El juez —un hombre grande con melena de pelo blanco que parecía asustar a Zoe —sacudió la cabeza.
—Denegada.
—No más preguntas —dijo el abogado, y entonces la señora Leven se levantó otra vez y le preguntó:
—Después de que Peter entrara en la escuela, ¿qué hiciste?
—Comencé a gritar para pedir ayuda. —Zoe miró hacia el público de la sala, intentando encontrar a su madre. Si miraba a su madre, entonces podría decir lo que tenía que decir a continuación, porque ya todo habría terminado y eso era lo que tenía que tener presente, sin importar hasta qué punto sintiera que no era así—. Al principio no vino nadie —murmuró Zoe—. Y luego… vino todo el mundo.
Michael Beach miró cómo Zoe Patterson se iba de la sala en la que estaban aislados los testigos. Era una extraña colección: había de todo, desde perdedores como él, hasta chicos populares, como Brady Price. Más extraño todavía era que nadie pareciera inclinado a romper las reglas habituales: los antisociales en una esquina, los atletas en otra y así. En cambio, todos se habían sentado a una larga mesa de conferencias. Emma Alexis —que era una de las chicas populares, muy hermosa —ahora estaba paralizada de la cintura para abajo, sentada en una silla de ruedas al lado de Michael. Le había pedido a éste si podía comerse la mitad de su rosquilla glaseada.
—Cuando Peter entró en el gimnasio —preguntó la fiscal—, ¿qué hizo?
—Agitó un arma —dijo Michael.
—¿Pudiste ver qué tipo de arma era?
—Bueno, una pequeña.
—¿Un revólver?
—Sí.
—¿Dijo algo?
Michael echó un vistazo a la mesa de la defensa.
—Dijo: «Todos ustedes, atletas, adelante y al centro».
—¿Qué ocurrió?
—Un chico comenzó a correr hacia él, como si fuera a tumbarlo.
—¿Quién era?
—Noah James. Él es, era, un estudiante de último año. Peter le disparó y él cayó.
—¿Qué ocurrió luego? —preguntó la fiscal.
Michael respiró hondo.
—Peter dijo «¿Quién es el próximo?», y mi amigo Justin me agarró y comenzó a arrastrarme hacia la puerta.
—¿Desde cuándo eran amigos Justin y tú?
—Desde tercer grado —contestó Michael.
—¿Y entonces?
—Peter debió de ver que algo se movía, así que se dio la vuelta y comenzó a disparar.
—¿Te dio a ti?
Michael sacudió la cabeza y apretó los labios.
—Michael —insistió la fiscal amablemente—, ¿a quién le dio?
—Justin se puso delante de mí en cuanto comenzó el tiroteo. Y entonces él… él cayó. Había sangre por todas partes y yo intentaba detenerla, como hacen en la televisión, apretándole el estómago. No estaba prestando atención a nada más, sólo a Justin, y entonces, de repente, sentí un arma presionando contra mi cabeza.
—¿Qué ocurrió?
—Cerré los ojos —dijo Michael—. Pensé que me mataría.
—¿Y entonces?
—Oí un ruido, y cuando abrí los ojos, estaba sacando una de esas cosas que llevan balas y metiendo otra.
La fiscal caminó hacia la mesa y agarró un cargador. El solo hecho de verlo hizo que Michael se estremeciera. Entonces le preguntó:
—¿Era como esto lo que estaba metiendo dentro del arma?
—Sí.
—¿Y qué ocurrió después de eso?
—No me disparó —contestó Michael—. Tres personas pasaron corriendo por el gimnasio y él los siguió hasta el vestuario.
—¿Y Justin?
—Yo le miraba —susurró Michael—. Le miraba la cara mientras moría.
Era lo primero que veía cada mañana al despertar y lo último antes de dormirse: el momento en que el brillo de los ojos de Justin se apagaba. La vida no abandonaba a una persona de manera gradual. Lo hacía en un instante, como alguien que cierra de golpe la persiana de una ventana.
La fiscal se acercó a él.
—Michael —le dijo—, ¿estás bien?
Él asintió con la cabeza.
—¿Eran Justin y tú atletas?
—Ni de lejos —admitió.
—¿Formaban parte de los populares?
—No.
—¿Alguien se metió con ustedes en la escuela en alguna ocasión?
Por primera vez, Michael echó una mirada a Peter Houghton.
—¿Quién no lo hizo? —contestó.
Mientras Lacy esperaba su turno para testificar, recordó la primera vez que se dio cuenta de que podía odiar a su propio hijo.
Lewis iba a llevar a cenar a un pez gordo, un economista de Londres y, para prepararse, Lacy se había tomado el día libre en el trabajo para limpiar. Aunque no tenía dudas sobre su habilidad como partera, la naturaleza de su trabajo implicaba que, en cambio, los cuartos de baño de su casa no estuvieran regularmente limpios; que las bolas de polvo florecieran debajo de los muebles. En general, a ella no le importaba —pensaba que una casa en la que hubiera vida era preferible a una que fuera estéril—, a menos que hubiera invitados; entonces el orgullo hacía su aparición. Así que aquella mañana se levantó, preparó el desayuno, y ya había quitado el polvo del salón para cuando Peter —estudiante de segundo año, por entonces —se dejó caer con enfado en una de las sillas de la mesa de la cocina.
