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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

Diecinueve minutos (64 page)

Patrick asintió con la cabeza.

—Mi lasaña no era muy buena, ¿verdad?

Él le sonrió a través de los listones de la silla.

—No menosprecies tu trabajo del día —dijo.

En mitad de la noche, Josie seguía sin poder dormir. Se levantó de la cama y fue a recostarse en el césped de delante de la casa. Miró fijamente al cielo, que en ese momento de la noche se veía tan bajo, que casi parecía que las estrellas fueran a pincharle la cara. Allí fuera, sin su habitación cayéndosele encima, casi era posible creer que cualesquiera que fuesen los problemas que tuviera, eran minúsculos en el gran esquema del universo.

Al día siguiente, Peter Houghton iba a ser juzgado por diez asesinatos. Tan sólo esa idea —la del último asesinato —hacía que Josie se descompusiera. Ella no podía acudir al juicio, por mucho que lo deseara, porque estaba en una estúpida lista de testigos. En cambio, estaba aislada, una extravagante palabra para definir el ser mantenido sin información.

Josie respiró profundamente y pensó en la clase de ciencias sociales en la que les habían enseñado que alguien —¿los esquimales, quizá? —creía que las estrellas eran huecos en el cielo por los que la gente que había muerto podía mirarte. Se suponía que era consolador, pero para Josie era un poco espeluznante, como si la estuvieran espiando.

Le hizo pensar también en un chiste realmente tonto sobre un tipo que va caminando junto a la valla de un manicomio y oye unas voces dentro que corean: «¡Diez ¡Diez! ¡Diez!» Va a espiar por un hueco que hay en la valla para ver de qué se trata y entonces le dan en el ojo con un palo. A continuación los pacientes gritan: «¡Once! ¡Once! ¡Once!»

Matt le había contado ese chiste.

Puede que ella incluso se hubiese reído.

Eso es lo que los esquimales no dicen: las personas que están del otro lado tienen que tomarse la molestia de observarte. Pero tú puedes verlos en cualquier momento. Lo único que tienes que hacer es cerrar los ojos.

La mañana del juicio de su hijo por asesinato, Lacy escogió una falda negra de su armario, a conjunto con una blusa negra y medias negras. Se vistió como si se dirigiera a un funeral, aunque quizá eso no fuera tan desacertado. Rasgó tres pares de medias porque las manos le temblaban y finalmente se decidió a salir sin ellas. Al final del día, los zapatos le habrían rozado tanto que tendría ampollas en los pies. Lacy pensó que quizá eso fuera algo bueno; quizá entonces podría concentrarse en ese dolor concreto y material.

No sabía dónde estaba Lewis; ni siquiera si iba a ir al juicio. En realidad, no habían hablado desde el día en que ella lo siguió hasta el cementerio. Después de eso, él dormía en la habitación de Joey. Ninguno de los dos había vuelto a entrar en la de Peter.

Pero esa mañana, Lacy se obligó a sí misma a girar a la izquierda en lugar de a la derecha en el rellano y abrió la puerta de esa habitación. Después de que la policía se fuera, ella había devuelto al lugar un orden aparente, diciéndose a sí misma que no quería que Peter volviera a casa y se encontrara con una habitación saqueada. Todavía había huecos: el escritorio parecía desnudo sin su computadora; los estantes de los libros se veían medio vacíos. Ella se dirigió a uno de ellos y agarró un libro en rústica.
El retrato de Dorian Gray
, de Oscar Wilde. Peter estaba leyéndolo para la clase de inglés cuando fue arrestado. Se preguntó si habría tenido tiempo de terminarlo.

Dorian Gray tenía un retrato que envejecía y se hacía desagradable mientras él permanecía joven y con apariencia inocente. Quizá la madre silenciosa y reservada que testificaría en el juicio de su hijo tendría un retrato en algún lado devastado por la culpa, con el color distorsionado. Quizá la mujer de ese retrato fuera capaz de llorar y gritar, de romperse, de agarrar a su hijo por los hombros y decirle «¿Qué has hecho?».

Se sobresaltó al oír que alguien abría la puerta. Lewis estaba en el umbral, con el traje que reservaba para conferencias y graduaciones universitarias. Sostenía una corbata de seda azul en la mano sin decir nada.

Lacy tomó la corbata y se la puso alrededor del cuello, tiró suavemente para colocarle el nudo en su lugar y le bajó el cuello de la camisa. Mientras lo hacía, Lewis le agarró la mano y ya no se la soltó.

En realidad, no había palabras para momentos como aquél; en los que te das cuenta de que has perdido a un hijo y el otro está fuera de tu alcance. Con la mano de Lacy todavía aferrada, Lewis la sacó de la habitación de Peter y cerró la puerta detrás de ellos.

A las seis de la mañana, cuando Jordan bajó sigilosamente la escalera para leer sus notas y prepararse para el juicio, encontró un cubierto puesto en la mesa: un tazón, una cuchara y una caja de cereales de coco; con lo que siempre empezaba la batalla. Con una amplia sonrisa —Selena debía de haberse levantado de madrugada para preparar aquello, ya que ambos se habían ido a dormir juntos por la noche—, tomó asiento y se sirvió una generosa cantidad; luego fue al refrigerador a por la leche.

