Diecinueve minutos (43 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

—Supongo.

Por debajo de las sábanas, Alex buscó la mano de Josie. Era el tipo de gesto que habría parecido algo forzado de haberlo hecho a la luz del día, algo demasiado emotivo y abierto como para reivindicarlo ninguna de las dos. Pero allí, en la oscuridad, con el mundo totalmente oculto a su alrededor, pareció perfectamente natural.

—Lo siento —dijo.

—¿Por qué?

—Por no haberte dado la oportunidad de tenerlo contigo mientras crecías.

Josie se encogió de hombros y retiró la mano.

—Hiciste lo que debías.

—No lo sé —suspiró Alex—. Hacer lo que uno debe, a veces te deja en una soledad inconcebible. —Se volvió hacia Josie de repente, mientras en su boca se dibujaba una brillante sonrisa—. ¿Y por qué tenemos que hablar siquiera de todo esto? A diferencia de mí, tú eres afortunada en amores, ¿no?

Justo en ese momento, volvió la luz. En el piso de abajo, el microondas emitió un pitido al conectarse; la luz del cuarto de baño lanzó un resplandor amarillo hacia el pasillo.

—Supongo que es mejor que vuelva a mi cama —dijo Josie.

—Oh. Como quieras —repuso Alex, cuando lo que quería decir era que, si quería, podía quedarse donde estaba.

Mientras Josie se alejaba sin hacer ruido por el pasillo, Alex buscó a tientas el despertador para volver a programar la alarma. El diodo luminoso parpadeaba nervioso: 12:00 12:00 12:00, como un recordatorio que avisara a Cenicienta de que los finales felices sólo existen en los cuentos de hadas.

Para sorpresa de Peter, el gorila que estaba en la puerta del Front Runner ni siquiera miró su carnet de identidad falsificado, así que, antes de que tuviera tiempo de darse cuenta de que de verdad, por fin, estaba allí, se vio empujado dentro.

Una nube de humo lo envolvió, y hubo de pasar un minuto hasta que se acostumbró a la tenue luz del local. La música llenaba los espacios vacíos entre las personas, música tecno de discoteca, tan fuerte que Peter la notaba retumbar en los tímpanos. Dos mujeres muy altas flanqueaban la puerta de entrada por dentro, controlando con la mirada a los que entraban. Peter tuvo que mirarlas dos veces para darse cuenta de que a una de ellas se le apreciaba sombra de barba en el rostro. A uno de ellos, porque el otro tenía más aspecto de chica que la mayoría de las chicas que conocía; aunque, por supuesto, Peter nunca había visto a un travesti tan de cerca. A lo mejor eran muy perfeccionistas.

Los hombres estaban en grupos de dos o tres, salvo los solitarios, que, desde un balcón, observaban como halcones la pista de baile. Había tipos que llevaban chaparreras de cuero sin ropa interior debajo; otros hombres se besaban por los rincones, o bien se pasaban porros. Los espejos que recubrían las paredes hacían que el club pareciera mucho mayor, y sus cubículos interminables.

No había sido muy difícil conocer la existencia del Front Runner, gracias a los chats de Internet. Como Peter aún estaba sacándose el carnet de conducir, había tenido que tomar un autobús hasta Manchester y luego un taxi hasta la puerta del local. Aún no estaba muy seguro de por qué estaba allí, en su mente era algo así como un experimento antropológico. Ver si encajaba en aquella sociedad más que en la suya.

No es que tuviera ganas de que pasara algo con un tipo… aún no, en cualquier caso. Sólo quería saber cuál era la sensación de encontrarse rodeado de un montón de gays, que no tenían el menor problema en reconocerlo. Quería saber si ellos eran capaces de mirarle y saber al instante si Peter «entendía».

Se detuvo delante de una pareja que se encaminaba hacia un rincón oscuro. Ver a un hombre besando a otro hombre era raro en la vida real. Por supuesto, había programas de televisión en los que podían verse besos entre gays; eran programas que solían generar la suficiente polémica como para llegar a la prensa, de modo que Peter sabía cuándo iban a emitirlos. A veces los había visto, para saber si sentía algo al verlos. Pero los que salían en la tele actuaban, como en todo show programado… algo muy diferente al espectáculo que se ofrecía a sus ojos en aquellos momentos. Quería ver si el corazón empezaba a latirle con un poquitín más de fuerza, si todo aquello le decía algo.

Sin embargo no sintió una emoción particular. Curiosidad desde luego: ¿te picaba la barba si te besabas con un barbudo? Repulsión, no especialmente. Pero Peter tampoco hubiera podido asegurar que aquello fuera algo que deseara probar.

Los dos tipos se separaron, y uno de ellos entornó los ojos.

—Esto no es ningún
peep show
—dijo, apartando a Peter de un empujón.

Peter trastabilló, yendo a chocar contra alguien que estaba sentado a la barra.

—¡Eh, quieto! —dijo el tipo, al que se le iluminaron los ojos de repente—. Pero ¿qué tenemos aquí?