—No tengo ropa interior limpia —dijo irritado, aunque la regla de la casa era que cuando su cubo de ropa estuviese lleno, él debía hacer su propio lavado; era tan poco lo que Lacy le pedía que hiciera, que no creía que esa única tarea fuera poco razonable.
Lacy había sugerido que tomara prestada alguna prenda de su padre, pero eso a Peter le repugnaba, así que decidió dejar que lo resolviera por sí mismo. Ella ya tenía suficiente con lo suyo.
Lacy, normalmente, dejaba que la habitación de Peter fuera una pocilga en total desorden, pero cuando pasó por allí esa mañana, se fijó en su cubo de la ropa sucia. Bueno, ya que ella se había quedado en casa y él estaba en la escuela, por una vez podía echarle una mano. De modo que, cuando Peter llegó a casa ese día, Lacy no sólo había pasado el aspirador y fregado los suelos, cocinado una comida de cuatro platos y limpiado la cocina, sino que también había lavado, secado y doblado tres lavadoras con ropa de Peter. Estaba apilada en su cama, ropa limpia que cubría el espacio entero del colchón, separada en pantalones, camisas, calzoncillos. Lo único que él tenía que hacer era guardarlo todo en su armario y sus cajones.
Peter llegó, hosco y malhumorado, e inmediatamente subió la escalera aprisa hacia su habitación y su computadora, el lugar donde pasaba la mayor parte del tiempo. Lacy, con el brazo metido en la taza del váter en ese momento, fregando, esperó a que Peter se diera cuenta de lo que ella había hecho por él. Pero, en cambio, lo oyó gruñir:
—¡Dios! ¿Se supone que ahora tengo que sacar todo esto de aquí? —Y cerró la puerta de su habitación con un portazo tan fuerte que Lacy sintió cómo la casa temblaba alrededor de ella.
De repente, se ofuscó. Ella había hecho, por propia voluntad, algo bueno por su hijo, su hijo ridículamente consentido, y ¿así era como él se lo agradecía? Se quitó los guantes de fregar y los dejó en el baño. Luego subió la escalera dando fuertes pisadas hacia la habitación de Peter, y abrió la puerta de golpe.
—¿Cuál es tu problema?
Peter la miró enfurecido.
—¿Cuál es tu problema? Mira este desastre.
Algo dentro de Lacy se quebró encendiéndola por dentro.
—¿Desastre? —repitió—. Yo he limpiado el desastre. ¿Quieres ver un desastre? —Pasó al lado de Peter, golpeando una pila de camisetas cuidadosamente dobladas. Tiró los calzoncillos al suelo. Agarró los pantalones y los arrojó contra su computadora; la torre de CD-ROM se cayó y los discos plateados se desparramaron.
—¡Te odio! —gritó Peter.
Y, sin que pasara un segundo, Lacy le gritó como respuesta:
—¡Yo también te odio!
Justo entonces, Lacy se dio cuenta de que Peter y ella eran igual de altos; de que estaba discutiendo con un niño que la miraba a los ojos desde la misma altura.
Salió de la habitación de Peter dando un portazo. Casi inmediatamente, Lacy rompió a llorar. Ella no había querido decir lo que había dicho, por supuesto que no. Quería a Peter, sólo que, en ese momento, odió lo que él había dicho; cómo se había comportado. Cuando llamó a la puerta, él no respondió.
—Peter —dijo—, Peter, siento haberte dicho eso.
Mantuvo la oreja pegada a la puerta pero no salió ningún sonido del interior. Lacy bajó la escalera y terminó de limpiar el cuarto de baño. Durante la cena, se comportó como una zombi entablando conversación con el economista sin saber en realidad qué era lo que estaba diciendo. Peter no bajó a cenar. De hecho, Lacy no lo vio hasta la mañana siguiente, cuando fue a despertarlo. Él ya se había levantado y la habitación estaba ordenada e inmaculada. La ropa había sido doblada otra vez y guardada. La cama estaba hecha. Los CD organizados nuevamente, en su pila.
Peter estaba sentado a la mesa de la cocina, comiendo un tazón de cereales, cuando Lacy bajó la escalera. Los ojos de él no se encontraron con los de ella ni los de ella con los de él: el terreno entre los dos todavía era demasiado delicado como para eso, pero Lacy le preparó un vaso de jugo y se lo llevó a la mesa. Él le dio las gracias.
Nunca hablaron de lo que se habían dicho el uno al otro y Lacy se había jurado a sí misma que, sin importar cuán frustrante fuera ser padre de un adolescente, sin importar cuán egoísta y centrado en sí mismo se volviera Peter, ella nunca se permitiría alcanzar de nuevo un punto en el que verdadera, visceralmente, odiara a su propio hijo.
Pero mientras las víctimas del Instituto Sterling contaban sus historias en el tribunal debajo mismo del vestíbulo en el que Lacy estaba sentada, ella esperó que no fuera ya demasiado tarde.