Una nota en un post-it estaba pegada al envase. BUENA SUERTE.

En cuanto Jordan empezó a comer, sonó el teléfono. Lo atendió. Selena y el bebé todavía estaban dormidos.

—¿Hola?

—¿Papá?

—Thomas —dijo—, ¿qué haces levantado a esta hora?

—Bueno, es que no me he acostado todavía.

Jordan sonrió:

—Ah, ser joven y universitario otra vez.

—Sólo llamaba para desearte buena suerte. Comienza hoy, ¿no?

Bajó la mirada hacia sus cereales y de repente recordó la filmación tomada por la cámara de vídeo de la cafetería del Instituto Sterling: Peter sentado igual que él para comerse un tazón de cereales, con estudiantes muertos a sus pies. Jordan apartó el tazón.

—Sí —dijo—, así es.

El guardián abrió la celda de Peter y le extendió una pila de ropa doblada.

—Hora del baile, Cenicienta —dijo.

Peter esperó hasta que se hubiese ido. Sabía que su madre la había comprado para él; incluso había dejado las etiquetas, para que viese que no provenían del armario de Joey. Eran lujosas, el tipo de prendas que se llevaban en los partidos de polo; no es que hubiera visto nunca ninguno.

Peter se quitó el atuendo y se puso los calzoncillos y los calcetines. Se sentó en su litera para ponerse los pantalones, que eran un poco estrechos de cintura. Se abrochó mal la camisa la primera vez y tuvo que hacerlo de nuevo. No sabía cómo anudarse correctamente la corbata. La enrolló y se la metió en el bolsillo para que Jordan le ayudase.

En la celda no había espejo, pero Peter imaginó que ahora debía de parecer normal. Si se lo trasladara desde aquella prisión a una calle abarrotada de Nueva York o a las gradas de un campo de fútbol, la gente probablemente no lo miraría dos veces; no se darían cuenta de que, debajo de toda aquella lana fría y aquel algodón egipcio había alguien que nunca imaginarían. O, en otras palabras, nada había cambiado.

Estaba a punto de abandonar la celda cuando se dio cuenta de que no le habían dado un chaleco antibalas, como para la comparecencia. Probablemente no sería porque fuera menos odiado ahora; más bien habría sido un descuido. Abrió la boca para preguntarle al guardia por el chaleco, pero la cerró de golpe.

Quizá, por primera vez en su vida, Peter tuviera suerte.

Alex se vistió como si fuera a trabajar, cosa que era cierta, sólo que no como jueza. Se preguntó cómo sería sentarse en un tribunal como un civil. Se preguntó si la sufriente Lacy de la comparecencia estaría allí.

Sabía que sería duro asistir a ese juicio y se daría cuenta de nuevo de lo cerca que había estado de perder a Josie. Alex fingiría escuchar porque era su trabajo; cuando estaría escuchando porque tenía que hacerlo. Un día, Josie recordaría, y entonces necesitaría a alguien en quien apoyarse; y dado que Alex no había estado allí la primera vez para protegerla, tenía que resistir ahora como testigo.

Bajó de prisa la escalera y encontró a Josie sentada a la mesa de la cocina, vestida con una falda y una blusa.

—Voy a ir —anunció.

Era un
déjà vu
. Exactamente lo mismo que había pasado el día de la primera comparecencia, con la excepción de que parecía que de eso hacía mucho tiempo, y ella y Josie eran personas muy diferentes de las de entonces. Ahora, Josie estaba en la lista de testigos de la defensa, y no había recibido una citación, lo que significaba que no tenía que estar en el tribunal durante el juicio.

—Sé que no puedo estar en la sala, pero Patrick también está aislado, ¿no?

La última vez que Josie había pedido ir al tribunal, Alex se opuso de lleno. Esta vez, sin embargo, se sentó frente a su hija.

—¿Tienes idea de cómo va a ser? Habrá cámaras, muchas. Y chicos en sillas de ruedas. Y padres enojados. Y Peter.

La mirada de Josie cayó en su regazo como una piedra.

—Otra vez estás intentando evitar que vaya.

—No, estoy intentando evitar que salgas herida.

—No salí herida —dijo Josie—. Por eso es por lo que tengo que ir.

Cinco meses antes, Alex había tomado la decisión por su hija. Ahora, ella sabía que Josie merecía hablar por sí misma.

—Te veré en el coche —dijo con calma. Mantuvo esa máscara hasta que Josie cerró la puerta detrás de sí; luego se encerró en el baño de arriba y vomitó.

Tenía miedo de que revivir el tiroteo, incluso a distancia, hiciera que Josie se alterase y eso retrasara su recuperación. Pero lo que más le preocupaba era que, por segunda vez, ella fuera incapaz de proteger a su hija y evitar que saliera herida.

Alex apoyó la frente contra el frío borde de porcelana de la bañera. Luego se puso de pie, se lavó los dientes y se refrescó la cara con agua. Se dio prisa para llegar al coche, donde su hija ya estaba esperando.

