Diecinueve minutos (44 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

—Diga —contestó una voz brusca en el otro extremo de la línea.

—¿Matt? —dijo Courtney, llevándose el dedo a los labios para que las demás guardaran silencio—. Hola.

—Oye, Court, son las tres de la mañana.

—Ya lo sé. Es que… llevo mucho tiempo queriéndote decir algo, pero no sé cómo hacerlo, porque Josie es mi amiga y todo eso y…

Josie quiso hablar, para que Matt supiera que le estaban tendiendo una trampa, pero Emma le tapó la boca con la mano y la tumbó sobre la cama.

—Me gustas —dijo Courtney.

—Tú a mí también.

—No, escucha… me gustas en serio…

—Uau, Courtney. Si llego a saberlo, creo que me habría acostado contigo en plan salvaje. Lástima que quiera a Josie, y que lo más probable es que ella esté a menos de un metro de ti en este mismo momento.

El silencio se hizo añicos, roto por las risas hasta entonces contenidas.

—¡Puta madre! ¿Cómo lo has sabido? —dijo Courtney.

—Porque Josie me lo cuenta todo, incluso cuando va a quedarse a dormir en tu casa. Y ahora desconecta el altavoz y pásamela para que le dé las buenas noches.

Courtney le pasó el teléfono a Josie.

—Muy buena —dijo Josie.

La voz de Matt sonaba brumosa por el sueño.

—¿Lo habías dudado?

—No —replicó Josie con una sonrisa.

—Bueno, que te diviertas. Pero no a mi costa.

Oyó que Matt bostezaba.

—Vete a la cama.

—Me gustaría que estuvieras aquí —dijo él.

Josie les dio la espalda a las demás chicas.

—A mí también.

—Te quiero, Jo.

—Yo también te quiero.

—Y yo —dijo Courtney en voz alta —creo que voy a vomitar.

Alargó la mano y pulsó el botón de colgar.

Josie arrojó el teléfono sobre la cama.

—Ha sido idea tuya llamarle.

—Te has puesto celosa —dijo Emma—. Ya me gustaría a mí tener a alguien que no pudiera vivir sin mí.

—Eres muy afortunada, Josie —convino Maddie.

Josie volvió a abrir el botellín de esmalte de uñas y, al hacerlo, una gota del pequeño pincel fue a aterrizar sobre su muslo, como una perla de sangre. Cualquiera de sus amigas, quizá Courtney no, pero la mayoría de ellas, mataría por estar en su lugar.

«Pero morirían si lo estuvieran», susurró una voz en su interior.

Levantó la vista hacia Maddie y Emma y se forzó a sonreír.

—Díganmelo a mí —dijo Josie.

En diciembre, Peter encontró trabajo en la biblioteca del instituto. Le pusieron a cargo del equipamiento audiovisual, lo que significaba que cada día, durante una hora después de las clases, tenía que rebobinar microfilms y organizar DVD alfabéticamente. Tenía que llevar retroproyectores y TV/VCR a las aulas para que estuvieran preparados cuando los profesores que los necesitaban llegaran por la mañana al instituto. Lo que más le gustaba era que en la biblioteca nadie le molestaba. Los chicos populares no iban por allí ni muertos una vez acabadas las clases; era más probable que Peter encontrara sólo a los alumnos especiales, con sus tutores, haciendo los deberes.

Había conseguido el trabajo después de ayudar a la señora Wahl, la bibliotecaria, a arreglar su vieja computadora para que la pantalla no se le pusiera azul. Ahora Peter era su alumno favorito del Instituto Sterling. Cuando ella se marchaba a su casa, dejaba que fuera él el que cerrara, y le hizo una copia de su llave del ascensor de mantenimiento, para que pudiera transportar los diferentes equipos de un piso a otro del instituto.

La última tarea que le quedaba a Peter aquella tarde era trasladar un proyector desde el laboratorio de ciencias naturales del segundo piso y guardarlo en su lugar en la sala de audiovisuales de la planta baja. Había entrado en el ascensor y girado la llave para cerrar la puerta cuando oyó que alguien lo llamaba, pidiéndole que esperase.

Al cabo de un momento entró Josie Cormier cojeando.

Iba con muletas, con una pierna enyesada. Miró a Peter mientras se cerraban las puertas del ascensor, y bajó rápidamente la vista hacia el suelo de linóleo.

Aunque habían pasado meses desde que lo habían despedido por su chivatazo, Peter aún sentía una oleada de rabia cada vez que veía a Josie. Casi podía oírla contar mentalmente los segundos hasta que volvieran a abrirse las puertas del ascensor. «Como si a mí me entusiasmara estar metido aquí dentro contigo», pensó para sí, y justo en ese momento el ascensor dio un traqueteo y se quedó atorado con un chirrido.

—¿Qué pasa ahora? —Josie pulsó el botón del primer piso.

—Eso no servirá de nada —dijo Peter. Alargó el brazo por delante de ella, advirtiendo que por poco pierde el equilibrio al echarse hacia atrás, como si él tuviera una enfermedad contagiosa, y apretó el botón rojo de Emergencia.

No sucedió nada.

