase estaba incluido en el grupo, advirtió Josie, así como el chico nuevo, cuya familia se había trasladado procedente de Washington, D.C.

—Aquí están los fuera de serie —dijo Peter, y Josie pudo ver los nombres del cerebrín de la clase y de la chica que tocaba la tuba—. El grupo más amplio es el que yo llamo normal. Y apenas un cinco por ciento son los desclasados.

Todo el mundo se había quedado mudo. Josie pensó que aquél era uno de esos momentos en que podría llamarse a los asesores escolares para que administraran a todos una inyección de refuerzo de tolerancia hacia lo diferente. Pudo apreciar cómo el entrecejo del señor McCabe se arrugaba como una figurita de papel mientras se esforzaba por imaginar cómo podía reconvertir la presentación de Peter en una enseñanza asimilable. Vio a Drew y a Matt intercambiar una sonrisa. Y, sobre todo, observaba a Peter, feliz e ignorante como un bendito de haber destapado la caja de los truenos.

El señor McCabe carraspeó.

—Está bien, Peter, tal vez tú y yo podríamos…

Matt levantó la mano de pronto.

—Señor McCabe, tengo una pregunta.

—Matt…

—No, en serio. Desde aquí no leo esa porción pequeña de la gráfica. La de color naranja.

—Oh —dijo Peter—. Eso es un puente. Bueno, una persona que puede encajar en más de una categoría, o que se relaciona con diferentes tipos de personas. Como Josie.

Se volvió hacia ella con una sonrisa de oreja a oreja, mientras Josie percibía que todas las miradas convergían en su persona, como una lluvia de flechas. Se encogió escondiéndose en su pupitre, como una flor nocturna, haciendo que el pelo le cubriera el rostro. Para ser sincera, estaba acostumbrada a que la miraran, como cualquiera que fuera a cualquier sitio con Courtney, pero era diferente que la gente te mirara porque quería ser como tú, a que la gente te mirara porque tu desgracia les hacía subir un peldaño.

Como mal menor, todos se acordarían de que hubo un tiempo en que Josie había sido una desclasada que se relacionaba con Peter. O bien todo el mundo pensaría que a Peter le gustaba, lo cual era aún peor, y el asunto podía traer cola. Un murmullo se extendió por la clase como una descarga eléctrica. «
Freak
», dijo alguien, y Josie rogó, rogó, rogó que no lo dijeran por ella.

Prueba de que hay Dios, sonó el timbre.

—Eh, Josie —dijo Drew—, ¿así que eres el Golden Gate?

Josie se puso a recoger los libros para guardarlos en la mochila, pero se le cayeron al suelo y se le desparramaron, abiertos por la mitad.

—Más bien el puente de Londres —intervino John Eberhard—. Mira cómo se derrumba.

Para entonces, seguro que alguien de su clase de matemáticas le habría contado ya a cualquier otra persona en los pasillos lo que había sucedido. Josie tendría que aguantar las risas a sus espaldas persiguiéndola como la cola de una cometa todo el día… si no más tiempo.

Se dio cuenta de que alguien intentaba ayudarla a recoger los libros del suelo, y en seguida, al cabo de un segundo, de que ese alguien era Peter.

—No —dijo Josie, con la mano en alto, a modo de campo de fuerza que detuvo en seco a Peter—. No vuelvas a dirigirme la palabra, ¿entendido?

Una vez fuera de la clase, fue recorriendo los pasillos a ciegas hasta llegar al pequeño corredor que conducía al taller de marquetería. Qué ingenua había sido Josie al pensar que, una vez contabas, estabas ya consolidada. Pero dentro sólo existía porque alguien había trazado una línea en la arena, dejando a todos los demás fuera; y esa línea cambiaba constantemente. Era posible verte de repente, sin haber hecho nada para ello, en el lado malo de la línea.

Lo que Peter no había incluido en su gráfica era lo frágil que era la popularidad. Ahí estaba la ironía: ella no era ningún puente; ella ya lo había cruzado, y había pasado al otro lado para formar parte de su grupo. Ya había excluido a otras personas para estar allí donde con tanta ansia quería estar. ¿Por qué iban ellos a recibirla de vuelta con los brazos abiertos?

—Eh.

Al oír la voz de Matt, Josie dio un respingo.

—Oye, quiero que sepas… que yo ya no soy amiga suya.

—Bueno, la verdad es que no se ha equivocado en lo que ha dicho.