Como la niñera había llegado tarde, Jordan y Selena se encontraron luchando contra la multitud en los escalones del tribunal. Selena sabía que sería así, pero todavía no estaba preparada para las hordas de periodistas, las camionetas de las televisiones, los curiosos sosteniendo las cámaras de sus teléfonos móviles para captar una toma rápida del tumulto.

Jordan era hoy el villano. La gran mayoría de los espectadores eran de Sterling y, dado que Peter era trasladado al tribunal por un túnel subterráneo, a Jordan le tocaba el papel de chivo expiatorio sustitutivo.

—¿Cómo duermes de noche? —le gritó una mujer mientras Jordan apuraba el paso por los escalones, junto a Selena. Otra sostenía un cartel que decía: «TODAVÍA HAY PENA DE MUERTE EN NEW HAMPSHIRE».

—Oh, Dios —dijo Jordan en un susurro—. Esto será divertido.

—Todo saldrá bien —respondió Selena.

Pero él se detuvo. Un hombre, de pie en los escalones, sostenía un póster con dos grandes fotos montadas una junto a otra: una de una chica y otra de una bella mujer. Kaitlyn Harvey. Selena la reconoció. Encima del cartel dos palabras: DIECINUEVE MINUTOS.

Jordan se encontró con la mirada del hombre. Selena sabía lo que él estaba pensando: que aquél podría ser él; que también él tenía mucho que perder.

—Lo siento —murmuró Jordan y Selena enroscó su brazo alrededor del de él y lo llevó otra vez a la escalera.

Sin embargo, allí había una multitud diferente. Llevaban camisetas amarillo fluorescente con las letras VAA y coreaban:

—Peter, no estás solo. Peter, no estás solo.

Jordan se acercó a ella.

—¿Qué cuernos es esto?

—Las Víctimas de Acoso de América.

Jordan sonrió por primera vez desde que comenzó a conducir hacia el tribunal.

—¿Y los has encontrado para nosotros?

Selena le apretó el brazo con firmeza.

—Puedes agradecérmelo después —dijo.

Su cliente parecía que fuera a desmayarse. Jordan asintió con la cabeza al asistente, que le dejó entrar en la celda en la que Peter era mantenido en el tribunal y entonces se sentó.

—Respira —le ordenó.

Peter asintió con la cabeza y se llenó de aire los pulmones. Estaba temblando. Jordan lo esperaba; lo había visto desde el comienzo en cada juicio en el que había participado. Incluso el criminal más endurecido, de repente era presa del pánico cuando se daba cuenta de que aquél era el día en que su vida estaba en la cuerda floja.

—Tengo algo para ti —dijo Jordan, y sacó un par de anteojos de su bolsillo.

Eran gruesas, con montura de carey y con un cristal de culo de botella; muy diferentes de las metálicas finitas como un cable que Peter usaba normalmente.

—No… —dijo Peter y luego su voz se quebró—: No necesito unas nuevas.

—Bueno, póntelas de todos modos.

—¿Por qué?

—Porque nadie dejará de notarlas —contestó Jordan—. Quiero que parezcas alguien que nunca, ni en un millón de años, vería lo bastante como para dispararle a diez personas.

Las manos de Peter se enroscaron alrededor del borde metálico del banco.

—Jordan, ¿qué va a ocurrirme?

Había algunos clientes a los que había que mentirles, sólo así lograrían soportar el juicio. Pero, llegados a ese punto, Jordan pensó que Peter merecía la verdad.

—No lo sé, Peter. No tenemos un gran caso, con todas las pruebas que hay en tu contra. La probabilidad de que seas sobreseído es escasa; pero así y todo, yo haré todo lo que pueda, ¿de acuerdo? —Peter asintió con la cabeza—. Lo que quiero es que intentes estar tranquilo ahí fuera. Que parezcas patético.

Peter bajó la cabeza, con la cara distorsionada. «Sí, exactamente así», pensó Jordan, y entonces se dio cuenta de que Peter estaba llorando.

Jordan se dirigió hacia la puerta de la celda. Aquél, también era un momento familiar para él como abogado defensor. Jordan normalmente dejaba que su cliente recibiera ese golpe final en privado, antes de entrar al tribunal. No formaba parte de su negocio y, a decir verdad, para Jordan, todo se reducía al negocio. Pero oía a Peter sollozando detrás de él, y en esa canción triste hubo una nota que alcanzó a tocar a Jordan en lo más profundo de su interior. Antes de que pudiera pensarlo mejor, se había dado la vuelta y estaba otra vez sentado en el banco. Pasó un brazo alrededor de Peter y sintió cómo el chico se relajaba contra él.

—Todo va a salir bien —dijo, y esperó no estar diciendo una mentira.

Diana Leven contempló la sala abarrotada y luego pidió al alguacil que apagase las luces. En la pantalla apareció un cielo azul y algunas nubes blancas, como algodón de azúcar. Una bandera flameaba al viento. Tres autobuses escolares estaban alineados en el centro de la imagen. Diana la dejó congelada, sin decir nada, durante quince segundos.

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