—Perdón…

—Perdonado. —Tenía poco más de veinte años, el pelo casi al rape, de un amarillo casi blanco, y manchas de nicotina en los dedos—. ¿Es la primera vez que vienes aquí?

Peter se volvió hacia él.

—¿Cómo lo sabes?

—Por tus ojos de cervatillo deslumbrado. —Apagó el cigarrillo que estaba fumando y llamó al camarero, que a Peter le pareció salido de las páginas de una revista—. Rico, ponle algo a mi amigo. ¿Qué te apetece tomar?

Peter tragó saliva.

—¿Una Pepsi?

El tipo mostró su reluciente dentadura.

—Bueno, está bien.

—Yo… no bebo.

—Oh —dijo el otro—. Toma, entonces.

Le ofreció a Peter un par de tubitos y luego sacó del bolsillo otros dos para él. No había ningún tipo de polvos en el interior… sólo aire. Peter observó cómo abría la tapa e inhalaba profundamente, y cómo, acto seguido, repetía la operación con el segundo frasquito en la otra ventana de la nariz. Después de imitarle paso por paso, Peter sintió que la cabeza le daba vueltas, como aquella vez que se había bebido un pack de seis cervezas aprovechando que sus padres habían ido a ver un partido de fútbol de Joey. Pero a diferencia de aquella ocasión, en que lo único que había pasado era que le habían entrado unas ganas enormes de dormir, Peter sentía ahora como si todas las células del cuerpo vibraran, completamente desveladas.

—Yo me llamo Kurt —dijo el tipo, dándole la mano.

—Peter.

—¿Debajo o encima?

Peter se encogió de hombros, tratando de fingir que sabía de qué estaba hablando aquel tipo, cuando en realidad no tenía la menor idea.

—Dios mío —dijo Kurt boquiabierto—. Savia nueva.

El camarero depositó una Pepsi en la barra, delante de Peter.

—Déjalo en paz, Kurt. Es un niño.

—Entonces a lo mejor podríamos jugar a algo —dijo Kurt—. ¿Te gusta el billar?

Una partida de billar era algo con lo que Peter se atrevía.

—Sí, genial.

Vio a Kurt sacarse un billete de veinte dólares de la cartera y dejarlo en la barra, para Rico.

—Quédate con el cambio —dijo.

La sala de billar estaba en un espacio contiguo a la parte principal del club, y en ella había cuatro mesas, con partidas ya comenzadas. Peter se sentó en un banco adosado a la pared, mientras estudiaba a los allí reunidos. Algunos se tocaban entre sí con frecuencia, un brazo en el hombro aquí, una palmadita en el trasero allí; pero la mayoría se comportaba como cualquier grupo de hombres. Como si fueran amigos sin más.

Kurt sacó un puñado de monedas de veinticinco centavos del bolsillo y las colocó en el borde de una mesa. Pensando que aquello era el bote por el que iban a jugar, Peter sacó a su vez dos billetes arrugados de dólar.

—No es ninguna apuesta —rió Kurt—. Es lo que vale la partida.

Se puso de pie cuando el grupo que les precedía colaba la última bola, y comenzó a introducir monedas en la mesa, hasta que cayó un torrente multicolor de bolas lisas y rayadas.

Peter agarró un taco de la pared y le frotó tiza en la punta. No era demasiado bueno jugando al billar, pero lo había hecho un par de veces sin cometer ninguna tontería de retrasado, como rasgar el tapete o arrojar la bola por el borde.

—Así que te gusta apostar —dijo Kurt—. Podría hacerlo más interesante.

—Pondré cinco pavos —dijo Peter, con la esperanza de así parecer mayor.

—A mí no me gusta apostar con dinero. A ver qué te parece: si gano yo, te llevo yo a casa; y si ganas tú, me llevas tú a mí.

Peter no veía qué podía ganar él en un caso ni en otro, puesto que no tenía ningún interés especial en ir con Kurt a su casa, y, desde luego, tan seguro como que hay Dios, no iba a llevarse a Kurt a su propia casa. Apoyó el taco en el borde de la mesa.

—Me parece que no tengo muchas ganas de jugar.

Kurt tomó a Peter por el brazo. Sus ojos brillaban en medio de aquel rostro, como dos pequeñas estrellas incandescentes.

—Yo ya he metido mis moneditas ahí dentro. Ahora ya no puedo sacarlas. Tú has querido empezar… así que ahora tienes que jugar hasta el final.

—Deja que me vaya —dijo Peter, con una voz que parecía ascender por la escalera del pánico.

Kurt sonrió.

—Pero si acabamos de empezar…

Peter oyó la voz de otro tipo a sus espaldas.

—Creo que ya has oído al chico.

Peter se dio la vuelta, asido todavía por Kurt, y vio detrás de él al señor McCabe, su profesor de matemáticas.

Fue uno de esos momentos de extrañeza, como cuando estás en el cine y te encuentras a la señora que trabaja en la oficina de correos, y sabes que la conoces de algo, pero sin las cajas de los apartados de correo, las balanzas ni los expendedores de sellos, no acabas de reconocer quién es. El señor McCabe llevaba una cerveza en la mano y una camisa de un tejido sedoso. Dejó la botella y se cruzó de brazos.