Josie se quedó mirándolo, pestañeando. Ella misma había sido testigo de primera mano de la crueldad de Matt. Le había visto disparar gomas elásticas a estudiantes de inglés como lengua extranjera, que pertenecían a minorías étnicas y que, por tanto, no conocían lo bastante bien el idioma como para denunciarlo a la dirección. Le había oído llamar Terremoto Ambulante a una chica con sobrepeso. O esconderle el libro de texto de matemáticas a un chico muy tímido, sólo por el placer de verlo ponerse nervioso al creer que lo había perdido. Todo eso había sido divertido en su momento porque no se lo había hecho a Josie. Pero si tú eras el objeto de su humillación, entonces era como si te hubieran dado una bofetada. Ella había creído, erróneamente, que si salías con el grupo adecuado obtenías la inmunidad, pero eso había resultado un chiste. Ellos la iban a rebajar de todos modos, con tal de sentirse más divertidos, más excepcionales, diferentes.

Ver a Matt con aquella sonrisa en la cara, como si ella fuese alguien de quien reírse, aún le dolía más, porque Josie lo había considerado un amigo. Bueno, para ser sincera, a veces incluso había deseado que fuera algo más: cuando le caía el flequillo sobre los ojos y se le dibujaba tan lentamente aquella sonrisa, ella se volvía por completo monosilábica. Pero Matt producía ese efecto en todas, hasta en Courtney, que había salido con él durante dos semanas en sexto curso.

—Nunca hubiera creído que algo de lo que pudiera decir el marica fuera digno de escuchar. Pero los puentes te llevan de un sitio a otro —dijo Matt—. Y eso es lo que tú haces conmigo. —Tomó la mano de Josie y se la llevó al pecho.

El corazón del chico latía con tal fuerza, que ella podía percibirlo, como si el anhelo de lo que pudiera pasar fuese algo que pudiera abarcarse con la palma de la mano. Ella levantó los ojos hacia él, manteniéndolos abiertos mientras él se inclinaba para besarla, para no perderse un solo detalle de aquel inesperado momento. Josie podía notar su sabor a caramelo de canela, de esos que parece que te queman en la boca.

Por fin, cuando Josie se acordó de que tenía que respirar, se separó de Matt. Nunca había sido tan consciente de cada centímetro de su propia piel; hasta las zonas más ocultas bajo la camiseta y el suéter habían cobrado vida.

—Por favor —dijo Matt, dando un paso atrás.

A ella le entró pánico. A lo mejor él acababa de darse cuenta de que había besado a una chica que hacía apenas cinco minutos era una paria social. O quizá ella había cometido algún error durante el beso. Porque, que ella supiera, no había ningún manual que pudieras leer y que te dijera cómo había que hacerlo.

—Me parece que no soy muy… buena en esto —balbuceó Josie.

Matt arqueó las cejas.

—Pues si lo fueras… podrías matarme.

Josie sintió aflorar una sonrisa en su interior como la llama de una vela.

—¿En serio?

Él asintió con la cabeza.

—Ha sido mi primer beso —confesó ella.

Cuando Matt le tocó el labio inferior con el pulgar, Josie pudo sentirlo en todo su cuerpo, de la punta de los dedos a la garganta, y hasta en la zona cálida entre las piernas.

—Bueno —dijo él—. No va a ser el último.

Alex se estaba arreglando en el baño cuando entró Josie buscando una cuchilla nueva.

—¿Qué es eso? —preguntó Josie, escrutando el rostro de Alex en el espejo como si fuera el de una extraña.

—¿El rímel?

—Bueno, sé lo que es —dijo Josie—. Me refería a qué haces tú poniéndotelo.

—Nada, me apetecía maquillarme un poco.

Josie se sentó en el borde de la bañera, con una sonrisa irónica.

—Ya, y yo soy la reina de Inglaterra. ¿De qué va la cosa… ? ¿Una foto para alguna revista de abogados? —Arqueó las cejas de golpe—. No tendrás, digamos, una cita o algo así, ¿no?

—Algo así, no —dijo Alex, ruborizada—. Es una cita en toda regla.

—Ay, Dios. Cuéntame, ¿quién es?

—No tengo ni idea. Lo ha preparado Liz.

—¿Liz? ¿La portera?

—Es la encargada de mantenimiento —dijo Alex.

—Lo que sea. Pero ha tenido que contarte algo de ese tipo. —Josie dudó unos segundos—. Porque es un tipo, ¿no?

—¡Josie!

—Bueno, es que hace tanto… La última vez que yo recuerde que saliste con alguien, fue con aquel tipo que no comía nada que fuera verde.