—Vaya mierda —dijo Peter.

Miró arriba, hacia el techo del ascensor. En el cine, los héroes de acción siempre se encaramaban al techo de la cabina para llegar a los conductos de aireación a través del hueco del ascensor, pero aunque utilizara el proyector que llevaba para subirse a él, no veía cómo iba a poder abrir la trampilla sin un destornillador.

Josie apretó de nuevo el botón.

—¿Oiga?

—No te oirá nadie —dijo Peter—. Los profesores se han ido, y el vigilante ve el show de Oprah de cinco a seis, en el sótano. —La miró—. ¿Qué estás haciendo aquí, por cierto?

—Un trabajo personal.

—¿Y eso qué es?

Ella levantó una muleta.

—Una actividad suplementaria a cambio de la clase de gimnasia. ¿Y tú, por cierto?

—Yo trabajo aquí —dijo Peter, y ambos guardaron silencio.

Por una mera cuestión de logística, pensó Peter, tarde o temprano acabarían encontrándolos. Seguramente los descubriría el vigilante cuando tuviera que subir el pulidor de superficies al siguiente piso y, si no, lo peor que podría suceder sería que tuvieran que esperar a la mañana siguiente, cuando todo el mundo volviera de nuevo al instituto. No pudo evitar una ligera sonrisa, al pensar en lo que podría decirle a Derek sin mentir un ápice: «¿Sabes qué? He dormido con Josie Cormier».

Abrió un iBook y pulsó una tecla, inicializando una presentación en Power Point en la pantalla. Amebas, blastosferas. División celular. Un embrión. Era asombroso pensar que todos habíamos empezado igual, microscópicos, indistinguibles.

—¿Cuánto pueden tardar en encontrarnos?

—No sé.

—¿Y el personal de la biblioteca no te echará en falta?

—A mí no me echan en falta ni mis propios padres.

—Oh, santo cielo… ¿y si se nos acaba el aire? —Josie aporreó la puerta con una de las muletas—. ¡Socorro!

—Eso no puede pasar —dijo Peter.

—¿Cómo estás tan seguro?

No lo estaba. Pero ¿qué otra cosa podía decir?

—Me agobian los espacios cerrados —dijo Josie—. No puedo soportarlo.

—¿Tienes claustrofobia?

Se preguntó cómo era que no sabía eso de Josie. Pero bien pensado, ¿por qué iba a saberlo? Tampoco es que hubiera formado parte activa de su vida durante los últimos seis años.

—Me parece que voy a vomitar —gimió Josie.

—Vaya mierda —dijo Peter—. No, espera. Cierra los ojos, así no te darás cuenta de que estás en un ascensor.

Josie cerró los ojos, pero al hacerlo se tambaleó sobre las muletas.

—Espera.

Peter sostuvo las muletas de forma que ella se quedó guardando el equilibrio sobre una sola pierna. Luego la agarró por las manos mientras ella se dejaba caer en el suelo, estirando la pierna lastimada.

—¿Cómo te lo hiciste? —le preguntó él, señalando la escayola con un gesto con la cabeza.

—Me resbalé en el hielo.

Josie se echó a llorar, y a jadear… Hiperventilación, supuso Peter, aunque sólo había visto esa palabra escrita, no en la vida real. Lo que había que hacer era respirar dentro de una bolsa de papel, ¿no era eso? Peter examinó el ascensor en busca de algo que pudiera servirle. En el carrito de audiovisuales había una bolsa de plástico con documentos dentro, pero no sabía por qué no le pareció una idea muy brillante taparse la cara con una bolsa de plástico.

—Está bien —lanzó la sugerencia—, hagamos algo para mantener tu pensamiento alejado de aquí.

—¿Como qué?

—A lo mejor podríamos jugar a algo —propuso Peter, cuyas palabras le retumbaron en la cabeza, repetidas, con la voz de Kurt, del Front Runner; sacudió la cabeza para liberarse de ellas—. ¿A las veinte preguntas?

Josie dudó unos segundos.

—¿Animal, vegetal o mineral?

Después de seis rondas de veinte preguntas, y de una hora de geografía, a Peter le estaba entrando sed. También tenía ganas de orinar, y eso sí que le preocupaba, porque no creía que fuera capaz de aguantar hasta la mañana siguiente, y desde luego, de ningún modo pensaba echar una meada con Josie delante. Josie había enmudecido, pero al menos había dejado de temblar. Peter pensó que a lo mejor se había dormido.

Pero entonces habló.

—¿Verdad o prenda? —dijo Josie.

Peter se volvió hacia ella.

—Verdad.

—¿Me odias?

Él agachó la cabeza.

—A veces.

—Deberías —dijo Josie.

—¿Verdad o prenda?

—Verdad —dijo Josie.

—¿Me odias tú?

—No.

—Entonces, ¿por qué te comportas así conmigo? —le preguntó Peter.

Ella movió la cabeza a ambos lados.

—Yo tengo que comportarme como la gente espera que me comporte. Forma parte de todo el… embrollo. Si no lo hiciera así… —Tamborileó con los dedos en el asidero de plástico de la muleta—. Es muy complicado. No lo entenderías.