Al principio, Peter no la reconoció. La chica a quien una enfermera acompañó por la rampa, la chica cuyo cabello había sido recortado para que cupiera debajo de los vendajes y cuyo rostro estaba recorrido por una cicatriz de tejido, con el hueso bajo el mismo roto y modelado, se acercó al estrado de los testigos de un modo que a él le hizo pensar en un pez introducido en una nueva pecera. Nadando alrededor del perímetro cautelosamente, como si tuviera que evaluar los peligros del nuevo lugar antes de poder comenzar a hacer nada.
—¿Puedes decir tu nombre para que conste en el registro? —preguntó la fiscal.
—Haley —dijo la chica suavemente—, Haley Weaver.
—El curso pasado, ¿eras estudiante de último año del Instituto Sterling?
Su boca se dobló, en una mueca. La cicatriz rosada, que formaba una curva parecida a la costura de una pelota de béisbol sobre su sien, se oscureció, poniéndose de un rojo furioso.
—Sí —contestó. Cerró los ojos y una lágrima resbaló por su mejilla hundida—. Era la reina anual. —Se inclinó hacia adelante, meciéndose ligeramente mientras lloraba.
A Peter le dolía el pecho, como si le fuera a explotar. Pensó que quizá se moriría allí mismo y le ahorraría a todo el mundo tener que pasar por aquello. Tenía miedo de levantar la mirada, porque si lo hacía tendría que ver otra vez a Haley Weaver.
Una vez, cuando era pequeño, jugando con una pelota de fútbol en la habitación de sus padres, tiró una botella antigua de perfume que había pertenecido a su bisabuela. Era de cristal, y se rompió en pedazos. Su madre le dijo que sabía que había sido un accidente y la pegó para recomponerla. La mantuvo en su tocador, y cada vez que Peter pasaba por allí, veía los defectos del pegamento. Durante años, él pensó que eso era peor que si lo hubieran castigado.
—Tomémonos un breve receso —dijo el juez Wagner, y Peter dejó que su cabeza se hundiera en la mesa de la defensa; era un peso demasiado grande para soportarlo.
Los testigos estaban aislados según para quién declarasen; los de la fiscal en una sala y los del defensor en otra. Los policías también tenían su propia sala. Se suponía que los testigos de defensa y fiscalía no podían verse entre ellos, pero en realidad nadie se daba cuenta de si iban a la cafetería a tomar un café o una rosquilla, y Josie estaba allí hacía rato. Ahí fue donde se topó con Haley, que bebía jugo de naranja con una pajita. Brady estaba con ella, sosteniéndole la taza para que ella pudiera alcanzarla.
Se alegraron de ver a Josie, pero ella se alegró cuando se fueron. Dolía, físicamente, tener que sonreír a Haley y hacer como si no estuvieras mirando los huecos y cicatrices de su cara. Le contó a Josie que ya la habían operado tres veces; un cirujano plástico de Nueva York que había donado sus servicios.
Brady no le soltaba la mano; a veces le pasaba los dedos por el pelo. Eso hacía que Josie tuviera ganas de llorar, porque sabía que, cuando él la miraba, todavía podía verla de un modo en el que nadie más volvería a verla nunca.
Allí también había otros que Josie no había visto desde el tiroteo. Profesores, como la señora Ritolli y el entrenador Spears, que habían pasado a saludar. El DJ que llevaba la emisora de radio en la escuela, estudiantes, algunos con un acné tremendo. Todos iban pasando por la cafetería mientras ella estaba allí sentada tomándose una taza de café.
Levantó la mirada cuando Drew acercó una silla para sentarse frente a ella.
—¿Cómo es que no estás en la sala con el resto de nosotros?
—Porque estoy en la lista de la defensa. —O, como estaba segura de que todos en la otra sala pensaban, en el lado del traidor.
—Ah —dijo Drew, como si entendiera, aunque Josie estaba segura de que no—, ¿estás lista para esto?
—No tengo que estar lista. En realidad, no van a llamarme.
—Entonces, ¿por qué estás aquí?
Antes de que ella pudiera responder, Drew saludó con la mano y entonces Josie vio que había llegado John Eberhard.
—Oye —dijo Drew, y John se dirigió hacia ellos. Caminaba cojeando, pero caminaba. Chocó los cinco con Drew y, cuando lo hizo, ella pudo ver en su cuero cabelludo el lugar por donde había entrado la bala.
—¿Dónde has estado? —preguntó Drew, haciendo sitio para que John se sentara a su lado—. Pensé que te vería por aquí en verano.
Él asintió con la cabeza.
—Soy… John.
La sonrisa de Drew se borró como si hubiese sido pintada.
—Esto… es… —prosiguió John.
—Esta mierda es increíble —murmuró Drew.
—Él puede oírte —reaccionó Josie, y se inclinó hacia John—. Hola John. Yo soy Josie.
—
Jooooz
.
—Exacto. Josie.
—Soy… John —dijo él.
John Eberhard había jugado de portero en el primer equipo de hockey del Estado desde que estaba en primer año. Cada vez que el equipo ganaba, el entrenador siempre elogiaba los reflejos de John.