—No era eso —dijo Alex—. Lo que pasaba es que no dejaba que yo comiera nada que fuera verde.

Josie se levantó y fue a buscar un tubo de lápiz de labios.

—Este color te sienta muy bien —dijo, y se puso a aplicarle el cosmético en los labios.

Alex y Josie eran exactamente de la misma talla. En los ojos de su hija, Alex veía un diminuto reflejo de sí misma. Se preguntaba por qué nunca había hecho aquello mismo con Josie: sentarla en el cuarto de baño y jugar con ella a aplicarle sombra de ojos, pintarle las uñas de los pies, rizarle el pelo. Eran recuerdos que parecían tener todas las demás madres con hijas. Sólo ahora, Alex se daba cuenta de que siempre había estado en su mano crearlos.

—Ya está —dijo Josie, haciendo que Alex se volviera para que se mirara en el espejo—. ¿Qué tal?

Alex miraba al espejo, pero no su reflejo. Por encima de su hombro estaba Josie, y por vez primera, Alex pudo apreciar de verdad una parte de sí misma en ella. No era tanto la forma de su cara como el resplandor; no tanto el color de los ojos, cuanto el sueño encerrado en ellos como humo. No había cantidad suficiente del más caro de los maquillajes que pudiera proporcionarle un aspecto como el de Josie; eso era lo que el enamoramiento hacía con una persona.

¿Puede una madre sentir celos de su propia hija?

—Bien —dijo Josie, dándole a Alex unas palmaditas en los hombros—. Yo te pediría una segunda cita.

Sonó el timbre de la puerta.

—Pero si aún no estoy vestida —dijo Alex, presa del pánico.

—Yo le entretengo.

Josie bajó la escalera a toda prisa. Mientras Alex se retorcía para enfundarse un vestido negro y unos zapatos de tacón, podía oír un expectante intercambio de palabras procedente del piso de abajo.

Joe Urquhardt era un banquero canadiense que había sido compañero de habitación del primo de Liz, en Toronto. Era un buen tipo, le había prometido ella. Alex le había preguntado por qué entonces, siendo tan buen tipo, aún seguía soltero.

—¿Y tú? ¿Por qué no te preguntas eso mismo de ti? —le había replicado Liz, y Alex había tenido que pensarlo unos segundos.

—Yo no soy un buen tipo —había respondido.

Se llevó una agradable sorpresa al descubrir que Joe no tenía la envergadura de un troll, que tenía una mata de pelo castaño ondulado que no parecía enganchada con pegamento a la cabeza, y que tenía dientes. Dejó escapar un silbido cuando vio a Alex.

—Todos de pie —dijo—. Y por todos me refiero también al Señor Feliz.

A Alex se le heló la sonrisa en la cara.

—¿Querría disculparme un momento? —le pidió, y arrastró a Josie hasta la cocina—. Tierra trágame.

—Cierto, eso ha sido bastante lamentable, pero al menos come verdura. Se lo he preguntado.

—¿Por qué no sales y le dices que me he puesto malísima? —dijo Alex—. Podríamos salir tú y yo, ¿qué te parece? O alquilar un vídeo, qué sé yo.

A Josie se le borró la sonrisa de la cara.

—Pero mamá, yo ya tengo planes. —Espió por la puerta hacia donde estaba Joe esperando—. Podría decirle a Matt que…

—No, no —dijo Alex, forzando una sonrisa—. Por lo menos que una de las dos se lo pase bien.

Salió de la cocina y se encontró a Joe con un candelabro en la mano, examinándolo por debajo.

—Lo siento mucho, pero me ha pasado una cosa.

—Cuéntamelo, muñeca —dijo Joe con mirada lasciva.

—No, me refiero a que no puedo salir esta noche. Es por un caso urgente —mintió—, tengo que volver al tribunal.

Quizá el hecho de que fuera de Canadá impidió que Joe comprendiera lo increíble e improbable que era que un tribunal celebrara una sesión un sábado por la noche.

—Oh —dijo—. Bueno, lejos de mi intención impedir el buen funcionamiento de los engranajes de la justicia. ¿En otra ocasión, a lo mejor?

Alex asintió con la cabeza, mientras lo acompañaba al exterior. A continuación entró, se quitó los zapatos de tacón y corrió descalza escalera arriba para cambiarse y ponerse el chándal más viejo que encontrara. Se pondría hasta arriba de chocolate para cenar y vería dramones hasta hartarse de llorar. Al pasar junto a la puerta del cuarto de baño, oyó correr el agua de la ducha. Josie se estaba preparando para ir a su cita.

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