—¿Verdad o prenda? —dijo Peter.

Josie sonrió.

—Prenda.

—Chúpate la planta del pie.

Ella se echó a reír.

—Si ni siquiera puedo sostenerme sobre la planta del pie —dijo, pero se agachó hacia delante y se quitó el mocasín, sacando la lengua—. ¿Verdad o prenda?

—Verdad.

—Ninguna prenda, ¿eh? —dijo Josie—. ¿Has estado enamorado alguna vez?

Peter miró a Josie, y se acordó de aquella vez en que ambos habían atado un papel con sus direcciones a un globo de helio, que habían soltado en el patio trasero de la casa de Josie, convencidos de que llegaría hasta Marte. En lugar de eso, habían recibido una carta de una viuda que vivía dos calles más arriba.

—Psé —dijo él—. Supongo que sí.

A ella se le abrieron los ojos.

—¿De quién?

—Eso ya es otra pregunta. ¿Verdad o prenda?

—Verdad —dijo Josie.

—¿Cuál ha sido la última mentira que has dicho?

A Josie se le borró la sonrisa de la cara.

—Cuando te he dicho que me resbalé en el hielo. Matt y yo nos peleamos, y él me pegó.

—¿Que te pegó?

—Bueno, no es eso… Yo le dije algo que no debí decirle, y cuando él… bueno, el caso es que perdí el equilibrio y me torcí el tobillo.

—Josie…

Ella agachó la cabeza.

—No lo sabe nadie. No se lo cuentes a nadie, ¿de acuerdo?

—No. —Peter vaciló unos instantes—. ¿Y tú por qué no se lo has contado a nadie?

—Eso ya es otra pregunta —dijo Josie, remedándole.

—Pues te la hago ahora.

—Entonces elijo prenda.

Peter apretó los puños contra los costados.

—Dame un beso —dijo.

Ella se inclinó hacia él poco a poco, hasta que su cara estaba demasiado cerca como para verla. El pelo le caía sobre el hombro de Peter como una cortina, y tenía los ojos cerrados. Olía a otoño y a sidra, al sol que declina y a las primeras señales del frío que se acerca. Él sentía forcejear su corazón, atrapado en los confines de su propio cuerpo.

Los labios de Josie tocaron la comisuras de los suyos, casi en la mejilla más que en la boca.

—Me alegro de no haberme quedado aquí sola encerrada —dijo ella con timidez, y él saboreó aquellas palabras, dulces como su aliento mentolado.

Peter se miró la entrepierna, rogando para que Josie no se diera cuenta que se le había puesto dura como una piedra. Empezó a sonreír con tal intensidad que le dolían las mejillas. No era que no le gustaran las chicas, era que sólo había una que era la adecuada.

En ese momento, se oyó un golpe en la puerta metálica, por fuera.

—¿Hay alguien ahí dentro?

—¡Sí! —gritó Josie, intentando ponerse en pie con las muletas—. ¡Ayúdenos a salir!

Se oyó un fuerte golpe y una percusión, y luego el ruido de una palanca al intentar abrir brecha. La doble puerta se abrió por fin, y Josie se precipitó fuera del ascensor. Matt Royston la esperaba junto al conserje.

—Me preocupé al ver que no habías llegado a casa —dijo Matt, sosteniendo a Josie entre sus brazos.

«Pero le pegaste», pensó Peter, que recordó de inmediato que le había hecho una promesa a Josie. Oyó sorprendido los gritos de júbilo de ella al tomarla Matt en brazos, llevándola así para que no tuviera que utilizar las muletas.

Peter se llevó el iBook y el proyector en el carrito para volver a guardarlos en la sala de audiovisuales. Se había hecho tarde, y tenía que volver andando a casa, pero casi no le importaba. Decidió que lo primero que haría sería borrar el círculo alrededor de la foto de Josie en el anuario escolar; y suprimir sus características de la lista de los malos de su videojuego.

Estaba repasando mentalmente los retoques que debería hacer en el programa, cuando llegó por fin a casa. Peter tardó unos segundos en darse cuenta de que algo pasaba… Las luces estaban apagadas, aunque los coches estaban allí.

—¿Hola? —dijo en voz alta, mientras iba de la sala del estar al comedor y luego a la cocina—. ¿Hay alguien?

Encontró a sus padres sentados a la mesa de la cocina, a oscuras. Su madre se levantó, aturdida. Era evidente que había estado llorando.

Peter sintió una calidez liberándose en el interior de su pecho. Le había dicho a Josie que sus padres ni siquiera se enterarían de su ausencia, pero estaba claro que eso no era verdad: sus padres estaban angustiados.

—Estoy bien —les dijo Peter—. De verdad.

Su padre se puso en pie, parpadeando con los ojos humedecidos, y tiró de Peter hacia sus brazos. Peter no podía recordar cuándo había sido la última vez que le habían abrazado así. A pesar de que él quería ser un tipo duro, y de que ya tenía quince años y medio, se fundió en el cuerpo de su padre y apretó con fuerza. Primero Josie, ¿y ahora aquello? Aquél acabaría resultando el mejor día en la vida de Peter.

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