—Con éste no te acuestas, Kurt, o llamo a la poli para que te pongan de patitas en la calle.

Kurt se encogió de hombros.

—Lo que tú digas —dijo, y se marchó hacia el bar lleno de humo.

Peter se quedó mirando al suelo, esperando a que el señor McCabe hablara. Estaba seguro de que el profesor llamaría a sus padres, le rompería el carnet de identidad delante de las narices, o como mínimo le preguntaría qué demonios estaba haciendo en un local gay del centro de Manchester.

De pronto, Peter cayó en la cuenta de que él también podía hacerle al señor McCabe aquella misma pregunta. Mientras levantaba la vista, le vino a la mente un principio matemático que sin duda su profesor ya conocía: si dos personas comparten el mismo secreto, ya no es ningún secreto.

—Seguramente necesitas que alguien te lleve a casa —dijo el señor McCabe.

Josie levantaba la mano reteniendo la de Matt, una manaza de gigante.

—Mira qué pequeña eres en comparación conmigo —dijo Matt—. Es asombroso que no te mate.

Él cambió la posición de apoyo sin salir de ella, dejándola sentir todo el peso de su cuerpo. Entonces le puso la mano en el cuello.

—Porque podría —dijo—, ¿sabes?

Apretó un poco nada más, cerrándole el paso de la tráquea. No tanto como para dejarla sin aire, pero sí para impedirle hablar.

—No —logró decir Josie.

Matt se quedó mirándola, atónito.

—No, ¿qué? —preguntó. Y cuando comenzó a moverse de nuevo, Josie estaba segura de haber oído mal.

Durante la mayor parte del trayecto en coche de una hora desde Manchester, la conversación entre Peter y el señor McCabe fue tan superficial como el vuelo rasante de una libélula sobre un lago. Ambos se dedicaron a probar someramente temas sobre los que ninguno de los dos se interesaba de un modo particular: entradas para ver al equipo de hockey de los Bruins, el inminente baile oficial de invierno, cuáles eran las buenas facultades universitarias que buscaban por entonces los alumnos.

Hasta después de dejar la carretera 89 en la salida de Sterling, y mientras recorrían oscuras carreteras secundarias en dirección a la casa de Peter, el señor McCabe no hizo mención del motivo por el que ambos estaban en aquel coche.

—Sobre lo de esta noche… —empezó—. No hay mucha gente en el instituto que lo sepa. No he salido del armario, todavía.

El pequeño rectángulo de luz reflejada por el espejo retrovisor le dibujaba un antifaz en los ojos, como un mapache.

—¿Por qué no? —se oyó Peter preguntar a sí mismo.

—No es que crea que el resto del profesorado no me apoyaría… Es sólo que me parece que no es de la incumbencia de nadie. ¿Entiendes?

Peter no sabía qué contestar, hasta que comprendió que el señor McCabe no estaba pidiéndole su opinión, sino que estaba dándole instrucciones.

—Claro —dijo Peter—. Gire por aquí, y luego es la tercera casa a la izquierda.

El señor McCabe aparcó delante del camino de entrada de la casa de Peter, sin entrar el coche.

—Si te cuento todo esto es porque confío en ti, Peter. Y porque si necesitas a alguien con quien hablar, quiero que sepas que conmigo puedes hacerlo con total libertad.

Peter se desabrochó el cinturón de seguridad.

—Yo no soy gay.

—Entendido —replicó el señor McCabe, aunque con un destello de dulce comprensión en los ojos.

—Yo no soy gay —repitió Peter con mayor firmeza, y tras abrir la portezuela del coche, corrió lo más de prisa que pudo hacia su casa.

Josie agitó el botellín de esmalte de uñas OPI y miró la etiqueta de la parte inferior. «No Soy Rojo Camarera».

—¿A ustedes a quién les parece que se le ocurren estas cosas? ¿Serán un grupo de mujeres reunidas en torno a una mesa de ejecutivos?

—No —dijo Maddie—. Seguramente son viejas amigas que se juntan para emborracharse una vez al año y apuntar todos los sabores que se les ocurren.

—No son sabores, puesto que no te los comes —señaló Emma.

Courtney se dio la vuelta rodando sobre sí misma, de forma que el pelo le cayó por uno de los lados de la cama como una cascada.

—Esto es un rollo —manifestó, aunque era su casa y se habían reunido para dormir juntas—. Tiene que haber algo emocionante que hacer.

—¿Por qué no llamamos a alguien? —propuso Emma.

Courtney consideró la posibilidad.

—¿Una travesura?

—Podríamos encargar pizzas y hacer que se las llevaran a alguien —dijo Maddie.

—Eso ya se lo hicimos la última vez a Drew —suspiró Courtney, que esbozó una repentina sonrisa y fue a tomar el teléfono—. Tengo otra cosa mejor.

Conectó el manos libres y marcó. Se oyó un tintineo musical que a Josie le resultó terriblemente familiar.

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